agosto 24, 2007

Si FUKUYAMA FUERA ARGENTINO


Por Carlos Mira

Las bases culturales y formativas de la Argentina están bien alejadas de la moralidad y el respecto por la ley. Por el contrario, nuestra identidad se funda en la pasión por el malevaje y el malandrismo.
En el primer número de la revista ADN Cultura, que lanzó recientemente el diario La Nación, apareció un artículo de Francis Fukuyama, el filósofo norteamericano de origen japonés, cuyo título era “El fin de la utopía multicultural”. Allí, Fukuyama ensaya la hipótesis de que la estrategia de integración cultural de minorías que ensayaron Estados Unidos y Europa sobre la base de postular la “igualdad” de todas las culturas y reconocer a los inmigrantes (fundamentalmente, a los musulmanes) el derecho a seguir viviendo según sus propias costumbres, valores y creencias ha sido un grosero error para Occidente porque, desde el punto de vista de la libertad, no todas las culturas son iguales y el esfuerzo contra natura por imponer un multiculturalismo irreal ha puesto en juego los derechos de todos, toda vez que los destinatarios de la mano abierta occidental no la estrecharon fraternalmente, sino que la amputaron, atacando las bases del sistema al cual voluntariamente habían decidido mudarse.

En el artículo, Fukuyama comenta lo que a su juicio conforma las bases constitutivas de los Estados Unidos. Dice así: “Los EE.UU. nacieron de una revolución contra la autoridad estatal, basada en cinco valores fundamentales: igualdad, libertad (o antiestatismo), individualismo, primacía de la voluntad popular y laissez faire. La identidad estadounidense está arraigada en (…) la cultura ‘angloprotestante’ de la cual derivan (…) la ética del trabajo, el asociacionismo voluntario y el moralismo en la política”.

Es decir, según el filósofo, que la moral en la política es un activo en el que el país probablemente más exitoso de la historia humana ha basado su nacimiento. El concepto de lo ético y el sobreentendimiento de “lo que está bien” por sobre la aceptación voluntaria de “lo que está mal” han servido para que los Estados Unidos dejaran atrás la pobreza de sus albores y se dirigieran a conformar la sociedad más afluente, innovadora y creativa del mundo.

Cuando contrastamos eso con la Argentina, no podemos dejar de notar una enorme diferencia. Aquí, el manejo de la cosa pública ha requerido un creciente acercamiento con el “malandrismo” para tener alguna posibilidad de éxito: la gobernabilidad del país ha descansado más de lo necesario en cuán familiarizados están los funcionarios con el esquive de la ley. Ser un “maestro” en el arte de “zafar” se ha convertido en una condición sine qua non para poder aspirar a vivir con algo de éxito en la Argentina, sin que el sector público o el privado tengan diferencias apreciables en este punto.

Las denuncias, sospechas o –directamente– procesos abiertos contra funcionarios, empresarios, dirigentes sociales, del fútbol o de cualquier otra índole son moneda corriente. Políticos que no pueden justificar de ningún modo su status económico, que viajan con valijas llenas de dólares en aviones privados contratados con dinero de la sociedad, que olvidan dineros en bolsas de papel madera en los lavabos de sus baños privados, que catapultan a la riqueza a amigos misteriosos que la oficiaban de chóferes no mucho tiempo atrás, que nombran a ciudadanos extranjeros al frente de la Aduana por la que luego pasan valijas con cuñadas millonarias y que compran los votos del Congreso con tarjetas Banelco son la moneda corriente en la vida pública argentina.

También, empresarios que pasan de la intrascendencia a los millones de la noche a la mañana, entongados con el poder para obtener concesiones monopólicas, restricciones a la competencia y dádivas ilegales de las que el resto de la población sólo aporta los costos.

Este coqueteo con la ilegalidad ha llevado a toda la sociedad a hacer un sinónimo inconsciente entre la moralidad y la tontería. Todo aquel que insinúe un planteo puritano de la cosa pública (y de los negocios privados) es señalado como un “inocente”, destinado al fracaso y al hazmerreír generalizado. Las formas de la camorra y la terminología del cancherismo tumbero reemplazan con éxito a las maneras civilizadas y acordes con una sociedad avanzada.

¿Qué perfil de país podía surgir de estos bosquejos? ¿Qué retoños nacerían de esta proclividad a la inmoralidad? ¿Puede haber sorpresas por esta realidad turbia que asoma a las páginas de los diarios como consuetudinaria cotidianeidad?

Si Fukuyama fuera argentino debería haber utilizado palabras bien distintas para describir las bases formativas de nuestro país. Esa orgullosa pasión por el malevaje, esa ventaja comparativa de lo ilegal ha llevado, incluso, a buena parte de la sociedad –que es noble, que es sana y que repulsa la mentira y la delincuencia– a tener que “adaptarse” para poder sobrevivir. “Adaptarse” significa “hacer la vista gorda” en algunos casos y “transar” en otros. El flujo orillero del orden jurídico todo lo envuelve y todo lo influye, desde cómo se maneja un auto hasta cómo se administra una empresa o se ejerce el gobierno.
Si el país –o al menos una parte de él– aspira a un cambio que redunde en vivir mejor dentro de las fronteras argentinas, habrá que prestar atención a estas formas que han pasado a ser parte de nuestra identidad, que nos definen y que nos han dirigido a vivir en los márgenes exteriores de la ley. Mientras la risa socarrona sea la cómplice respuesta que reservemos para aquellos que hagan de la ley y de la honestidad la norma de sus vidas, seguiremos mezclados entre los marginales de la Tierra.

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