Por Sergio Bergman
Para La Nación
Nos encontramos ante un nuevo desafío: migrar de lo patológico a lo político y de lo político a lo cívico para poder aprender de estos cien días de "re-tensiones". Lo patológico -término aplicado a nuestra realidad política por el maestro y amigo Santiago Kovadlof- es el punto de partida para intentar comprender, aun sin poder explicar, cómo es posible sabotearnos sin razón, en una crisis que nos buscamos solos.
La patología de los oscuros laberintos de la psiquis humana se encara en un marco terapéutico, no en un análisis sociológico o político. Es cierto que a una república no se la puede derivar a tratamiento cuando padece trastornos patológicos de la estructura de su personalidad institucional. Pero es lícita la analogía de asumir que patológico es cuando la responsabilidad de una nación se reduce, del equilibrio de poderes y funciones de mutuo control, tal como establece la Constitución, al destino de todos determinado por la personalidad de uno.
Más aun cuando ese uno en realidad son dos. No por personalidad desdoblada, sino cuando, para un solo cargo y para la misma función, son dos personas que se hacen una en diferentes contextos y según la ocasión. Se trata de asumir que a través de la sociedad conyugal se ha consolidado una reelección.
Nada para criticar en cuanto a la legalidad, pero en cuanto a la legitimidad toda para observar, recordar y rectificar a la hora de votar. Ya aprendimos que, aun estando habilitada la sucesión consecutiva y eterna en un matrimonio presidencial, se asume la evidencia de que eludir el vencimiento de los mandatos es contrario al espíritu constitucional. Todos observan y quedan perplejos al confundirse quién es quién y preguntarse si el que ejerce el poder es el que la mayoría votó, o bien quien se suponía que, sin elegirlo asumiría -o nunca abandonaría- el verdadero control.
La Argentina está enferma hoy de una patología del poder que es autocracia para gobernar y democracia para elegir. Autocracia, termino que también propone el amigo Pepe Eliaschev, es todo lo contrario a democracia, pero no en referencia a cómo se elige al representante, sino cómo se gobierna para asumir la totalidad del poder.
Por ello, cuando se cuestiona la autocracia, nos responden que se pretende golpear, desestabilizar y anular la democracia. Así, nuestra patología como nación es que, bajo la forma legitima de elecciones democráticas, se vota por mayoría a quien gobierna, pero, una vez que asume el poder, lo retiene y concentra. Así, la autocracia determina las políticas del Estado desde un totalitarismo sofisticado, que mantiene las formas e instituciones republicanas vaciadas de todo poder para ejercer lo que establece la Constitución, concentrado de forma discrecional en un Ejecutivo que abusa de la legalidad de necesidad y urgencia, al abortar con sus superpoderes toda legitimidad constitucional.
El ejercicio del poder queda centrado en la persona que, aislada en sí misma, se alimenta de la propia visión, potenciando ya no a la nación, sino la noción de que todos dependemos de uno -que en realidad son dos- donde ya no suma, sino que resta toda posibilidad de dialogo que no será otra cosa que monólogos en intermitencia. Las instituciones quedan canceladas por un personalismo de autorreferencia. La vida política queda, entonces, reducida al comentario editorial, que es interpretación de la personalidad en la que aparecen voceros que ya no hacen oposición, sino descripción de la patología de una sociedad que, habiendo recuperado la democracia, se somete al unicato sin objeción.
El carácter de la personalidad será, en este contexto, la variable determinante a partir de la cual se va a redimir o a suicidar no sólo el propio ego, sino el destino común de todos los habitantes de la Nación, que una vez más, como tanto nos gusta a los argentinos, somos espectadores en lugar de protagonistas del espectáculo lamentable al que transformamos la política.
Patológico también es estar siempre enojado y gritarles a los demás, muchas veces, porque uno mismo no quiere escuchar. También lo es volver compulsivamente siempre al pasado, ya no para recordar y hacer memoria, sino para manipularla en beneficio de la propia historia de la que uno se apropia cuando la quiere editar.
