julio 15, 2007

Apóstatas, bestias salvajes y gorditas horrorosas

por Carlos Alberto Montaner


El presidente ecuatoriano Rafael Correa me ha escrito una áspera carta. No me reconoce ninguna autoridad para criticar sus actos de gobierno. No la tienen los veleidosos ''apóstatas que abjuraron de sus propios sueños''. A él, dice, sólo lo juzgará la historia. La carta es un acuse de recibo al envío de El regreso del idiota, un libro reciente que escribimos Plinio Apuleyo Mendoza, Alvaro Vargas Llosa y yo, prologado por Mario Vargas Llosa. En la obra —que retoma, diez años más tarde, el tema y la fórmula del Manual del perfecto idiota latinoamericano— hay un breve capítulo dedicado a Correa donde se opina que este joven político, carismático y con un notable respaldo popular, es un consumado neopopulista, con la cabeza llena de disparates, que probablemente arrastrará a su país en la dirección del desastre.
En realidad, no puedo quejarme. El presidente Correa ni pide ni da cuartel. A un transeúnte que le hizo un gesto obsceno de desaprobación lo mandó arrestar. A los periodistas ecuatorianos, en general, los ha calificado de ''bestias salvajes'' por divulgar videos que comprometen la probidad de algunos funcionarios, mientras a Sandra Ochoa, una respetable periodista que le hizo una pregunta incómoda, como era su deber de informadora, la llamó ''gordita horrorosa''. Ante semejante lenguaje, ser calificado de apóstata es casi un dulce elogio. No obstante, lo más alarmante no es el uso de este inapropiado vocabulario en un gobernante que reivindica constantemente la majestad de la presidencia, sino el fondo de la cuestión: el señor Correa cree que cambiar de opinión es un hecho reprobable. No ha descubierto que eso es, exactamente, lo que distingue a las personas razonables e inteligentes de los seres dogmáticos.
Lo de apóstata con que trata de descalificarme viene a cuento de un manifiesto firmado por Mario Vargas Llosa y otros intelectuales y artistas en Viña del Mar, Chile, en 1969, cuando Mario sustentaba ideas contrarias a la libertad económica y política, idiotez ideológica y fallo moral de los que se fue librando por medio de lecturas valiosas, por la dolorosa observación del matadero cubano, y por el inocultable horror de todos los gulags provocados por el marxismo leninismo y otras catástrofes afines apoyadas por los soviéticos. Sencillamente, Mario, Plinio, Carlos Rangel, Octavio Paz y otros lúcidos intelectuales que en su primera juventud creyeron en las virtudes del socialismo, cuando conocieron de cerca sus frutos tuvieron el valor de renunciar al error, retractarse públicamente, denunciar los crímenes cometidos y colocarse junto a las víctimas. Según el presidente Correa, Vargas Llosa debió permanecer fiel a la equivocación, acaso porque le parece que rectificar es una muestra de debilidad de carácter o una oscura forma de traición.
Tal vez el señor Correa debería observar cuidadosamente el ejemplo de su vecino peruano Alan García. En 1985, a los 36 años, fue elegido presidente. Era, como él, joven, carismático, brillante, cantaba y tocaba la guitarra, y había obtenido un doctorado en Europa, en La Sorbonne de París. Tenía, además, la cabeza llena de ideas, sólo que las equivocadas. Era estatista y creía, muy keynesiano, en las virtudes del gasto público para modular la economía, desconfiaba del mercado y de la empresa privada, trató de nacionalizar la banca, y atribuía al Fondo Monetario Internacional la culpa de todos los males que afligían al país. Era, sin embargo, un demócrata formal: respetó escrupulosamente la libertad de prensa, no respaldó la expulsión ilegal de la mitad del Congreso, ni condenaba o trataba de manipular al poder judicial cuando los fallos le eran adversos. No obstante, los resultados de su primer gobierno fueron terribles: se desató la hiperinflación, aumentó la pobreza, la inversión cayó en picado y los capitales huyeron, mientras las guerrillas maoístas de Sendero Luminoso incendiaban al país. Alan abandonó el gobierno absolutamente desacreditado. Las tres cuartas partes de la sociedad lo detestaban.
Pero en el 2006 García volvió al poder. Sus compatriotas le dieron una segunda oportunidad. ¿Por qué? Porque prometió no cometer los errores de su primer periodo, porque era un extraordinario candidato y, sobre todo, porque su contrincante era Ollanta Humala, la versión local de Hugo Chávez, y la mayoría de los electores no quería meterse otra vez en un berenjenal autoritario y comunistoide como el que conocieron durante la dictadura de Juan Velasco Alvarado (1968-1975), el precursor de Hugo Chávez, un desastroso espadón que destruyó la economía del país y pulverizó las instituciones democráticas.
Alan García cumplió su promesa. Desechó sus fatigadas fantasías socialistas de la juventud y comenzó a gobernar con la sensatez de cualquier gobernante serio y maduro del primer mundo. ¿Resultado? En Perú la economía crece al ritmo del 8% anual, la pobreza y el desempleo disminuyen, y por primera vez en su historia el país advierte un fenómeno asombroso: los capitales ecuatorianos cruzan la frontera en dirección de Lima. Es una lástima que el presidente Correa no crea en las virtudes de la humildad intelectual y en la rectificación de errores. Me temo que todos los ecuatorianos pagarán caro ese inquietante rasgo de su carácter.

Carlos Alberto Montaner es periodista cubano residenciado en Madrid.

Este artículo fue publicado el sitio web del Cato Institute

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