Autor: Marcos Aguinis
El antes y el después de la caída del Muro de Berlín sirven para entender diversas concepciones políticas surgidas de una misma raíz. Los distintos "modelos socialistas" que existen en la región
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Para América latina es un tema de fogosa actualidad, como si las experiencias no hubiesen dejado enseñanzas. En un pasado próximo, cuando se quería dar un ejemplo de divisiones interminables, se recurría al modelo de los partidos socialistas, que eran escasos en número pero activos en mitosis. Heredaban de la biología la tendencia a partir sus núcleos y a continuación partir el cuerpo celular. De esa forma invadían el mapa politico con nombres y siglas nuevas, diversas, pero casi todas hilvanadas por el anhelo común de un mundo más equitativo. Desde afuera no siempre era sencillo entender la razón profunda de tanta fragmentación. Se peleaban y odiaban entre ellos, como una familia que no consigue convivir en paz. Quienes más cerca parecían estar, eran los que más rencor se tenían.
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La historia del socialismo es larga y puede remontarse a la antigüedad, cuando filósofos y profetas clamaban por justicia y derechos, en especial de los débiles y desheredados. Sus demandas solían venir atadas a la ética de las religiones monoteístas y no tardaron en volverse fanáticas, con las consecuencias que el extremismo siempre genera. Durante siglos, persecusiones y hogueras demostraron cuán difícil es conseguir equidad entre los seres humanos. Casi siempre el egoísmo derrotaba al altruísmo.
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Hacia fines del siglo XVIII se produjo la revolución americana y 13 años más tarde la francesa, ambas herederas de la revolución industrial inglesa. Las tres usaron los mismo colores, sólo cambiaba la disposición. La americana tuvo la cualidad de afirmarse en los derechos individuales, el mérito, el pluralismo y la tradición liberal inglesa; la francesa también en ellos, pero con los ingredientes del resentimiento. Por eso la revolución americana avanzó hacia una Constitución ejemplar y la francesa cayó en la guillotina implacable. Pero no cumplieron con sus postulados iniciales: la americana retaceó la igualdad de oportunidades a negros y pueblos originarios, lo cual produjo terribles conflictos basados precisamente en el no cumplimiento de la sabia Constitución. La francesa no impuso la libertad, igualdad y fraternidad tan voceadas, sino la opresión maximalista de los jacobinos, nuevas desigualdades en nombre de una falsa igualdad y el genocidio (genocidio en serio, porque anhelaba el exterminio total) de la clase nobiliaria, opositores políticos y sospechosos.
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En Europa continental la revolución no satisfizo las expectativas (terror, guerras napoleónicas, nuevas injusticias) y surgieron entonces los socialismos utópicos, epígonos de las utopías que puntearon siglos anteriores. Se multiplicaron iniciativas, luchas e ideales que ahora suenan ingenuos, pero que generaron en su tiempo una efervescencia considerable. Ninguno pudo imponerse, aunque desparramaron consignas fuertes, teorías atractivas y una potente ilusión.
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En 1848 apareció el Manifiesto Comunista de Marx y Engels como una semilla destinada a convertirse en un frondoso bosque. Rechazaba las utopías y se presentaba como un opción distinta, científica, por completo novedosa. Ejerció desde el comienzo una seducción importante. Reunía las cualidades de una maciza racionalidad junto a una esperanza mesiánica, determinista y fervorosa. Trasladaba a la política el sueño de los profetas y el alfa que avanza hacia el omega del evangelio. Era una teoría que empujaba a la práctica y una práctica respaldada por una excitante teoría.
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Debió enfrentar otras opciones también atractivas como el anarquismo y la balbuceante socialdemocracia. Pero el gran giro en favor de Marx y Engels se produjo cuando en 1917 Lenin desencadenó la revolución bolchevique y estableció el primer Estado socialista del mundo y de la historia. Contradijo la profecía de sus maestros, que anunciaron el amanecer del socialismo verdadero en los regímenes capitalistas maduros, no en un país atrasado y semifeudal como Rusia. Lenin tomó el modelo de la revolución francesa y dispuso genocidar a nobles, burgueses, terratenientes y opositores. Impuso una dictadura que no respetaba derecho individual alguno, sino el de una abstracción llamada "proletariado". Ni siquiera él mismo era un proletario y tampoco la mayoría de sus compañeros. Ejerció la dictadura "en nombre de", lo cual le concedía una dudosa legitimidad. Tan es así que pronto volvió a contradecir al viejo maestro, para quien esa dictadura tenía que ser breve, seguida por la dilución de la perversa maquinaria del Estado. Porque el Estado era considerado un verdugo al servicio de las minorías privilegiadas. Pero esa minoría, en el Estado soviético, ya no eran las demonizadas clases sociales ricas, sino la nueva, llamada Partido único o Nomenklatura o el autócrata que gobernaba como Iván el Terrible, sin límite alguno a sus caprichos y paranoias. El Estado leninista dejó de ser el odiado monstruo que saboteaba la libertad y la igualdad, para convertirse en su publicitada garantía. Por lo tanto, a más Estado, más socialismo. Toda una novedad. Algo que fue imponiéndose en contradicción con las raíces del marxismo. Por eso ahora se asocia marxismo-leninismo con un sistema estatal absolutista y policíaco, dueño de todo ("en nombre" del proletariado o del pueblo). Es la versión que se adoptó en casi todo el mundo, en particular América latina..
