enero 03, 2008

Elegir al nuevo emperador


El imperio supone una suma de muchas victorias, de muchos éxitos. La cuestión es simple, las victorias construyen imperios, los fracasos no.

Mañana comienza el proceso de elección de un nuevo presidente en los Estados Unidos. Ese gran imperio. Un proceso que se prolongará hasta el 3 de enero del 2009 cuando el Congreso de los Estados Unidos apruebe el escrutinio de los grandes electores. El proceso electoral comienza con la elección de delegados a las respectivas convenciones partidarias. Todos los delegados a estas convenciones serán electos antes de julio próximo, y en el mes de agosto se celebrarán las convenciones que nominarán candidatos a presidente y vicepresidente de los Estados Unidos. El proceso sigue luego, cuando el primer martes después del primer lunes de noviembre, todo los ciudadanos eligen los grandes electores o compromisarios que designarán al nuevo presidente y vicepresidente. Estos grandes electores se reúnen el primer lunes después del segundo miércoles de diciembre, en las capitales de sus respectivos estados, y proceden a votar por dos personas para presidente y vicepresidente. El total de grandes electores es de 538, y son necesarios al menos 270 votos para que una persona sea elegida. Si no hubiese esa mayoría decide el Congreso en la primera sesión que realice. La Cámara de Representantes votando por estados, y contando sólo un voto por estado, cualquiera sea el número de representantes, vota por el presidente de Estados Unidos entre los tres candidatos más votados por los grandes electores. Son necesarios 26 votos de estados para ser elegido. Por otro lado, el Senado elige al vicepresidente entre los dos candidatos más votados por los grandes electores, por mayoría absoluta del total de miembros del Senado, que en este caso son 51. Esta última instancia sólo se realiza cuando el los candidatos a vicepresidentes no han alcanzado el mínimo de votos de los grandes electores que son 270.

El proceso político de los Estados Unidos se ha mantenido fuerte y sólido. Ninguna crisis, o guerra ha alterado el funcionamiento de la constitución de 1787, ni ha impedido o postergado la realización de una elección. Ni la guerra de secesión pudo impedir la realización de elecciones. En efecto las 27 enmiendas que se le han añadido al texto original de la constitución de 1787, no han reformado la constitución original, sino que la han desarrollado.

Como describen Guy Sorman en un artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires, y reproducido más abajo, las diferencias que puedan existir entre los diferentes candidatos son menos que más. Prevalece, perdura en los Estados Unidos un conservadorismo en cuestiones cívicas. Los candidatos pueden disentir entre sí sobre diferentes temas, pero en lo único en que todos son idénticos, es que deben ser practicantes de una religión. Los ateos están muy lejos de ser los preferidos del pueblo de los Estados Unidos.

