diciembre 01, 2007

Antropología del chavismo

José María Aznar pensó que Chávez era educable y le regaló un libro demoledor sobre Cuba: Trilogía sucia de La Habana, de Pedro Juan Gutiérrez. En una prosa salvaje, como de tatuaje en el escroto, el autor describía una realidad nauseabunda que nada tenía que ver con las fantasías revolucionarias. La isla estaba más cerca de las alcantarillas llenas de ratas que del paraíso del proletariado. Chávez seguramente no entendería un sutil análisis político, pero un escabroso relato escrito con testosterona tal vez estaba a su alcance.
Esto sucedió en 1999, poco antes de la Cumbre Iberoamericana de La Habana. Aznar llevaba tres años al frente del gobierno español y Chávez acababa de ser elegido. Entonces parecía que, con un poco de paciencia, se le podían enseñar algunos trucos democráticos y ciertos modales de salón para que se comportara como una criatura razonable capaz de compartir con sus colegas sin temor a que les lanzara un mordisco. Pero el plan no funcionó. El venezolano pertenecía a una especie que no aprende ni con un tutor real. Sabe hablar, pero no escucha ni calla. Sabe leer, pero no entiende. Es una criatura muy agresiva que aterra a propios y extraños y se impone con aullidos, golpes de pecho, y la exhibición permanente de los colmillos.
Eso se llama "gobernar por intimidación" y es un rasgo típico de ciertos primates de Borneo y de algunos homínidos de la cuenca del Amazonas. Esa conducta, además, trae aparejada una valiosa recompensa emocional: despierta la atención general y convierte al que la ejecuta en un vistoso foco de atracción. Si uno accede al podio de la ONU y pronuncia el millonésimo discurso sobre la conveniencia de preservar la paz y alimentar a los pobres, no hay forma humana de aparecer en el New York Times. Eso se logra, en cambio, declarando que el diabólico Bush dejó una perceptible fetidez a azufre cuando pasó por la tribuna previamente. Es cierto que la mefistofélica referencia no contenía ningún elemento interesante, pero el objetivo no era hacer un aporte al debate político racional, sino salir en los papeles a cualquier precio.
La cosa, pues, es llamar la atención mediante una mueca desmesurada, unos zapatones y una narizota colorada. Ahí coinciden dos elementos típicos de la personalidad narcisista: el exhibicionismo y el histrionismo. El Narciso siente la urgencia de que lo admiren y para lograrlo se exhibe en una postura llamativa. Hitler, Mussolini, Kruschev e Idi Amín fueron así. Todavía lo son Fidel Castro, Gadaffi y Kim Jong-il. Son gentes que han confundido la realidad con la pista del circo y disfrutan las risas y los aplausos de sus subordinados: "¿viste como el jefe acabó con ellos?". El jefe siempre es tan gracioso. Este tipo de personalidad siempre vive por y para el conflicto. Le encanta la pelea, el desafío, y navegar contra la corriente. Para ellos, gobernar es eso: la confrontación permanente, el choque, vencer a los adversarios, liquidar a los enemigos, darles en la madre a los americanos y destruir a quienes se le oponen. La simple sugerencia de buscar consensos y negociar las diferencias les parece una humillación insoportable. Quienes disienten no son personas con opiniones diferentes sino gusanos, diablos, cualquier alimaña al alcance de un enérgico pisotón revolucionario. ¿Qué se hace con estas gentes? Los chinos están ensayando una variante moderna de la lobotomía. Con cierta manipulación de los lóbulos frontales han conseguido amansar a algunos psicópatas agresivos, pero la operación todavía está en fase experimental. Por otra parte, se trata de enfermos que, aunque claramente tienen una dolencia descrita en todos los libros de texto, son otros los que la padecen. Ellos son sólo los portadores del síndrome, no las víctimas, y es difícil llevarlos por las buenas hasta el quirófano. Eso explica la melancólica frase de uno de los presidentes cuando el incidente entre el monarca español y Hugo Chávez: "pobre Juan Carlos, no sabe que es más fácil impedir un golpe militar que callar a este hombre". Hay tareas imposibles.

Autor: Carlos Alberto Montaner
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