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La ilusión de que la expropiación sistemática de los medios de producción, el control absoluto y la planificación en todos los campos de la vida iba a llevar a una rápida victoria económica y política sobre el capitalismo, terminó en catástrofes. En lugar de aumentar las cosechas se produjeron hambrunas, en lugar de asegurar la libertad se cometieron asesinatos masivos, en vez de incrementar el derecho fue instituido el Gulag, en el sitio del hombre nuevo apareció un hombre degradado y sometido. Esa versión del socialismo equivalía a un régimen despótico, cada vez más cruel, intolerante al menor asomo de disidencia o pluralismo, inclusive hasta en el área inaprehensible de la música (¡!). Los textos de Marx, Lenin y Stalin se conviertieron en Sagradas Escrituras, cuyas líneas eran infalibles y contenían respuestas para todas la preguntas, también en América latina, ahora en Cuba y Venezuela. Hasta las interpretaciones debían responder a un lineamiento oficial. El jefe es perfecto, omnisciente y todopoderoso, como Dios. Tertuliano había dicho respecto de los dogmas que creía en ellos porque eran absurdos. El socialismo soviético también fue absurdo, porque había traicionado los principios que decía defender: la libertad, la dignidad de la persona, la igualdad de oportunidades, el creciente bienestar general, la fraternidad, la creatividad. Pero de eso no se habla. Por lo menos no se habla lo suficiente.
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Se impuso por la violencia y se mantuvo gracias a la violencia. La violencia no respeta al prójimo. Al contrario, se creía que era la partera de la historia, aunque procediese con instrumentos primitivos y matase a la criatura. En consecuencia, el modelo del régimen soviético (que se extendió a tres continentes) torturó, deportó y asesinó a millones de seres para imponer su utopía. Ejerció una propaganda obscena para defender lo indefendible. Esa propaganda fue exitosa porque mantenía la llama de la ilusión. Las ganas de creer son más fuertes que los sentidos y que la razón. Mentes lúcidas prefirieron la ceguera para no derrumbar sus fantasías. Pocos –Pablo Neruda entre esos pocos- confesó amargado antes de morir: "Me equivoqué". Howard Fast escribió su lamento en El dios caído. Muchos fanáticos creyentes en ese socialismo decidieron suicidarse al comprender su error, que era intolerable.
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Visité la Unión Soviética en 1984, un año antes de que asumiera Gorbachov, invitado por el Instituto de Ciencias. Fui como un latinoamericano deseoso de penetrar en sus meandros, que me esforzaba por imaginar maravillosos en base a mis lecturas marxistas –tan de moda en los 60 y 70- y la simpatía que por ellos manifestaba gran parte de los intelectuales. Además, era un sistema que ya había adoptado un tercio de la humanidad en varios países de Europa, Asia, Africa y uno de América latina: Cuba, dedicada a exportar guerrilleros. La URSS se presentaba como un sistema alternativo que construía el hombre nuevo, más digno y altruísta. Pero allí tropecé con los ubicuos ojos de los espías a toda hora y en todo lugar, la pobreza generalizada, la mediocridad, la resignación, el miedo, el fracaso. Tuve la oportunidad de alojarme en un hotel destinado a miembros de la Nomenklatura y su confort me produjo náuseas. Pude enterarme de los beneficios que recibía el funcionario obsecuente y el precipicio que esperaba al jerarca más encumbrado si se atrevía a desobedecer. El sistema era férreo, concebido por Lucifer. La decepción me estrujó las entrañas.
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Su modelo de persecusión, arbitrariedad y propaganda había sido adoptado por Mussolini, inspirado en Lenin, Trotsky y Stalin. No olvidemos que Mussolini había sido socialista marxista. El mismo modelo fue también adquirido por el nazismo, que es un nacionalismo socialista (¡socialista!); hubo una época en que se habló de nazi-bolchevismo. Aunque resulte asombroso -porque hemos incorporado la tesis errada de que son sistemas antagónicos-, en sus aguas profundas, el socialismo leninista, el fascismo y el nazismo tienen coincidencias impresionantes, empezando por algo tan evidente como su alergia por la democracia. También coinciden en su fría vocación de despreciar, mentir y matar.
