Autor: Pierre Lemieux
Conferencia pronunciada en el encuentro del grupo Junto en la sala Niederhoffer & Niederhoffer, Nueva York, el 1 de febrero de 1996.
¿Qué un individuo aceptaría reconocer -- si se le fuera presentada la posibilidad -- un número que el Estado elige para identificarlo? Esto habría de parecerle un desafío a la conciencia de su propia dignidad, la cual no es reducible a un componente numerado de la maquinaria social. No obstante, la mayoría de la gente parece pensar que no hay nada que objetar a esto, bien porque no poseen una conciencia clara de su propia dignidad o bien porque realmente creen que ésta queda reforzada con la identidad que el Estado les ha asignado. Trataré de probar que tal reacción es incoherente con el sentimiento individualista, sentimiento del que depende la supervivencia de la libertad individual.
En el análisis a más bajo nivel, puede entenderse el sentimiento individualista simplemente como la conciencia del individuo de su existencia separada y de la necesidad de preservarla. Aunque esta conciencia proporciona ciertamente una base para el sentimiento individualista, yo lo entenderé como algo más, a saber: esta conciencia incluye un sentimiento de profundo apego hacia la dignidad personal, la independencia y la propia responsabilidad.
Me centraré aquí en el individualismo como sentimiento, no en el individualismo como teoría o como sistema social, aunque estas diferentes categorías pueden reforzarse mutuamente. Pasaré de largo cuestiones filosóficas y psicológicas sobre la relación entre percepciones, sentimientos e ideas, cuál es causa de cual, etc. Me contentaré con asumir que existen ciertas relaciones entre percepciones, sentimientos e ideas, que existen otras relaciones entre éstas y los resultados sociales, y me ceñiré a las siguientes preguntas: ¿necesario tal sentimiento individualista para la existencia de un sistema social basado en la libertad individual? ¿Compatible con la sociedad y el Estado? ¿Por qué ése sentimiento ha descendido aparentemente durante las últimas décadas?
1. Sentimiento individualista e individualismo
El individualismo se refiere a cosas de diferentes categorías: la palabra "individualista" puede calificar un sentimiento, una teoría o un sistema social. Aunque parece seguro suponer que el sentimiento individualista, la teoría del individualismo y la experiencia de vivir en una sociedad basada en tal teoría se refuerzan mutuamente, las relaciones entre esas clases de individualismo no están siempre claras.
Por ejemplo, el sentimiento individualista, tal como lo he definido, no coincide en extensión con el individualismo metodológico. El individualismo metodológico es un enfoque heurístico según el cual sólo podemos comprender los fenómenos sociales partiendo de las percepciones y acciones individuales. Aunque es difícil imaginar a un individualista sentimental que no se adhiera, por pura experiencia, al individualismo metodológico, un individualista metodológico podría estar dispuesto --como recomienda Friedrich Hayek-- a someterse a reglas sociales que ni comprende ni puede justificar racionalmente. Un paso más en esa dirección, y esa postura se vuelve incoherente con el sentimiento individualista. Pues supongamos que el Estado del Bienestar se subsume en esas reglas: nuestro individualista metodológico podría entonces verse obligado a admitir que el sentimiento individualista está equivocado y es socialmente ineficaz.
El sentimiento individualista está más estrechamente relacionado con el individualismo político. El individualismo político es la teoría que defiende que --o el sistema social en el que -- el bienestar individual es el fin de la sociedad y del Estado (si éste último fuese necesario). En un sistema político individualista, los individuos son libres de organizar sus vidas de acuerdo a valores no-individualistas (esto es mucho menos cierto, mutatis mutandis, en un sistema socialista); y, dicho sea entre paréntesis, algunos individualistas no tienen la suerte de vivir en sociedades individualistas. Pero es más difícil imaginar a alguien que, creyendo en el individualismo político, no albergue un fuerte sentimiento individualista, pues esto significaría que otorga más valor a las individualidades de otra gente que a la suya propia. De forma similar, un individualista sentimental creerá normalmente en el individualismo político, a no ser que tal vez mantenga la posición "individualista-aristocrática" de que sólo unos pocos elegidos son capaces de cuidar de su propio bienestar; pero incluso entonces podría querer reforzar su postura de modo que, bajo un sistema diferente, no fuese considerado como partidario de ella. En otras palabras: hasta el "individualista aristocrático" se ve inclinado a elegir el individualismo político.
