Falta algo más de una semana para que las elecciones presidenciales se lleven a cabo. Con gravísimo error, muchos opositores al gobierno se pasaron cuatro años y fracción alegando que “este no es un gobierno peronista”.
Actualmente ya no se canta con la insistencia de otrora la “marchita” insolente ni se exhiben en los actos los cartelones con la foto del difunto tirano y la “jefa espiritual de la Nación”.
Pero sendas ausencias ornamentales no implican en modo alguno la desaparición del movimiento peronista, sino un mera mutación formal y protocolar.
La inmensa y compleja estructura peronista (compuesta por la infausta corporación sindical, punteros distritales, matones barriales, dirigentes vitalicios, concejales, intendentes y gobernadores) pervive intacta con la misma metodología, la misma ideología (supuesto que el peronismo tenga una) y con los mismos apellidos.
Hay algo peor todavía: también se conserva indemne el numeroso caudal de votantes peronistas.
Como el voto peronista es mayoría (o primera minoría) en el país (así nos va), por ende será mayoría el voto que irá dirigido a la ex menemista Cristina Kirchner. Para mal de males, el voto opositor irá fragmentado y por ende, la paliza electoral probablemente sea mayúscula.
El peronismo ama a los pobres y amándolos los multiplica. El peronismo vive de la pobreza (no sólo material sino cultural) de sus adherentes. A estos últimos los usa, los adula, los ensalza, los embauca y sin que éstos lo perciban, los denigra. Sea que sus verdugos se presenten bajo la sigla PJ, Frejuli, Frejufe, Frejupo o Frente para la Victoria.
Los especialistas en sondeos de opinión, sin disparidad de criterios marcan que el régimen ganará con el tradicional voto peronista. O sea, las chances de la heredera dinástica crecen en las zonas afectadas por la miseria tanto en los cordones bonaerenses como en el interior del país. En sentido contrario, sus guarismos bajan en los sectores urbanos, y en las clases medias y altas.
Nada le hace perder votos al peronismo. Ni los numerosos escándalos de corrupción, ni los atropellos morales, ni las violaciones institucionales y lo que es más doloroso, ni siquiera le hace perder caudal electoral el hecho de que sus votantes (mayormente de sectores necesitados) jamás mejoren su calidad de vida.
Efectivamente, tal como lo decía H.L. Mencken, el demagogo es “aquel que predica doctrinas que sabe falsas a hombres que sabe que son idiotas”. Mutatis mutandis, el gobernante peronista es aquel que despilfarra dineros que sabe ajenos en nombre de aquellos a quienes se los expropia (y para colmo entre aplausos de foca de las propias víctimas).
Pero hay algo más alarmante todavía. Y es que muchos personajes provenientes de círculos culturalmente más avanzados, vistiendo saco y corbata, defienden al régimen y militan para él a cambio de alcanzar o conservar un puestisto en alguna secretaría, asesoría, dependencia pública, o de cualesquiera que sean las innumerables formas de vivir parasitariamente del Estado, siempre a costa de los contribuyentes obviamente. El clientelismo no sólo compra las voluntades de los necesitados, sino también de los universitarios sin moral ni dignidad.
Como si este mal omnipresente llamado peronismo no bastara para perturbar la salus pópuli, el grueso de la gente no habla de las elecciones. La apatía prevalece. Ninguno de los numerosos y rimbombantes escándalos que pesan sobre el régimen logran despertar la sana reacción cívica. No hay clima electoral, ni en los medios, ni en las calles, ni en los subtes, ni en el bar. Decía Víctor Hugo que “entre un gobernante que hace el mal y un pueblo que lo conciente, hay cierta solidaridad vergonzosa”
¿Llegará Cristina al 40%?, eso es todo. Es el único misterio y el único tema que despierta alguna cuota de curiosidad en los ambientes más politizados. Con acierto, Vicente Massot suele decir que “somos un pueblo manso”.
Pero ante el peligro grave e inminente de que el matrimonio gobernante prosiga practicando sus felonías por cuatro años más, la mansedumbre deja de ser una característica sociológica, y se convierte en un pecado grave.
Hay algo peor que padecer la peste: acostumbrarse a ella.
Podría considerarse, estimado amigo lector, que la presente epístola está cargada de pesimismo. Y quizás sea cierto, pero como decía ese genial escritor Jorge Luís Borges (que fuera perseguido por el peronismo) “un pesimista es un optimista que ve la realidad”.
Todo indica, salvo imponderables, que ganará el peronismo. Y ganando el peronismo, perdemos todos, y dentro de esa pérdida, suelen ser los más perjudicados el grueso de los votantes peronistas.
* Nicolás Márquez es abogado, autor de los libros La Otra Parte de la Verdad y La Mentira Oficial.
Fuente: Nicolas-marquez.com.ar
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