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En 1989 cayó el Muro de Berlín y siguió la implosión soviética, tan sísmica como inesperada. Pero el júbilo de la libertad no pudo administrarse bien. Los que habían sido jerarcas del antiguo régimen –corrompido e inescrupuloso- fueron los primeros en apropiarse de los bienes públicos. Surgieron mafias sanguinarias. El hombre nuevo que se venía construyendo desde hacía setenta años en el país más extenso del mundo no era nuevo, sino peor. El resultado de haber matado más gente que el mismo Hitler para imponer y sostener esa utopía, derivó hacia nuevas inequidades. La Unión Soviética había sido también una ilusión, sólo que más criminal que las combatidas teóricamente por Karl Marx.
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La implosión fue seguida por la independencia de varias de las repúblicas que integraban la caduca URSS. Se liberaron en dominó los países satélites de Europa Central y Oriental, con la excepción de Bielorrusia, que continúa ahogada por una tiranía staliniana. China se convirtió a la economía capitalista, provocando una cronología adversa a la dictada por las Sagradas Escrituras del marxismo. La secuencia esclavitud-feudalismo-capitalismo-socialismo-comunismo (que se parecía una ley de la física) hizo una voltereta, yendo del socialismo leninista-maoísta a un nuevo capitalismo, no al comunismo (por ahora, sin abandonar la dictadura "en nombre de"). En forma análoga se comporta Vietnam. En cambio Corea del Norte y Cuba se obstinan en practicar la asfixia, miseria y aislamiento de sus pueblos. Ahora lo pretende imponer el grupo militar que controla Venezuela, como si las evidencias del fracaso no le alcanzaran para entrar en razón.
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En las siete décadas que duró el Estado soviético hubo varios intentos de endulzar sus dogmas con la democracia. Terminaron mal, pese a las expectativas de multitudes, también en América latina. Ocurrieron en tres países de Europa: Hungría, Polonia y Checoeslovaquia. En los tres se procedió a una represión sangrienta, sin pudor alguno. Se había hablado de socialismo con rostro humano y acuñaron otras expresiones que revelaban al mismo tiempo el anhelo de cambio y su imposibilidad. El marxismo-leninismo, como sistema, no es compatible con la democracia. Instaura la dictadura "en nombre" del proletariado –o del pueblo- y funda una nueva clase privilegiada que nivela para abajo y necrosa. No acepta la democracia porque entonces debería renunciar al poder y los regalos que el poder le derrama.
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Otra experiencia inolvidable fue la de Chile con la Unidad Popular liderada por Salvador Allende. También quiso respetar la democracia, cosa que le resultó cada vez más difícil. Los sectores maximalistas no se sentían cómodos con el respeto a las instituciones. Fidel Castro fue a convencer a los más apurados para que no socavasen el prestigio y la fuerza del Presidente. Pero resultaba imposible armonizar el pluralismo de la democracia, la seguridad jurídica, el respeto por la propiedad privada, la total libertad de expresión y el derecho al disenso con el modelo leninista, donde nada de eso podía sobrevivir. La situación general se deterioró, porque ese socialismo no podía resolver su contradicción básica: dictadura o democracia. El presidente Allende llegó al límite de su resistencia antes del golpe de Estado, porque quería llamar a un plebiscito que le permitiese seguir gobernando o lo mandase a su casa. De no haberse producido el malhadado golpe de Estado, nuevas elecciones habrían permitido superar en calma un gobierno imposible. Y el socialismo marxista-leninista habría tenido otra prueba de su destino infernal.
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Mientras, otros modelos socialistas pudieron ser más exitosos y de veras más humanos. Me refiero a los socialdemócratas. Tuvieron larga duración en los países escandinavos y fueron probados en Francia, Alemania, Gran Bretaña e Italia. Integran un sistema político pluralista, con defensa del estado de derecho y garantías para la propiedad privada. En España el PSOE renunció públicamente al marxismo antes de conquistar el poder, lo cual generó críticas de traición y desencanto. Pero fue una medida sabia, imprescindible. Después solicitó ingresar en la OTAN, criticado también como felonía y sometimiento al imperialismo norteamericano. Más adelante dio otro paso decisivo: incorporarse a la Unión Europea. Este socialismo democrático, basado en un capitalismo moderno, con transparencia competitiva y un Estado sometido a controles, produjo una verdadera revolución progresista. No hubo necesidad de violencias como partera, ni dictaduras "en nombre de", ni cercenamiento de las libertades individuales ni de los dereechos humanos.