La pregunta acerca de quién ha de evaluar el bienestar individual está relacionada con la existencia de dos clases de individualismo político. Esta bifurcación del individualismo político es la que rompe la relación natural entre la teoría individualista y el sentimiento individualista. Lo que llamaré el "individualismo libertario" permite a cada individuo ser el único juez de su propio bienestar, y es totalmente coherente con el sentimiento individualista. El "individualismo estatista", por otro lado, otorga al Estado un papel en esta evaluación y, por consiguiente, chocará frecuentemente con el sentimiento individualista. Lo estrecho de la relación entre el individualismo político y el sentimiento individualista depende entonces del tipo de teoría de que estemos hablando. En esta ocasión me interesa fundamentalmente el individualismo libertario, el cual está estrechamente relacionado con la concepción moderna de la libertad individual.
Si las teorías, las experiencias y los sentimientos se refuerzan mutuamente, la carencia de una dimensión acabará por amenazar a las demás. Consideremos el sentimiento individualista vis-à-vis el sistema social. Es probable que una sociedad individualista-libertaria no pueda mantenerse a sí misma si no hay en ella muchos individuos que posean el sentimiento individualista. A la inversa, es menos verosímil que el sentimiento individualista actúe en una sociedad colectivizada. O consideremos las relaciones entre el sentimiento individualista y las teorías del individualismo político. Un adepto de la teoría individualista-libertaria está más expuesto a desarrollar el sentimiento individualista, y un individualista sentimental está más expuesto a acercarse a las ideas individualista-libertarias.
Esta última apreciación nos devuelve a la relación entre sentimientos e ideas, entre emociones y razón, la cual habíamos decidido eludir. No obstante, hay algunas razones para creer que no son reinos independientes, al menos porque la gente, por lo general, intenta mantener cierta coherencia entre sus valores y creencias y sus vidas e ideas. Promover el sentimiento individualista es tan útil, y quizás aún más útil, que defender un libre mercado desinstitucionalizado
2. Sentimiento individualista, sociedad y Estado
¿Opone el sentimiento individualista a la sociedad? Algunos autores lo han creído así. Quizá el más representativo de todos ellos sea el sociólogo francés Georges Palante (1862-1925). Lo que Palante llamó "la sensibilité individualiste" era una reacción contra todas las constricciones sociales, constricciones a las que las individualidades vigorosas no pueden someterse. Aunque a menudo se encuentre cercano al individualismo libertario, él mismo no distinguió explícitamente entre sociedad y Estado: "La sociedad --escribió -- es tan tiránica como el Estado, si no más. Esto es porque entre la coerción estatal y la coerción social no hay más que una diferencia de grado."
Al definir el sentimiento individualista en una versión tan fuerte, en oposición tanto a la sociedad como al Estado, se diría que Palante parece negar que el hombre es un animal social. O quizá que aquellos a quienes llama "individualidades superiores" no son tan animales sociales como la gente normal: de ahí su defensa del "individualismo aristocrático". En cualquier caso, tal caracterización deja poco espacio para reglas de conducta que los individuos, e incluso los individualistas, adopten voluntariamente en razón a que las perciben como beneficiosas para sus intereses personales en un medio social. La postura de Palante es que el individuo siempre está oprimido por el grupo, como si la única alternativa fuese o bien la completa autarquía, por un lado, o bien la dominación del grupo, por el otro. Esto ignora la posibilidad de que los individuos participen en las relaciones sociales mediante reglas de tipo individualista que no les exijan ponerse incondicionalmente a merced del grupo. Sabemos, al menos desde la teoría económica, que tales reglas existen, se desarrollan espontáneamente y no son incompatibles con el desarrollo individual. En otras palabras: si el hombre es un animal social con intereses propios, su sentimiento individualista no se opondrá a la sociedad como tal, sino sólo a ciertas clases de sociedad.