Patológico es el uso y abuso de la memoria, como si fuera sólo un viaje de vuelta, al llevar a todos al pasado para confrontar hoy nuevamente aquello que no se debe olvidar, pero que no existe en el presente, salvo en la retórica que es funcional. Por el contrario, todos los que hacen sana memoria saben que el viaje es de ida y vuelta, para retomar el sentido de futuro, para superar lo acontecido, para no quedar atrapados siempre en el pasado, que no está pisado sino aprendiendo para no repetirlo, pero para lograr que sea definitivamente pasado superado con el fin de poder avanzar.
Político es, a diferencia de lo patológico, una ciencia y una conciencia, que no se centra en la estructura de la personalidad ni en los desvíos institucionales desdoblados entre lo que se dice y lo que se hace.
Política es la acción cultural de ser humanos civilizados que fijamos reglas de juego claras, pactadas en la ley, y que, más allá de las razones de cada parte, no se cae en la barbarie de cumplir las reglas cuando conviene y vulnerarlas cuando el que tiene la fuerza las quiere imponer. Condiciones que la política ofrece en el marco de la ley, tanto de forma y de espíritu, para acceder, ejercer, controlar y suceder un poder que, lejos de ser absoluto, es una función para implementar en lo concreto, un proyecto que trasciende a las personas e instituciones que lo gestionan.
Así, en nuestra Nación, el sistema político es una democracia para elegir a nuestros representantes y una república para que nos gobiernen. Si bien la Constitución habilita un estilo presidencialista, no anula ni subordina al absoluto de su persona los poderes autónomos y de recíproca regulación del orden ejecutivo, legislativo y judicial.
Una república representativa federal es un sistema político al que nos debemos y cuyos contenidos políticos lo determinan los partidos, en el que los ciudadanos se enrolan para acceder a los papeles de representación, pero desde los cuales no podrán hacer lo que quieren, sino lo que deben, ya que el gobierno no les pertenece, sino que pertenece siempre al pueblo, a partir del principio fijado en la Constitución, que determina que el pueblo no delibera ni gobierna, sino a través de sus representantes.
Nos encontramos, entonces, en una crisis política de representación, en la medida en que los ciudadanos, alienados de la política, se alejan y distancian de ella, y en lugar de cultivarla y practicarla advierten a todos "no te metás", para debilitar así el sistema, que puede ser fácilmente vulnerado por las corporaciones o los personalismos, que someten al sistema a su voluntad en lugar de someter su voluntad al sistema.
Hasta que no se asuma que reivindicar la política está por encima de reivindicar a los políticos, y que podemos criticarlos a ellos, en la medida en que asumamos y reparemos también nuestra hipocresía ciudadana cuando aceptemos que todos debemos participar, para fortalecer desde cualquier partido al sistema que, por encima de los dirigentes, dé las garantías de afirmar tanto la democracia como la república.
La dimensión cívica es, entonces, la última, que en definitiva es la primera. Desde la conciencia cívica es desde donde se podrá acudir a las nuevas generaciones que, ya nacidas en democracia, no se asustan de las arengas del pasado, y que, habiendo aprendido la lección, nacen tan libres como responsables para participar en la política. Una dimensión cívica en la que, quienes se asoman primero como espectadores privilegiados, tanto de nuestra patología como de nuestra crisis política, pueden asumir la gran oportunidad de ejercer en democracia la reconstrucción de la república.
Cumplimos veinticinco años custodiando como pueblo un logro de todos -que no puede atribuirse ningún gobierno ni partido- que es la democracia como pacto sagrado que los argentinos no pretendemos vulnerar. A pesar de intimidarnos acusando a quienes piensan distinto de desestabilización destituyente, afirmemos pacífica y ejemplarmente los ánimos de las ánimas jóvenes, para que encuentren nuevas opciones de consolidar tanto la democracia como la república, e instituir una ciudadanía que ejerce no sólo derechos, sino que toma responsabilidad, al cumplir con las obligaciones.
De esta forma, no estaremos condenados al refritado permanente de más de lo mismo, o a una regresión compulsiva al discurso del pasado para confrontar en lugar de enfrentar, sabiendo que necesitamos nuevas formas, nuevos contenidos y renovadas utopías para que el condominio al que reducimos al país vuelva con actores protagónicos de espiritualidad cívica a ser la nación que afirma nuestra Constitución.