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En América latina había ocurrido un fenómeno inédito: la revolución cubana, que en pocos años manifestó la decisión de su liderazgo por someterse al modelo socialista soviético. El romanticismo de la guerrilla y su carácter juvenil la hizo aparecer como una experiencia nueva, maraavillosa. En cierta medida lo fue y desencadenó una arrasadora ilusión. El método guerrillero fue exportado a varios países de América latina y África. Pero sus resultados fueron siempre estériles, además de costosos en vidas y generadores de atraso en la economía, la salud y la educación. La guerrilla sostenida por Cuba produjo movimientos subversivos, expandió la ideología marxista-leninista, desestabilizó frágiles democracias, aumentó la pobreza y justificó la implantación reactiva de dictaduras sanguinarias. El romanticismo inicial generaba entusiasmo por un régimen que pretendía superar al capitalismo en una década y terminó transformado en un mendigo, primero de la asistencia soviética y ahora venezolana. Patético. Como había pasado con el stalinismo, muchos aún prefieren negarse a reconocer las evidencias de su calamidad. La socialdemocracia, en cambio, logró en España o Chile mucho más que Cuba en menos tiempo, sin costo de sangre, ni fusilamientos, ni violación de los derechos humanos, ni torturas ni prisiones.
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Los altos precios del petróleo introdujeron un nuevo factor en América latina: un coronel golpista se ha convertido en el dueño absoluto de Venezuela y en el sostenedor de Cuba y otros gobiernos que desean implantar regímenes autoritarios como Bolivia y Ecuador. Avanza con paso redoblado hacia su eternización en el cargo, la estatización de los medios de producción al caduco estilo soviético, imponer una mordaza al periodismo, aplicar el lavado de cerebro a los estudiantes en todos los niveles y crear una nueva clase privilegiada compuesta por militares y personajes obsecuentes que se enriquecen de manera obscena. En su modelo no existe la perspectiva de formar un hombre nuevo, pese a la propaganda, porque todo se reduce a la acumulación del poder unipersonal –inspirado en Stalin, Mao, Pol Pot y Fidel- gracias a los petrodólares que utiliza como si pertenecieran a su bolsillo hondo como una galaxia. Su narcisismo lo empuja a querer convertirse en el líder de una revolución continental y hasta mundial. Para ello no ha tenido pudor en manifestar su untuosa adherencia con sistemas repugnantes como los de Irán, Bielorrusia y Corea del Norte.
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Cuando un periodista me preguntó por qué fascina Chávez, mi respuesta fue otra pregunta: "¿A quién fascina? ¿fascina a los canadienses? ¿irlandeses? ¿franceses? ¿alemanes? ¿australianos? ¿o sólo a estúpidos como nosotros?" Porque la verdad ya no se puede ocultar ni deformar como en la URSS de Stalin. No es posible considerar válidas las resoluciones de un Congreso en Venezuela donde ahora sólo está representada una fracción de la sociedad. No es sostenible que haya mejorado la seguridad. Tampoco que la escasez proviene de la manipulación y no de la ineficiencia de esta administración narcisita-leninista (Andrés Oppenheimer dixit). Produce carcajadas que un ministro asegure que Venezuela es el país con mayor crecimiento del mundo. La corrupción, en vez de disminuir, ha crecido en forma exponencial. Las fuerzas armadas son sometidas a las nuevas milicias con carga ideológica paleocubana. Los estudiantes indóciles son reprimidos con ferocidad. La gente digna se harta de los insultos que escupe Chávez a los que disienten con sus delirios de un geriátrico. Es evidente que los venezolanos más lúcidos se oponen a una reforma constitucional que pretende violar la Constitución para instalar un régimen absolutista, copia del viejo socialismo real que ha mostrado suficientes síntomas de su cancerígena patología. Ese socialismo, bautizado en forma pomposa como del "siglo XXI", sólo recoge lo peor del XX. Anhela instalar los fraudes, los abusos, la intolerancia, la inequidad y la corrupción que existió en los países más castigados del planeta. Como ya se dice en Venezuela, pareciera que el objetivo es crear un horroroso Zimbawe latinoamericano.
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Este socialismo hasta ahora tiene a Cuba como aliado fundamental (o como inválido que debe transportar en silla de ruedas). Además apoya de modo manifiesto al gobierno de Evo Morales en Bolivia y a Correa en Ecuador. Pero en América latina, por suerte, funcionan otros gobiernos socialistas que no quieren la tiranía, ni el poder unipersonal, ni el pensamiento único, ni la represión de la prensa, ni la imposición por el fraude o por la fuerza. Son los de Chile, Brasil, Uruguay. Y les va mucho mejor. En este conflicto de socialismos, será más costoso para todo el continente el encarnado por Chávez y Cuba. Con su socialismo de museo histórico proseguirán las bribonadas que tanto dolor, muerte y vergüenza generaron en el siglo pasado.