El dólar, Irak, la seguridad social, el colapso del crédito inmobiliario, el cambio climático, Irán... Nada de esto –que, visto desde afuera, parece constituir una especie de crisis norteamericana– decidirá las próximas elecciones presidenciales en los Estados Unidos. Tanto en las primarias como en las generales, el resultado dependerá, ante todo, de la moral, de la religión y de la psicología de los candidatos. Todos practican una religión o lo simulan. En los demócratas, la devoción es más íntima; en los republicanos, ostentosa. Mitt Romney es mormón, ¿será suficientemente cristiano? Huckabee es pastor bautista y, por ende, un candidato creíble. Pero se sospecha que, tanto él como Hillary Clinton, han aceptado regalos: ¿es moralmente correcto? Barak Obama, con semejante nombre, ¿no será un poquito musulmán? Por suerte, un pastor garantiza su fe cristiana. Rudolf Giuliani se casó tres veces, pero jura ser un marido fiel de aquí en más. El presidente de los Estados Unidos podrá ser de raza negra o sexo femenino, pero ¡jamás ateo! Otro detalle importante: no debe ser de izquierda. Si bien no existe un Partido Socialista, todos los demócratas tienen que defenderse del mote de “liberales”. En Estados Unidos significa lo contrario que en Francia y es tan ofensivo que se menciona tan sólo por su inicial. “Ser L” implica pensar que el Estado resolvería los problemas socioeconómicos mejor que la economía de mercado y la responsabilidad individual, cuando el verdadero problema (Reagan dixit) es el Estado, es Washington. Quien pretenda acceder a Washington debe oponerse a Washington. El pacifista es tan suicida como el L. Por tanto, el candidato será un adalid creíble que inspire confianza en las tropas. El único pacifista declarado, Ron Paul, pasa por extravagante, desviación que compensa con una pasión desmedida por el capitalismo. Del lado republicano, el aire marcial sienta bien a John McCain, héroe de Vietnam, y Giuliani es el héroe del 11 de Septiembre. Entre los demócratas, Hillary Clinton lo cultiva borrando su femineidad y recorriendo el frente. El observador europeo que busque una izquierda norteamericana sólo encontrará un puñado de antiimperialistas en Nueva York (en el Upper West Side de Manhattan) o en algunos campus. Por eso, desde afuera, las semejanzas entre los candidatos resultan más obvias que sus diferencias. Para todos ellos, Estados Unidos tiene un destino manifiesto cuasi místico. Todos dialogan con Cristo. Todos consideran que el capitalismo norteamericano es insuperable. Ninguno contempla un retiro del mundo económico o militar. Sobre esto no cabe duda alguna: el corazón de los Estados Unidos sigue siendo conservador al estilo Reagan. Un presidente demócrata será menos conservador que uno republicano, pero se mantendrá dentro del cuadrado mágico trazado por Reagan en 1980: moral, mercado, activismo militar y un Estado pequeño. En cuanto a Irak, sólo Obama lamenta el envío de tropas y desea su pronto retiro, eso sí, para reforzar la posición en Afganistán. Ningún otro candidato serio imagina una partida de Medio Oriente, menos aun cuando, en Bagdad, la suerte parece inclinarse en favor de Estados Unidos. Además, a ojos del telespectador norteamericano, Irak está bastante lejos y es un asunto para profesionales. El seguro de salud es una cuestión más inmediata, aunque no por ello central. Decenas de millones de norteamericanos carecen de él (se atienden en los hospitales). Los dos partidos proponen una mejor cobertura, siempre y cuando no sea centralizada ni estatal. Nadie querría un monopolio público. La libre elección y la privatización persisten como normas insoslayables. La misma prudencia se aplica al crédito inmobiliario. Unos pocos millones de familias demasiado endeudadas habrán perdido su hogar, pero importa más mantener el acceso a la propiedad para la mayoría. Ningún candidato atacaría ese sueño. Pasemos a los temas que verdaderamente irritan y enfrentan a algunos norteamericanos: el aborto, el derecho a portar armas, la pena de muerte, la inmigración. Es un ejercicio de equilibrismo para todos los candidatos. Los demócratas se inclinan por la libre elección para la mujer, el control de las armas personales y la abolición de la pena capital, aunque en forma moderada: se remiten de buena gana a la sabiduría de la Suprema Corte y la responsabilidad local de los estados. Los republicanos pujan por ver quién condena más el aborto en las primarias. Frente al electorado nacional, caminan sobre la misma cuerda floja que sus adversarios, confían en los jueces y estados, y esperan que se inclinen hacia la derecha. En materia de inmigración, entra a tallar la aritmética electoral. Desde Reagan en adelante, los republicanos han sido más acogedores que los demócratas, porque son más individualistas, o bien, porque están más atentos a la necesidad de mano de obra. Los demócratas, más cercanos a los sindicatos, son prudentemente restrictivos. En las urnas, los latinos pesan más que los xenófobos y los electorados fronterizos hostiles a la inmigración clandestina desde México. La misma aritmética acerca a los candidatos frente a la globalización y los productos chinos: los empleos perdidos cuestan votos, pero los consumidores de los supermercados aportan más. ¿Y el cambio climático? La mayoría del pueblo no cree en él, salvo los californianos, siempre en la vanguardia o siguiendo la moda. Quienes le temen son menos que quienes rechazan un impuesto a la energía, aunque sea para salvar el planeta. Ni Clinton ni Bush hicieron ratificar el Protocolo de Kyoto por el Senado; lo sabían unánimemente hostil. Apuesto a que el próximo presidente confiará en el avance técnico –el credo norteamericano– antes que aceptar la coacción internacional. No me he referido a la economía porque, en los Estados Unidos, no es un tema político. No existe un Ministerio de Economía. La nación se encomienda al mercado y sus instituciones. Las controversias se limitan a la redistribución del crecimiento. Los demócratas están dispuestos a gravar a los multimillonarios, sin caer en excesos. Saben que los capitales y los presidentes de empresas son volátiles. Resulta inconcebible que los votantes deban arbitrar entre programas tan matizados. La personalidad de los candidatos será decisiva. El carácter y la psicología importarán más que la economía o la guerra, como en un reality show en escaLA NACIONal. ¿El mundo debería inquietarse por esto? En cierto modo, el presidente de los Estados Unidos también preside a otros pueblos. La prosperidad, la paz y la libre circulación dependen del curso del dólar, del mercado norteamericano, de la presencia militar norteamericana, ese gendarme planetario. Pero el resultado de las elecciones ¿será decisivo? La Casa Blanca es básicamente un sistema autogerenciado. Las instituciones norteamericanas son más duraderas que el piloto. Las elecciones de 2008 no prefiguran una mutación comparable a las de 1932, con el New Deal, o la de 1964, con la Gran Sociedad de Johnson, ni a la Realpolitik de Nixon en 1968. La revolución conservadora de los ochenta todavía no ha perdido impulso. Y todavía no tiene alternativas.

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