Al rechazar tomar parte en ella, un individuo puede abandonar un grupo social o una sociedad en la cual, a su juicio, el coste de la conformidad sea superior al beneficio de la cooperación. Hay sólo dos casos donde esto no es una opción digna de tener en cuenta. El primero se da en el contexto de una sociedad primitiva y aislada donde no hay ningún lugar hacia el cual huir, donde ignorar al grupo significa morir de inanición: la opción de huir está disponible, pero normalmente no se ejercerá porque el coste de la opresión es siempre (o casi siempre) más bajo que los beneficios de la cooperación.
El otro caso es el Estado. Incluso si piensas que los costes que el Estado te impone son mayores que los beneficios que te proporciona, e incluso si pudieras establecer relaciones sociales fuera del Estado, éste no te permitiría hacerlo: uno no puede ignorar al Estado de igual modo que uno no puede abandonar una sociedad primitiva. Pero las restricciones subyacentes son distintas: el Estado te fuerza a comprar su paquete de costes y beneficios incluso si piensas que te las arreglarías mejor fuera de él. Podría ser que la relación coste/beneficio del Estado mínimo sea menor de uno si consideramos a todo el mundo; en cualquier caso, asumamos que esta clase de Estado podría justificarse así. Pero conforme el Estado crezca, llegará un momento en el que uno, dos, diez o cien individuos juzgarán que los costes no merecen la pena. Ya que, a su juicio, podrían establecer relaciones sociales beneficiosas fuera del Estado (o formar otro Estado), estos individuos no son oprimidos por el grupo ni por la sociedad: están tiranizados por el Estado.
Aunque pueden concebirse sociedades sin Estado en las cuales las normas sociales fuesen totalitarias, por lo general sólo el Estado puede imponer un poder grupal ineludible. De cualquier modo, ése es el caso en una sociedad abierta y civilizada. Por ejemplo, lo políticamente correcto, la persecución de los fumadores u otras formas de Puritanismo no podrían enardecer a la sociedad americana como lo hacen ahora si no fuera por el apoyo de las leyes y el poder del Estado. En otras palabras: el Estado es una condición necesaria para el poder grupal en cualquier sociedad civilizada; es más difícil ignorar a una parte del Estado que a una parte de la sociedad. El Estado es el poder más peligroso de la sociedad, lo cual explica porqué el sentimiento individualista es precisamente anti-Estado.
Por supuesto que, en nuestros países, los individuos pueden abandonar un Estado para irse a vivir bajo otro. Pero su Estado original tratará a menudo de dificultar esto, por ejemplo, obligándoles a renunciar a su ciudadanía, es decir, a tomar una decisión irreversible. Además, como no hay un lugar en el mundo donde no haya un Estado, como el mundo entero es un cártel de Estados, uno tiene también que encontrar un Estado que lo acepte. Cada Estado defiende un monopolio territorial, y no permitirá a nadie abandonarlo mientras permanezca en una sociedad civil local. El Estado prohíbe a uno quedarse donde está, en su propia propiedad, aunque rechace los costes y los beneficios del Estado. (Si lo intenta, le trasladarán a otra propiedad llamada "cárcel".) Al legislar que cualquiera que esté fuera del grupo no es --en el mejor de los casos -- más que un turista, el Estado define literalmente al individuo en términos de pertenencia al grupo.
Incluso si el Estado institucionaliza y refuerza de algún modo la identidad de un individuo, el sentimiento individualista chocará con ello tan pronto como su dignidad individual llegue a definirse en términos de acuerdos políticos.
Otro modo de llegar a la misma conclusión acerca del antiestatismo del sentimiento individualista es mediante el concepto de responsabilidad personal, la cual difícilmente puede disociarse de la dignidad individual. La sociedad como tal no disminuye la responsabilidad individual; es más, le otorga nuevas dimensiones. El Estado, por su propia naturaleza, niega cierta responsabilidad individual, como mínimo la responsabilidad de asegurarse la propia protección; naturalmente, el Estado de Bienestar va mucho más allá. Hasta la numeración de los individuos por parte del Estado, junto con otras formas de identidad definida por él, son consecuencia de negar a los individuos su propia responsabilidad para hacerse cargo de su jubilación o para gastarse su propio dinero. En la medida en que la dignidad individual implique la responsabilidad individual, negar la última también supone negar la primera. Consecuentemente, el sentimiento individualista chocará con el Estado, y cuanto más poderoso sea el Estado, más violento será el choque.