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Para América latina es un tema de fogosa actualidad, como si las experiencias no hubiesen dejado enseñanzas. En un pasado próximo, cuando se quería dar un ejemplo de divisiones interminables, se recurría al modelo de los partidos socialistas, que eran escasos en número pero activos en mitosis. Heredaban de la biología la tendencia a partir sus núcleos y a continuación partir el cuerpo celular. De esa forma invadían el mapa politico con nombres y siglas nuevas, diversas, pero casi todas hilvanadas por el anhelo común de un mundo más equitativo. Desde afuera no siempre era sencillo entender la razón profunda de tanta fragmentación. Se peleaban y odiaban entre ellos, como una familia que no consigue convivir en paz. Quienes más cerca parecían estar, eran los que más rencor se tenían.
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La historia del socialismo es larga y puede remontarse a la antigüedad, cuando filósofos y profetas clamaban por justicia y derechos, en especial de los débiles y desheredados. Sus demandas solían venir atadas a la ética de las religiones monoteístas y no tardaron en volverse fanáticas, con las consecuencias que el extremismo siempre genera. Durante siglos, persecusiones y hogueras demostraron cuán difícil es conseguir equidad entre los seres humanos. Casi siempre el egoísmo derrotaba al altruísmo.
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Hacia fines del siglo XVIII se produjo la revolución americana y 13 años más tarde la francesa, ambas herederas de la revolución industrial inglesa. Las tres usaron los mismo colores, sólo cambiaba la disposición. La americana tuvo la cualidad de afirmarse en los derechos individuales, el mérito, el pluralismo y la tradición liberal inglesa; la francesa también en ellos, pero con los ingredientes del resentimiento. Por eso la revolución americana avanzó hacia una Constitución ejemplar y la francesa cayó en la guillotina implacable. Pero no cumplieron con sus postulados iniciales: la americana retaceó la igualdad de oportunidades a negros y pueblos originarios, lo cual produjo terribles conflictos basados precisamente en el no cumplimiento de la sabia Constitución. La francesa no impuso la libertad, igualdad y fraternidad tan voceadas, sino la opresión maximalista de los jacobinos, nuevas desigualdades en nombre de una falsa igualdad y el genocidio (genocidio en serio, porque anhelaba el exterminio total) de la clase nobiliaria, opositores políticos y sospechosos.
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En Europa continental la revolución no satisfizo las expectativas (terror, guerras napoleónicas, nuevas injusticias) y surgieron entonces los socialismos utópicos, epígonos de las utopías que puntearon siglos anteriores. Se multiplicaron iniciativas, luchas e ideales que ahora suenan ingenuos, pero que generaron en su tiempo una efervescencia considerable. Ninguno pudo imponerse, aunque desparramaron consignas fuertes, teorías atractivas y una potente ilusión.
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En 1848 apareció el Manifiesto Comunista de Marx y Engels como una semilla destinada a convertirse en un frondoso bosque. Rechazaba las utopías y se presentaba como un opción distinta, científica, por completo novedosa. Ejerció desde el comienzo una seducción importante. Reunía las cualidades de una maciza racionalidad junto a una esperanza mesiánica, determinista y fervorosa. Trasladaba a la política el sueño de los profetas y el alfa que avanza hacia el omega del evangelio. Era una teoría que empujaba a la práctica y una práctica respaldada por una excitante teoría.
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Debió enfrentar otras opciones también atractivas como el anarquismo y la balbuceante socialdemocracia. Pero el gran giro en favor de Marx y Engels se produjo cuando en 1917 Lenin desencadenó la revolución bolchevique y estableció el primer Estado socialista del mundo y de la historia. Contradijo la profecía de sus maestros, que anunciaron el amanecer del socialismo verdadero en los regímenes capitalistas maduros, no en un país atrasado y semifeudal como Rusia. Lenin tomó el modelo de la revolución francesa y dispuso genocidar a nobles, burgueses, terratenientes y opositores. Impuso una dictadura que no respetaba derecho individual alguno, sino el de una abstracción llamada "proletariado". Ni siquiera él mismo era un proletario y tampoco la mayoría de sus compañeros. Ejerció la dictadura "en nombre de", lo cual le concedía una dudosa legitimidad. Tan es así que pronto volvió a contradecir al viejo maestro, para quien esa dictadura tenía que ser breve, seguida por la dilución de la perversa maquinaria del Estado. Porque el Estado era considerado un verdugo al servicio de las minorías privilegiadas. Pero esa minoría, en el Estado soviético, ya no eran las demonizadas clases sociales ricas, sino la nueva, llamada Partido único o Nomenklatura o el autócrata que gobernaba como Iván el Terrible, sin límite alguno a sus caprichos y paranoias. El Estado leninista dejó de ser el odiado monstruo que saboteaba la libertad y la igualdad, para convertirse en su publicitada garantía. Por lo tanto, a más Estado, más socialismo. Toda una novedad. Algo que fue imponiéndose en contradicción con las raíces del marxismo. Por eso ahora se asocia marxismo-leninismo con un sistema estatal absolutista y policíaco, dueño de todo ("en nombre" del proletariado o del pueblo). Es la versión que se adoptó en casi todo el mundo, en particular América latina..
