julio 26, 2007

La “dura” vida de los corruptos


Por Roberto Cachanosky
Para que el negocio de la corrupción prospere es necesario que exista un sistema político sin controles, escasa o nula transparencia en los actos de gobierno, un alto grado de intervencionismo y un elevado gasto público. Sin embargo, estas condiciones no eliminan el riesgo que toda “inversión” corrupta debe afrontar.
El principio básico para decidir la realización de una inversión consiste en analizar si la TIR (Tasa Interna de Retorno) esperada supera el rendimiento que obtendría el inversionista en la mejor inversión alternativa. Cuando la TIR es mayor a la tasa de interés, se lleva a cabo la inversión. Si la TIR es menor a la tasa de interés, el negocio no se concreta. Y si es igual, el inversionista está en un punto de indiferencia. Ahora bien, la corrupción es un negocio en el cual hay un oferente monopólico y varios demandantes. ¿Quién es el oferente y qué bien puede ofrecer? El oferente monopólico es el funcionario estatal y el bien que puede ofrecer en el mercado es una ganancia extraordinaria a la que podría obtenerse en condiciones de libre competencia. ¿Por qué el oferente es monopólico? Porque el funcionario público es el único que puede firmar una resolución o promulgar un decreto a través de los cuales sea posible transferir indiscriminadamente patrimonios y rentas. Veamos un ejemplo de los miles que puede haber sobre casos de corrupción. Supongamos que el funcionario público está en condiciones de decidir arbitrariamente a quién le otorga la construcción de una determinada obra pública, que, obviamente, se financiará con los recursos de los contribuyentes. En ausencia de corrupción y con fuertes controles republicanos, quien gana la licitación es aquél que ofrece el mejor precio y condiciones para llevar a cabo el trabajo (calidad, tiempo de ejecución, entre otras variables.). Cuando no hay controles republicanos y el funcionario puede decidir en forma arbitraria a quién le otorga el trabajo, la competencia vía licitación deja de tener sentido y empieza a jugar el mercado de la coima. En el caso de ausencia de transparencia republicana, la TIR que pedirá el inversor será mayor a la que solicitaría en el caso de un gobierno sujeto a la ley y con controles republicanos. ¿Por qué? Porque, en primer lugar, tiene que pagarle la coima al funcionario de turno y ése es un costo de producción más que tiene que contemplar y que no debería afrontar en condiciones de transparencia en los actos de gobierno. La segunda razón para que la TIR del negocio corrupto sea más alta tiene que ver con la posibilidad de que se descubra el negociado a través de la justicia o de los medios de comunicación. Si el riesgo de ser descubierto es alto, la TIR a pedir será muy alta también, dado que el “inversor” asume el riesgo de ver cortado su negocio a mitad de camino porque hubo un escándalo público en el medio y la justicia interviene. Puede existir una tercera razón para elevar la TIR, que es la estabilidad en el puesto del funcionario público que coimea para beneficiar a un determinado “inversor”. Si el oferente de corrupción (el funcionario público) puede ser despedido en cualquier momento por un funcionario de más jerarquía o bien, ante la proximidad de elecciones, se sospecha que ese gobierno puede no seguir al frente de la administración, entonces la TIR sube mucho más. ¿Por qué? Porque puede asumir otro funcionario u otro gobierno que denuncie el caso de corrupción y anule la licitación trucha. Con lo cual, el “inversor” no sólo se queda sin el negocio sino que, además, pierde la coima que invirtió para conseguirlo. No es lo mismo pagar una coima en un sistema autoritario muy cerrado, pero estable, como puede ser el castrismo, que pagar una coima en un país con un sistema más abierto, en el cual la volatilidad de los cargos públicos es muy alta por efecto de las elecciones. Podríamos decir que el oferente monopólico de corrupción puede perder ese monopolio en cualquier momento en sistemas políticos no tan cerrados como la Cuba de Fidel Castro. En consecuencia, esa incertidumbre sobre el cumplimiento del “contrato” por parte del funcionario público eleva la TIR que el “inversor” le va a pedir al proyecto. El demandante de corrupción pensará: “dada la inestabilidad de estos funcionarios, tengo que recuperar mi capital antes de que los echen”. Esta situación lleva a un problema de bienestar de la población, porque ésta tendrá que pagar por la obra pública un precio muchísimo más alto que el que pagaría en el caso de transparencia en los actos de gobierno. Veamos otro ejemplo para clarificar los riesgos del demandante de corrupción. Supongamos que un gobierno quiere que el Congreso le apruebe una determinada ley y no consigue los votos necesarios. El Ejecutivo opta, en consecuencia, por comprar a algunos legisladores que están por finalizar su mandato ofreciéndoles cargos futuros en embajadas, empresas públicas u otras oficinas gubernamentales. ¿Cuál es el cálculo que hará el legislador para aceptar el soborno? Estimará cuánto tiempo permanecerá en el poder el Ejecutivo que lo coimea y, si presiente que tiene probabilidades ciertas de ser desalojado del gobierno, pedirá una coima mucho más sustanciosa porque el “pago” puede no producirse si la gente vota a otro partido político. Digamos que el corrupto monopólico pierde credibilidad. Por eso, es fundamental para el oferente monopólico de corrupción dar muestras claras de que no va a perder dicho monopolio, porque en caso de dudas la TIR que pedirá el “inversor” puede tender a infinito y, por lo tanto, al ser impagable, se le acaba el negocio al funcionario público ya que éste puede no concretarse jamás. Para que el negocio de la corrupción prospere debe, entonces, existir un sistema político sin controles, ni transparencia en los actos de gobierno y mucho intervencionismo y gasto público. Cuánto mayores son el intervencionismo y el gasto público, más grande es el negocio de la corrupción, porque hay muchos más recursos para redistribuir arbitrariamente. También es necesario que el gobierno concentre la mayor cantidad de poder. Tiene que disponer de elementos para controlar a la prensa, presionar a los jueces y evitar que la oposición pueda llegar a reemplazarlo. El poder hegemónico hace al negocio de la corrupción debido a que el oferente monopólico tiene que sentirse impune. Es fácil advertir, por lo tanto, que no es nada fácil la vida de los corruptos. Para el oferente monopólico (funcionario público) es muy duro porque tiene que mantenerse en el poder de cualquier manera para poder seguir explotando su negocio y, en caso de perderlo, no ir preso si viene otro gobierno que lo denuncie. Por su parte, para el demandante de corrupción el análisis pasa por determinar con mucha certeza si el monopolista de corrupción seguirá en el cargo. El “inversor” puede llegar a tener tanta o más incertidumbre sobre su negocio que la que tiene un empresario que trabaja bajo las reglas de la libre competencia. Este último no sabe si su producto va a ser beneficiado por el consumidor y asume el riesgo. El primero no tiene que preocuparse por sus competidores ni por el consumidor, pero tiene que preocuparse por hacer “negocios” con alguien fiable y, encima, no terminar preso si es descubierto. “Dura” vida la de los corruptos cuando el poder hegemónico no está consolidado.

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