3. El descenso del sentimiento individualista
He definido el sentimiento individualista como una preocupación por la propia dignidad personal, la independencia individual y la responsabilidad de uno. Podría caracterizarse el sentimiento individualista de manera diferente, reemplazando por ejemplo la responsabilidad y la independencia individual por una preocupación egoísta y narcisista por el confort material y la seguridad propia (preocupación asociada a la noción de cocooning ). Este sentimiento, que podríamos llamar el "sentimiento narcisista" para distinguirlo del sentimiento individualista, es antisocial pero no necesariamente antiestatal. Está estrechamente relacionado con el tipo de individualismo que Tocqueville temía y que, efectivamente, caracteriza nuestra época. El sentimiento narcisista es al libertarismo estatista lo que el sentimiento individualista es al individualismo libertario.
Algunos autores han defendido que el sentimiento narcisista, al situar los logros individuales por encima de los ideales colectivos, en realidad trabaja junto con el sentimiento individualista hacia el individualismo libertario. Esto está lejos de ser obvio. El individualista narcisista no se opone a contar con el Estado y depender de él para su seguridad y confort. Pensará, por ejemplo, que el número de la seguridad social refuerza su identidad narcisista. Como escribe un estudioso de este fenómeno, "el Estado policial no es sólo el efecto de una dinámica autónoma del `monstruo frío', es desado por los individuos aislados y pacíficos", y toda "la sociedad [cae] bajo la tutela del Estado."
Históricamente, la distinción entre individualismo narcisista y el sentimiento individualista es paralela a la existente entre los valores individualistas americanos y europeos, aunque esta distinción requeriría algunas reservas. Pues el sentimiento individualista acompañó la extensión de ideas libertario-individualistas por todo el mundo occidental moderno, pero ciertamente alcanzó su más alta cima en el espíritu y las tradiciones americanas. Benjamin Franklin, a quien estamos conmemorando al celebrar este encuentro Junto, puede ser citado en este punto: "Aquellos que renuncian a la esencial libertad para adquirir una ruin seguridad temporal, no se merecen ni la libertad ni la seguridad."
La diferencia entre el auténtico sentimiento individualista y su versión narcisista puede también ilustrarse con el ideal de Henry David Thoreau de ser un buen vecino y un mal súbdito. Los individualistas narcisistas permutan los adjetivos: no les importa ser malos vecinos y buenos súbditos mientras ello convenga a sus intereses.
Durante el siglo XX, el sentimiento individualista ciertamente ha ido menguando en todas partes, América incluida. Los americanos, que rechazaron tener un DNI, le han dado la bienvenida ahora bajo la forma del número de la seguridad social. Este descenso ha tenido lugar en el mismo momento que el sentimiento narcisista estaba alcanzando su posición dominante; lo cual confirma la incompatibilidad de éste con el sentimiento individualista.
¿Cómo explicar entonces el descenso del sentimiento individualista? Una respuesta lo relaciona con el descenso de la religión. El argumento no estriba sólo en que la tradición judeocristiana proporcionaba una base teórica para la defensa de la propia dignidad de cada persona, sino también en que la moralidad trascendental asociada a la religión es necesaria para el mantenimiento de la libertad y el orden social.
Puede haber algo de cierto en esta hipótesis, pero yo sostendría que se trata, como mucho, de una verdad parcial. No todas las religiones o interpretaciones religiosas son individualistas. Las cazas de brujas de los siglos XVI y XVII no fueron precisamente empresas individualistas. Además, muchas de las iglesias contemporáneas han asumido gran parte del ethos anti-individualista que se nos viene encima. Más aún, ¿el sentimiento individualista de la religión?, ¿podría ser justo a la inversa? (¿en la vida eterna porque creemos en Dios, o es al revés?) Tal vez el racionalismo sea un callejón sin salida, pero también hay algo incómodo en la idea de que la fe ciega sea necesaria para preservar la libertad individual.