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La ilusión de que la expropiación sistemática de los medios de producción, el control absoluto y la planificación en todos los campos de la vida iba a llevar a una rápida victoria económica y política sobre el capitalismo, terminó en catástrofes. En lugar de aumentar las cosechas se produjeron hambrunas, en lugar de asegurar la libertad se cometieron asesinatos masivos, en vez de incrementar el derecho fue instituido el Gulag, en el sitio del hombre nuevo apareció un hombre degradado y sometido. Esa versión del socialismo equivalía a un régimen despótico, cada vez más cruel, intolerante al menor asomo de disidencia o pluralismo, inclusive hasta en el área inaprehensible de la música (¡!). Los textos de Marx, Lenin y Stalin se conviertieron en Sagradas Escrituras, cuyas líneas eran infalibles y contenían respuestas para todas la preguntas, también en América latina, ahora en Cuba y Venezuela. Hasta las interpretaciones debían responder a un lineamiento oficial. El jefe es perfecto, omnisciente y todopoderoso, como Dios. Tertuliano había dicho respecto de los dogmas que creía en ellos porque eran absurdos. El socialismo soviético también fue absurdo, porque había traicionado los principios que decía defender: la libertad, la dignidad de la persona, la igualdad de oportunidades, el creciente bienestar general, la fraternidad, la creatividad. Pero de eso no se habla. Por lo menos no se habla lo suficiente.
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Se impuso por la violencia y se mantuvo gracias a la violencia. La violencia no respeta al prójimo. Al contrario, se creía que era la partera de la historia, aunque procediese con instrumentos primitivos y matase a la criatura. En consecuencia, el modelo del régimen soviético (que se extendió a tres continentes) torturó, deportó y asesinó a millones de seres para imponer su utopía. Ejerció una propaganda obscena para defender lo indefendible. Esa propaganda fue exitosa porque mantenía la llama de la ilusión. Las ganas de creer son más fuertes que los sentidos y que la razón. Mentes lúcidas prefirieron la ceguera para no derrumbar sus fantasías. Pocos –Pablo Neruda entre esos pocos- confesó amargado antes de morir: "Me equivoqué". Howard Fast escribió su lamento en El dios caído. Muchos fanáticos creyentes en ese socialismo decidieron suicidarse al comprender su error, que era intolerable.
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Visité la Unión Soviética en 1984, un año antes de que asumiera Gorbachov, invitado por el Instituto de Ciencias. Fui como un latinoamericano deseoso de penetrar en sus meandros, que me esforzaba por imaginar maravillosos en base a mis lecturas marxistas –tan de moda en los 60 y 70- y la simpatía que por ellos manifestaba gran parte de los intelectuales. Además, era un sistema que ya había adoptado un tercio de la humanidad en varios países de Europa, Asia, Africa y uno de América latina: Cuba, dedicada a exportar guerrilleros. La URSS se presentaba como un sistema alternativo que construía el hombre nuevo, más digno y altruísta. Pero allí tropecé con los ubicuos ojos de los espías a toda hora y en todo lugar, la pobreza generalizada, la mediocridad, la resignación, el miedo, el fracaso. Tuve la oportunidad de alojarme en un hotel destinado a miembros de la Nomenklatura y su confort me produjo náuseas. Pude enterarme de los beneficios que recibía el funcionario obsecuente y el precipicio que esperaba al jerarca más encumbrado si se atrevía a desobedecer. El sistema era férreo, concebido por Lucifer. La decepción me estrujó las entrañas.
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Su modelo de persecusión, arbitrariedad y propaganda había sido adoptado por Mussolini, inspirado en Lenin, Trotsky y Stalin. No olvidemos que Mussolini había sido socialista marxista. El mismo modelo fue también adquirido por el nazismo, que es un nacionalismo socialista (¡socialista!); hubo una época en que se habló de nazi-bolchevismo. Aunque resulte asombroso -porque hemos incorporado la tesis errada de que son sistemas antagónicos-, en sus aguas profundas, el socialismo leninista, el fascismo y el nazismo tienen coincidencias impresionantes, empezando por algo tan evidente como su alergia por la democracia. También coinciden en su fría vocación de despreciar, mentir y matar.
