enero 05, 2008

La neurosis del oficialista


Autor: Jorge Fernández Diaz


No es fácil la vida del oficialista. Se lo digo con conocimiento de causa. Alguna vez, cuando era joven, cedí a la maravillosa tentación de militar en política y me tocó ser oficialista de un gobierno provincial, y la verdad es que la pasé horrible. Es que a uno le encanta ser el inteligente de la cuadra, el francotirador que le arroja piedras al poder, el que no se casa con nadie, el independiente y el puro. Puede uno asistir así a cualquier cumpleaños y acomodarse a la conversación sin tener que enojarse ni recoger el guante de nadie. Porque cuando uno cree, de modo inevitable se asocia emocionalmente con la figura, la gestión o el partido que lo cautivó.

Esa asociación emocional nos deja la falsa sensación de que, cuando alguien ataca el proyecto o escribe contra el hombre que lo encarna, está atacándonos a nosotros. A la defensiva, nos toma el miedo y la indignación, que son dos caras de la misma moneda. Con ambas se construye algo llamado estupidez humana.

Los oficialistas de hoy están para el psicoanálisis. Dirigentes, militantes, intelectuales y hasta periodistas han comprado el exitoso modelo de Néstor Kirchner. El dato parece alentador. En un mundo donde a nadie le importa nada y donde predominan el individualismo y la alergia política, descubrir a un grupo importante de convencidos produce legítima alegría.

Sin embargo, este pelotón viene con algunos problemas de origen. Varios de sus integrantes se bañan en la laguna dorada del kirchnerismo sin una mínima autocrítica. Provienen del setentismo, esa deformación autoritaria según la cual la democracia era un invento “burgués” y las internas sindicales y partidarias podían dirimirse a los tiros. Un grupo generacional que, en nombre de sagrados ideales, cometió todo tipo de tropelías, torpezas e ingenuidades, y que ahora, lejos de llevar todo eso como un lastre, lo lleva como una condecoración.

Vienen a hacer la “revolución inconclusa” y, sin advertir que el país y el mundo han cambiado, reeditan amigos, enemigos y consignas de una época apolillada. Más que progres de la “gloriosa JP”, estos personajes son “regresistas”, regresan todo el tiempo al pasado para ajustar cuentas, crear un relato (como gusta de decir Cristina) y, presuntamente, llevar a cabo en el presente las utopías de ayer.

Tal vez un ochentista como yo no esté capacitado para entender bien, pero da la impresión de que pagar enterita la deuda con el Fondo Monetario Internacional, poner a Daniel Scioli a gobernar la provincia más importante de la Argentina y transar con todos los barones del peronismo y con casi todos los caciques del sindicalismo ortodoxo no luce como si ésta fuera, precisamente, la patria socialista.

Pero claro, será nomás que ha llegado el socialismo del siglo XXI, y que las lecturas de Marx y Mao que uno ha hecho en la juventud ya no sirven para entender la nueva cartografía.

Dicho sea de paso, a muchos de todos estos fervorosos oficialistas el kirchnerismo los cobija con dinero. Les da cargos, programas de televisión y radio, columnas en medios, sillones en ministerios, asesorías, becas, viajes y otras bendiciones del Estado.

Justo en ese punto, ser oficialista deja de ser un mal negocio. Aunque, vaya ironía, el oficialista toma estos subsidios encubiertos como una histórica, aunque tardía, reivindicación de su talento. Fondos frescos de caja generosa que le permite, para decirlo en cristiano, rentar su militancia política, volar alto con las ideas y, de paso parar, la olla.

El Estado de bienestar envuelve al oficialista en un arrullo dulce, y le genera, como contrapartida, el miedo a perder ese cálido asiento. Cuando alguien ataca al Gobierno, el oficialista se siente entonces amenazado en el bolsillo. Piensa que la brisa cambiará de dirección, que perderá lo ganado y caerá en desgracia.

El oficialista suele ser, de ese modo, un atacante más encarnizado que los propios funcionarios políticos que, al fin y al cabo, entienden con mayor sentido deportivo el juego de las críticas y los elogios.

Así como no hay mayor fascista que un burgués asustado, no hay animal más agresivo que un oficialista aterrado. Los funcionarios pueden tener gestos caballerescos con sus críticos y, de hecho, a veces los tienen en privado; pero los oficialistas que viven del erario no están para ese tipo de cortesías. Son más papistas que el Papa.

Si hubiesen descubierto a un extranjero que intentaba meter 800.000 dólares en el país y hubiesen escuchado que era dinero negro para la campaña de Carlos Menem, la mayoría de estos oficialistas hubieran dado por cierta la información sin esperar ningún dictamen.