Otra explicación, implícita en gran parte del discurso contemporáneo, es que el progreso de la civilización obra de forma natural en detrimento del sentimiento individualista. La civilización --viene a decir este argumento -- implica interdependencia social, relaciones pacíficas y un creciente poder estatal, todo lo cual contradice el sentimiento individualista. He sostenido que el sentimiento individualista no es incompatible con la interdependencia social. Podríamos invocar aquí el argumento de Hayek de que, contrariamente a lo pensaba Mussolini, la libertad individual --y por lo tanto el sentimiento individualista -- es una condición necesaria para la complejidad social, mientras que la intervención del Estado la socava. De manera similar, la historia del siglo XX sugiere que el Estado es mucho más peligroso para la paz que el sentimiento individualista. Este último dificilmente puede oponerse a la civilización cuando ha sido uno de los principios fundamentales de la civilización occidental.
Ahora bien, si contemplamos el descenso del sentimiento individualista como una consecuencia del crecimiento del Estado, todavía tendremos que explicar por qué el primero ha sido incapaz de contrarrestar el último. Para ello disponemos de una interesante teoría sobre cómo el crecimiento autónomo del Estado socava automáticamente el sentimiento individualista: la teoría del Estado como droga adictiva.
Primero debemos admitir que las condiciones y normas sociales influyen en las preferencias individuales. Esto, naturalmente, no es lo mismo que decir que la sociedad determina completamente las preferencias individuales. Pero sí niega la asunción neoclásica de que las preferencias individuales vienen dadas y son inmunes a los fenómenos sociales (como la persuasión o la publicidad). En otras palabras: entre la visión marxista de la completa determinación social y la asunción neoclásica de que las preferencias individuales no cambian, adoptaremos una posición intermedia austríaca en la que las preferencias individuales no vienen dadas pero pueden cambiar en respuesta a influencias externas.
Siguiendo a Michael Taylor, Anthony de Jasay ha desarrollado la teoría del Estado adictivo en su original libro El Estado. La idea es que cuanto más intervenga el Estado para producir bienes públicos o proporcionar asistencia, tanto más indispensable parecerá. Hay muchas razones para esto. La intervención estatal ahogará los esfuerzos voluntarios: por ejemplo, la beneficencia privada (que se vuelve menos urgente cuando el Estado de Bienestar se extiende); o la iniciativa de las compañías de seguros (que se frustra por la seguridad social y los programas sociales). Los individuos se acostumbrarán a contar con la asistencia del Estado y planificarán sus asuntos de acuerdo con esas expectativas de derechos y de ayuda. Y la interferencia del Estado en mecanismos sociales delicados y complejos necesariamente tendrá efectos insospechados, que a su vez exigirán otras intervenciones; como cuando el Estado amablemente ayuda a gente que se ha ido al paro precisamente por causa de la legislación laboral.
En tanto que las preferencias de la gente cambian con la experiencia y los hábitos, la intervención del Estado afectará al sentimiento individualista: la confianza en el Estado sustituirá al amor por la responsabilidad y la independencia individual, y la dignidad individual será contemplada como función de las garantías del Estado. Se genera así un fenómeno recursivo de crecimiento estatal: cuanto más Estado tienes, más quieres. El Estado es adictivo; y, podríamos añadir, de un modo mucho más peligroso que el tabaco, el alcohol o la heroína.
Como el sentimiento individualista es, por diferentes razones, más fuerte en unas personas que en otras, no todos los individuos se volverán igualmente adictos al Estado. Como señala de Jasay, algunos desarrollarán, por el contrario, una reacción alérgica: llegarán a odiar al Estado cada vez más violentamente. Esto explicaría (aunque no necesariamente justificaría) la psicología de, digamos, Randy Weaver o sucesos como el de Oklahoma City: personas de sentimiento individualista que terminan combatiendo o haciendo volar cosas, incluso si hacen volar la cosa equivocada o lo hacen por razones equivocadas.