Fuente: http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1025867#lectores
Para La Nación
Nos encontramos ante un nuevo desafío: migrar de lo patológico a lo político y de lo político a lo cívico para poder aprender de estos cien días de "re-tensiones". Lo patológico -término aplicado a nuestra realidad política por el maestro y amigo Santiago Kovadlof- es el punto de partida para intentar comprender, aun sin poder explicar, cómo es posible sabotearnos sin razón, en una crisis que nos buscamos solos.
La patología de los oscuros laberintos de la psiquis humana se encara en un marco terapéutico, no en un análisis sociológico o político. Es cierto que a una república no se la puede derivar a tratamiento cuando padece trastornos patológicos de la estructura de su personalidad institucional. Pero es lícita la analogía de asumir que patológico es cuando la responsabilidad de una nación se reduce, del equilibrio de poderes y funciones de mutuo control, tal como establece la Constitución, al destino de todos determinado por la personalidad de uno.
Más aun cuando ese uno en realidad son dos. No por personalidad desdoblada, sino cuando, para un solo cargo y para la misma función, son dos personas que se hacen una en diferentes contextos y según la ocasión. Se trata de asumir que a través de la sociedad conyugal se ha consolidado una reelección.
Nada para criticar en cuanto a la legalidad, pero en cuanto a la legitimidad toda para observar, recordar y rectificar a la hora de votar. Ya aprendimos que, aun estando habilitada la sucesión consecutiva y eterna en un matrimonio presidencial, se asume la evidencia de que eludir el vencimiento de los mandatos es contrario al espíritu constitucional. Todos observan y quedan perplejos al confundirse quién es quién y preguntarse si el que ejerce el poder es el que la mayoría votó, o bien quien se suponía que, sin elegirlo asumiría -o nunca abandonaría- el verdadero control.
La Argentina está enferma hoy de una patología del poder que es autocracia para gobernar y democracia para elegir. Autocracia, termino que también propone el amigo Pepe Eliaschev, es todo lo contrario a democracia, pero no en referencia a cómo se elige al representante, sino cómo se gobierna para asumir la totalidad del poder.
Por ello, cuando se cuestiona la autocracia, nos responden que se pretende golpear, desestabilizar y anular la democracia. Así, nuestra patología como nación es que, bajo la forma legitima de elecciones democráticas, se vota por mayoría a quien gobierna, pero, una vez que asume el poder, lo retiene y concentra. Así, la autocracia determina las políticas del Estado desde un totalitarismo sofisticado, que mantiene las formas e instituciones republicanas vaciadas de todo poder para ejercer lo que establece la Constitución, concentrado de forma discrecional en un Ejecutivo que abusa de la legalidad de necesidad y urgencia, al abortar con sus superpoderes toda legitimidad constitucional.
El ejercicio del poder queda centrado en la persona que, aislada en sí misma, se alimenta de la propia visión, potenciando ya no a la nación, sino la noción de que todos dependemos de uno -que en realidad son dos- donde ya no suma, sino que resta toda posibilidad de dialogo que no será otra cosa que monólogos en intermitencia. Las instituciones quedan canceladas por un personalismo de autorreferencia. La vida política queda, entonces, reducida al comentario editorial, que es interpretación de la personalidad en la que aparecen voceros que ya no hacen oposición, sino descripción de la patología de una sociedad que, habiendo recuperado la democracia, se somete al unicato sin objeción.
El carácter de la personalidad será, en este contexto, la variable determinante a partir de la cual se va a redimir o a suicidar no sólo el propio ego, sino el destino común de todos los habitantes de la Nación, que una vez más, como tanto nos gusta a los argentinos, somos espectadores en lugar de protagonistas del espectáculo lamentable al que transformamos la política.
Patológico también es estar siempre enojado y gritarles a los demás, muchas veces, porque uno mismo no quiere escuchar. También lo es volver compulsivamente siempre al pasado, ya no para recordar y hacer memoria, sino para manipularla en beneficio de la propia historia de la que uno se apropia cuando la quiere editar.