No sólo eso. Hubieran dicho que era plata del lavado o directamente del narcotráfico, y que el FBI era una oficina insobornable. Los veríamos a todos ellos en Hora Clave, denunciando al poder mafioso argentino y alertando a la población.

Son los mismos que le creyeron al embajador estadounidense cuando dejó emerger el Swiftgate, y los mismos que buscaban el calorcito de las fundaciones norteamericanas de anticorrupción.

Como esta vez el dinero negro viene, supuestamente, a nombre de la campaña del kirchnerismo, se trata de una maniobra del imperialismo norteamericano, el FBI está manejado por Bush y todo esto no es más que una conspiración para condicionar al nuevo-viejo gobierno de los Kirchner.

Si hubieran descubierto una bolsa con plata inexplicable en el baño de una ministra de Economía de Menem, hubiesen vuelto a correr a la teletribuna de Mariano Grondona para explicar que, tal como denunciaron con la maleta de Amira Yoma, ésta era una muestra más de la corrupción generalizada de esta administración: juicio político y castigo a los culpables. Como esto le ocurre al kirchnerismo, los oficialistas llaman a la prudencia, dicen que no hay que juzgar antes que la Justicia y aseguran que Grondona es un conspirador derechista.

Si el caso Skanska hubiese sucedido ante las narices de Alberto Kohan o Emir Yoma, pedirían la renuncia inmediata del ministro, del secretario y de sus principales lugartenientes. Pero como se trata del área de Julio De Vido, mano derecha de Kirchner, el affaire Skanska es una exageración superproducida por los medios hostiles.

Si Menem utilizara el atril para castigar a algún periodista o manejara la publicidad oficial para coaccionar a la prensa, dirían que se vulnera gravemente la libertad de expresión en la Argentina. Si Kirchner lo hace, se trata de poner en su lugar a los medios de comunicación, que tienen intereses siniestros.

Si alguien quisiera señalar algunas buenas medidas del gobierno menemista, sería tachado de menemista irrecuperable y le dirían que eso no es periodismo sino propaganda.

Si el menemismo hubiese manipulado el Consejo de la Magistratura, colocado un hombre del jefe de Gabinete en la Sigen que debe vigilarlo y manejado a su antojo el Indec, los oficialistas de hoy llamarían a una rebelión popular contra el “autoritarismo del menemato”. Como todas esas medidas las ejecuta el “gobierno popular”, se trata de acciones necesarias para “profundizar el cambio”.

Los otros días escuché decir a un importante pensador argentino, simpatizante de Kirchner, que no debíamos ensalzar demasiado La vida de los otros, esa magnífica película alemana que denuncia las aberraciones del régimen comunista. “Tendrían que haber utilizado el mismo argumento, pero en la Alemania nazi –decía el ilustre oficialista–. Ahí hubiera sido una obra maestra. Pero así, es simplemente una obra reaccionaria”.

Si Cromagnon le hubiera ocurrido a Mauricio Macri, éste hubiera tenido que renunciar de inmediato. Como le ocurrió a un “oficialista”, se lo defendió a capa y espada según la orden de “no hacerle el juego a la derecha”.

Pero hablando de la derecha, así como existe una neurosis del oficialista, también existe una neurosis del opositor.

Los opositores de hoy, salvando algunas excepciones, son aquellos viejos oficialistas para los cuales no se debía criticar a Menem porque venía a hacer la revolución liberal.

¿Los recuerda? Muchos de los grandes habladores de hoy, que no le dejan pasar un solo desliz al Gobierno y que se envuelven en la histeria del republicanismo, callaron los grandes casos de la corrupción menemista, los inadmisibles tejemanejes del poder, las privatizaciones hechas para generar monopolios, el hiperendeudamiento del país, la persecución judicial a la prensa y otras aberraciones de la década del 90. “No hay que hacerles el juego a los zurdos”, decían, y miraban para otro lado.

¿No es posible cierta ecuanimidad? ¿Al enemigo ni justicia? ¿El fin justifica los medios? ¿No es posible reconocer lo bueno y denunciar lo malo? ¿Es imposible defender una política sin tener que defender a un ministro impresentable? ¿Es una locura votar a un presidente y caerle a la vez con dureza para que pague sus errores y expulse a sus funcionarios venales? ¿Es ingenuo castigar el clientelismo y a la vez rescatar la economía? ¿Es incoherente pretender que el Frente para la Victoria gane y a la vez que la oposición se fortalezca? ¿Todo tiene que ser blanco y negro? ¿Las cosas están necesariamente bien cuando las hacen nuestros líderes e inevitablemente mal cuando las realizan sus antagonistas?

La deshonestidad intelectual no es de derecha ni de izquierda.

La deshonestidad intelectual es argentina.

Bien argentina.


Fuente:
La Nación

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