Me he preguntado a menudo (especialmente cuando era miembro del establishment y gozaba de una buena posición) por qué los individualistas parecen ser con tanta frecuencia gente rara, extraña, singular y excéntrica. Benjamin Constant vivió una vida emocionalmente torturada. Los amigos de Albert Jay Nock comentaban jocosamente que éste vivía en Central Park. Lysander Spooner fue demasiado pobre para poder casarse con la única mujer de su vida. Georges Palante corregía los exámenes de sus alumnos en la compañía de prostitutas, y se suicidó en 1925. Ayn Rand no era exactamente "la chica de al lado". Todos estos individuos, excepto Nock, murieron sin descendencia, una mala forma de transmitir sus genes individualistas, si es que tales cosas existen. En una sociedad estatista, tener alergia al Estado es una bonita minusvalía, que bien merecería incluirse entre las cubiertas por la ley americana de atención al deficiente, si no fuera porque la causa de la alergia es también la causa de la ley. Así que no es necesario que uno sea individualista por ser un excéntrico, sino que la causalidad más bien podría ser de sentido contrario.
A pesar de que para un economista con una formación neoclásica la ideología es bastante más difícil de situar en los procesos sociales que los sentimientos, debo decir una palabra acerca de cómo la ideología igualitarista ha contribuido al fenecimiento del sentimiento individualista. Los igualitarios quieren que los individuos sean igualados en algunos aspectos además de en los derechos formales.
Anthony de Jasay ha demostrado brillantemente cómo la igualdad en algunos aspectos (digamos, "igual paga para igual trabajo") implica una creciente desigualdad en otros aspectos ("a cada uno según sus necesidades", por ejemplo). Pero la igualdad impuesta por el Estado siempre incrementa la igualdad en una dimensión, a saber: la igualdad en la sumisión al Estado. Este ataque frontal al sentimiento individualista ha sido probablemente la principal consecuencia de la ideología igualitaria. Más aun, cuando no hay restricciones para el contenido de la ley, hasta la igualdad ante la ley puede conducir al mismo resultado. En cierto sentido, la ideología igualitaria no ha producido la abolición de la esclavitud, sino su extensión a los hombres libres.
4. Una pequeña aplicación: el derecho de poseer y portar armas
El fenecimiento del derecho de poseer y llevar armas (aunque menos pronunciado en los EE.UU.) proporciona un interesante caso para el estudio del sentimiento individualista y su descenso durante nuestro siglo. Contrariamente a lo que piensa mucha gente, éste fue un derecho extensamente reconocido en la Europa del siglo XIX, y de manera muy notable en Inglaterra. Sus dos justificaciones, la autodefensa contra los criminales comunes y la resistencia a la tiranía, eran teóricamente incuestionables y constituían dos consecuencias naturales del sentimiento individualista.
Efectivamente, la dignidad individual requiere el reconocimiento del derecho de poseer y portar armas, como queda ilustrado a contrario por las leyes de los EE.UU. que negaban este derecho a los esclavos. Hay circunstancias en las que es difícil hacer valer la libertad individual sin ellas. "Por mi parte --escribió Henry David Thoreau -- no me gustaría pensar que alguna vez haya de contar con la protección del Estado." O, como el dicho que corría entre los judíos rusos perseguidos por los invasores nazis, "¡arma es un pasaporte para el bosque!" En cuanto a la responsabilidad individual, existe una contradicción insuperable entre, por una parte, la mística del ciudadano soberano y, por la otra, que su amo real no confíe en verlo armado. La coherencia lógica en este esquema de cosas (aunque no los principios libertarios) exigiría, tal como yo lo veo, que cualquier ciudadano que se acerque a las urnas sea cacheado para ver si tiene armas de fuego, pues si no es lo suficientemente responsable para llevar un revólver, ciertamente no es lo suficientemente prudente como para permitírsele votar.