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En 1989 cayó el Muro de Berlín y siguió la implosión soviética, tan sísmica como inesperada. Pero el júbilo de la libertad no pudo administrarse bien. Los que habían sido jerarcas del antiguo régimen –corrompido e inescrupuloso- fueron los primeros en apropiarse de los bienes públicos. Surgieron mafias sanguinarias. El hombre nuevo que se venía construyendo desde hacía setenta años en el país más extenso del mundo no era nuevo, sino peor. El resultado de haber matado más gente que el mismo Hitler para imponer y sostener esa utopía, derivó hacia nuevas inequidades. La Unión Soviética había sido también una ilusión, sólo que más criminal que las combatidas teóricamente por Karl Marx.
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La implosión fue seguida por la independencia de varias de las repúblicas que integraban la caduca URSS. Se liberaron en dominó los países satélites de Europa Central y Oriental, con la excepción de Bielorrusia, que continúa ahogada por una tiranía staliniana. China se convirtió a la economía capitalista, provocando una cronología adversa a la dictada por las Sagradas Escrituras del marxismo. La secuencia esclavitud-feudalismo-capitalismo-socialismo-comunismo (que se parecía una ley de la física) hizo una voltereta, yendo del socialismo leninista-maoísta a un nuevo capitalismo, no al comunismo (por ahora, sin abandonar la dictadura "en nombre de"). En forma análoga se comporta Vietnam. En cambio Corea del Norte y Cuba se obstinan en practicar la asfixia, miseria y aislamiento de sus pueblos. Ahora lo pretende imponer el grupo militar que controla Venezuela, como si las evidencias del fracaso no le alcanzaran para entrar en razón.
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En las siete décadas que duró el Estado soviético hubo varios intentos de endulzar sus dogmas con la democracia. Terminaron mal, pese a las expectativas de multitudes, también en América latina. Ocurrieron en tres países de Europa: Hungría, Polonia y Checoeslovaquia. En los tres se procedió a una represión sangrienta, sin pudor alguno. Se había hablado de socialismo con rostro humano y acuñaron otras expresiones que revelaban al mismo tiempo el anhelo de cambio y su imposibilidad. El marxismo-leninismo, como sistema, no es compatible con la democracia. Instaura la dictadura "en nombre" del proletariado –o del pueblo- y funda una nueva clase privilegiada que nivela para abajo y necrosa. No acepta la democracia porque entonces debería renunciar al poder y los regalos que el poder le derrama.
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Otra experiencia inolvidable fue la de Chile con la Unidad Popular liderada por Salvador Allende. También quiso respetar la democracia, cosa que le resultó cada vez más difícil. Los sectores maximalistas no se sentían cómodos con el respeto a las instituciones. Fidel Castro fue a convencer a los más apurados para que no socavasen el prestigio y la fuerza del Presidente. Pero resultaba imposible armonizar el pluralismo de la democracia, la seguridad jurídica, el respeto por la propiedad privada, la total libertad de expresión y el derecho al disenso con el modelo leninista, donde nada de eso podía sobrevivir. La situación general se deterioró, porque ese socialismo no podía resolver su contradicción básica: dictadura o democracia. El presidente Allende llegó al límite de su resistencia antes del golpe de Estado, porque quería llamar a un plebiscito que le permitiese seguir gobernando o lo mandase a su casa. De no haberse producido el malhadado golpe de Estado, nuevas elecciones habrían permitido superar en calma un gobierno imposible. Y el socialismo marxista-leninista habría tenido otra prueba de su destino infernal.
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Mientras, otros modelos socialistas pudieron ser más exitosos y de veras más humanos. Me refiero a los socialdemócratas. Tuvieron larga duración en los países escandinavos y fueron probados en Francia, Alemania, Gran Bretaña e Italia. Integran un sistema político pluralista, con defensa del estado de derecho y garantías para la propiedad privada. En España el PSOE renunció públicamente al marxismo antes de conquistar el poder, lo cual generó críticas de traición y desencanto. Pero fue una medida sabia, imprescindible. Después solicitó ingresar en la OTAN, criticado también como felonía y sometimiento al imperialismo norteamericano. Más adelante dio otro paso decisivo: incorporarse a la Unión Europea. Este socialismo democrático, basado en un capitalismo moderno, con transparencia competitiva y un Estado sometido a controles, produjo una verdadera revolución progresista. No hubo necesidad de violencias como partera, ni dictaduras "en nombre de", ni cercenamiento de las libertades individuales ni de los dereechos humanos.