Patológico es el uso y abuso de la memoria, como si fuera sólo un viaje de vuelta, al llevar a todos al pasado para confrontar hoy nuevamente aquello que no se debe olvidar, pero que no existe en el presente, salvo en la retórica que es funcional. Por el contrario, todos los que hacen sana memoria saben que el viaje es de ida y vuelta, para retomar el sentido de futuro, para superar lo acontecido, para no quedar atrapados siempre en el pasado, que no está pisado sino aprendiendo para no repetirlo, pero para lograr que sea definitivamente pasado superado con el fin de poder avanzar.
Político es, a diferencia de lo patológico, una ciencia y una conciencia, que no se centra en la estructura de la personalidad ni en los desvíos institucionales desdoblados entre lo que se dice y lo que se hace.
Política es la acción cultural de ser humanos civilizados que fijamos reglas de juego claras, pactadas en la ley, y que, más allá de las razones de cada parte, no se cae en la barbarie de cumplir las reglas cuando conviene y vulnerarlas cuando el que tiene la fuerza las quiere imponer. Condiciones que la política ofrece en el marco de la ley, tanto de forma y de espíritu, para acceder, ejercer, controlar y suceder un poder que, lejos de ser absoluto, es una función para implementar en lo concreto, un proyecto que trasciende a las personas e instituciones que lo gestionan.
Así, en nuestra Nación, el sistema político es una democracia para elegir a nuestros representantes y una república para que nos gobiernen. Si bien la Constitución habilita un estilo presidencialista, no anula ni subordina al absoluto de su persona los poderes autónomos y de recíproca regulación del orden ejecutivo, legislativo y judicial.
Una república representativa federal es un sistema político al que nos debemos y cuyos contenidos políticos lo determinan los partidos, en el que los ciudadanos se enrolan para acceder a los papeles de representación, pero desde los cuales no podrán hacer lo que quieren, sino lo que deben, ya que el gobierno no les pertenece, sino que pertenece siempre al pueblo, a partir del principio fijado en la Constitución, que determina que el pueblo no delibera ni gobierna, sino a través de sus representantes.
Nos encontramos, entonces, en una crisis política de representación, en la medida en que los ciudadanos, alienados de la política, se alejan y distancian de ella, y en lugar de cultivarla y practicarla advierten a todos "no te metás", para debilitar así el sistema, que puede ser fácilmente vulnerado por las corporaciones o los personalismos, que someten al sistema a su voluntad en lugar de someter su voluntad al sistema.
Hasta que no se asuma que reivindicar la política está por encima de reivindicar a los políticos, y que podemos criticarlos a ellos, en la medida en que asumamos y reparemos también nuestra hipocresía ciudadana cuando aceptemos que todos debemos participar, para fortalecer desde cualquier partido al sistema que, por encima de los dirigentes, dé las garantías de afirmar tanto la democracia como la república.
La dimensión cívica es, entonces, la última, que en definitiva es la primera. Desde la conciencia cívica es desde donde se podrá acudir a las nuevas generaciones que, ya nacidas en democracia, no se asustan de las arengas del pasado, y que, habiendo aprendido la lección, nacen tan libres como responsables para participar en la política. Una dimensión cívica en la que, quienes se asoman primero como espectadores privilegiados, tanto de nuestra patología como de nuestra crisis política, pueden asumir la gran oportunidad de ejercer en democracia la reconstrucción de la república.
Cumplimos veinticinco años custodiando como pueblo un logro de todos -que no puede atribuirse ningún gobierno ni partido- que es la democracia como pacto sagrado que los argentinos no pretendemos vulnerar. A pesar de intimidarnos acusando a quienes piensan distinto de desestabilización destituyente, afirmemos pacífica y ejemplarmente los ánimos de las ánimas jóvenes, para que encuentren nuevas opciones de consolidar tanto la democracia como la república, e instituir una ciudadanía que ejerce no sólo derechos, sino que toma responsabilidad, al cumplir con las obligaciones.
De esta forma, no estaremos condenados al refritado permanente de más de lo mismo, o a una regresión compulsiva al discurso del pasado para confrontar en lugar de enfrentar, sabiendo que necesitamos nuevas formas, nuevos contenidos y renovadas utopías para que el condominio al que reducimos al país vuelva con actores protagónicos de espiritualidad cívica a ser la nación que afirma nuestra Constitución.
Fuente: http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1025867#lectores
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