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En América latina había ocurrido un fenómeno inédito: la revolución cubana, que en pocos años manifestó la decisión de su liderazgo por someterse al modelo socialista soviético. El romanticismo de la guerrilla y su carácter juvenil la hizo aparecer como una experiencia nueva, maraavillosa. En cierta medida lo fue y desencadenó una arrasadora ilusión. El método guerrillero fue exportado a varios países de América latina y África. Pero sus resultados fueron siempre estériles, además de costosos en vidas y generadores de atraso en la economía, la salud y la educación. La guerrilla sostenida por Cuba produjo movimientos subversivos, expandió la ideología marxista-leninista, desestabilizó frágiles democracias, aumentó la pobreza y justificó la implantación reactiva de dictaduras sanguinarias. El romanticismo inicial generaba entusiasmo por un régimen que pretendía superar al capitalismo en una década y terminó transformado en un mendigo, primero de la asistencia soviética y ahora venezolana. Patético. Como había pasado con el stalinismo, muchos aún prefieren negarse a reconocer las evidencias de su calamidad. La socialdemocracia, en cambio, logró en España o Chile mucho más que Cuba en menos tiempo, sin costo de sangre, ni fusilamientos, ni violación de los derechos humanos, ni torturas ni prisiones.
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Los altos precios del petróleo introdujeron un nuevo factor en América latina: un coronel golpista se ha convertido en el dueño absoluto de Venezuela y en el sostenedor de Cuba y otros gobiernos que desean implantar regímenes autoritarios como Bolivia y Ecuador. Avanza con paso redoblado hacia su eternización en el cargo, la estatización de los medios de producción al caduco estilo soviético, imponer una mordaza al periodismo, aplicar el lavado de cerebro a los estudiantes en todos los niveles y crear una nueva clase privilegiada compuesta por militares y personajes obsecuentes que se enriquecen de manera obscena. En su modelo no existe la perspectiva de formar un hombre nuevo, pese a la propaganda, porque todo se reduce a la acumulación del poder unipersonal –inspirado en Stalin, Mao, Pol Pot y Fidel- gracias a los petrodólares que utiliza como si pertenecieran a su bolsillo hondo como una galaxia. Su narcisismo lo empuja a querer convertirse en el líder de una revolución continental y hasta mundial. Para ello no ha tenido pudor en manifestar su untuosa adherencia con sistemas repugnantes como los de Irán, Bielorrusia y Corea del Norte.
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Cuando un periodista me preguntó por qué fascina Chávez, mi respuesta fue otra pregunta: "¿A quién fascina? ¿fascina a los canadienses? ¿irlandeses? ¿franceses? ¿alemanes? ¿australianos? ¿o sólo a estúpidos como nosotros?" Porque la verdad ya no se puede ocultar ni deformar como en la URSS de Stalin. No es posible considerar válidas las resoluciones de un Congreso en Venezuela donde ahora sólo está representada una fracción de la sociedad. No es sostenible que haya mejorado la seguridad. Tampoco que la escasez proviene de la manipulación y no de la ineficiencia de esta administración narcisita-leninista (Andrés Oppenheimer dixit). Produce carcajadas que un ministro asegure que Venezuela es el país con mayor crecimiento del mundo. La corrupción, en vez de disminuir, ha crecido en forma exponencial. Las fuerzas armadas son sometidas a las nuevas milicias con carga ideológica paleocubana. Los estudiantes indóciles son reprimidos con ferocidad. La gente digna se harta de los insultos que escupe Chávez a los que disienten con sus delirios de un geriátrico. Es evidente que los venezolanos más lúcidos se oponen a una reforma constitucional que pretende violar la Constitución para instalar un régimen absolutista, copia del viejo socialismo real que ha mostrado suficientes síntomas de su cancerígena patología. Ese socialismo, bautizado en forma pomposa como del "siglo XXI", sólo recoge lo peor del XX. Anhela instalar los fraudes, los abusos, la intolerancia, la inequidad y la corrupción que existió en los países más castigados del planeta. Como ya se dice en Venezuela, pareciera que el objetivo es crear un horroroso Zimbawe latinoamericano.
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Este socialismo hasta ahora tiene a Cuba como aliado fundamental (o como inválido que debe transportar en silla de ruedas). Además apoya de modo manifiesto al gobierno de Evo Morales en Bolivia y a Correa en Ecuador. Pero en América latina, por suerte, funcionan otros gobiernos socialistas que no quieren la tiranía, ni el poder unipersonal, ni el pensamiento único, ni la represión de la prensa, ni la imposición por el fraude o por la fuerza. Son los de Chile, Brasil, Uruguay. Y les va mucho mejor. En este conflicto de socialismos, será más costoso para todo el continente el encarnado por Chávez y Cuba. Con su socialismo de museo histórico proseguirán las bribonadas que tanto dolor, muerte y vergüenza generaron en el siglo pasado.
Este artículo fue publicado originalmente por Revista Noticias, de Buenos Aires, Argentina
Muy buena nota.
ResponderBorrarte dejamos un gran abrazo Republicano
Viva la Patria y la Republica.