Ahora bien, este tan obvio derecho de poseer y portar armas ha sido más o menos eliminado en la mayoría de los países occidentales, y ha sido restringido en los EE.UU. (severamente en algunos casos). Una razón de estado oficial es que las armas de fuego causan un incremento neto de crímenes, pues son ineficaces para la autodefensa. Tal excusa desafía tan obviamente los hechos que hay que sospechar la existencia de otros motivos. Una segunda razón, implícita pero no oficial, es que ya no necesitamos resistir a la tiranía. Aunque esto contradice la experiencia histórica, probablemente nos estemos acercando a los verdaderos motivos de los abolicionistas y de quienes les apoyan. Me temo que el motivo básico del control estatal de las armas de fuego es dar la puntilla al sentimiento individualista; y que el Estado ha tenido éxito en el control de las armas porque el sentimiento individualista ya estaba empequeñecido en las mentes de la mayoría.
También podemos observar aquí cómo el imperio formal de la ley ha contribuido a socavar el sentimiento individualista y a facilitar el crecimiento del Estado. Una vez que se reconoce como legítima toda ley-igual-para-todos, el prohibir algo a unos individuos que probablemente vayan a utilizar ese algo ilegalmente justifica el regular a todo el mundo. Hay sólo dos vías para escapar de este absurdo: o bien abandonar la idea de igualdad ante la ley, o aceptar que no todas las leyes-iguales-para-todos son legítimas. En tanto que se halle extendido en la sociedad, el sentimiento individualista se dirigirá hacia la segunda alternativa; de otro modo, la minoría de individualistas puede preferir la primera posibilidad a la de una no menos igual-para-todos esclavitud.
Conclusión
He sostenido que la libertad individual no puede sobrevivir si el sentimiento individualista no está extendido entre un gran número de personas. El sentimiento individualista es compatible con la sociedad --al menos con una sociedad abierta -- pero está en fuerte oposición al Estado tal como lo conocemos. Y este sentimiento ha estado descendiendo (al menos en parte) porque los individuos se han vuelto adictos al Estado.
Si esto es cierto, defender la libertad requiere rehabilitar el sentimiento individualista y romper con la adicción al Estado, una exigencia no pequeña: como decirle a un drogadicto que tiene que recuperar su confianza en sí mismo y romper su adicción. ¿Dónde está la gallina y dónde el huevo? Bien pudiera ser que llevar a cabo esa exigencia requiera (aquí o en cualquier otro lugar) otra revolución americana, pero éste es ya otro tema
Conferencia pronunciada en el encuentro del grupo Junto en la sala Niederhoffer & Niederhoffer, Nueva York, el 1 de febrero de 1996.
¿Qué un individuo aceptaría reconocer -- si se le fuera presentada la posibilidad -- un número que el Estado elige para identificarlo? Esto habría de parecerle un desafío a la conciencia de su propia dignidad, la cual no es reducible a un componente numerado de la maquinaria social. No obstante, la mayoría de la gente parece pensar que no hay nada que objetar a esto, bien porque no poseen una conciencia clara de su propia dignidad o bien porque realmente creen que ésta queda reforzada con la identidad que el Estado les ha asignado. Trataré de probar que tal reacción es incoherente con el sentimiento individualista, sentimiento del que depende la supervivencia de la libertad individual.
En el análisis a más bajo nivel, puede entenderse el sentimiento individualista simplemente como la conciencia del individuo de su existencia separada y de la necesidad de preservarla. Aunque esta conciencia proporciona ciertamente una base para el sentimiento individualista, yo lo entenderé como algo más, a saber: esta conciencia incluye un sentimiento de profundo apego hacia la dignidad personal, la independencia y la propia responsabilidad.
Me centraré aquí en el individualismo como sentimiento, no en el individualismo como teoría o como sistema social, aunque estas diferentes categorías pueden reforzarse mutuamente. Pasaré de largo cuestiones filosóficas y psicológicas sobre la relación entre percepciones, sentimientos e ideas, cuál es causa de cual, etc. Me contentaré con asumir que existen ciertas relaciones entre percepciones, sentimientos e ideas, que existen otras relaciones entre éstas y los resultados sociales, y me ceñiré a las siguientes preguntas: ¿necesario tal sentimiento individualista para la existencia de un sistema social basado en la libertad individual? ¿Compatible con la sociedad y el Estado? ¿Por qué ése sentimiento ha descendido aparentemente durante las últimas décadas?
1. Sentimiento individualista e individualismo
El individualismo se refiere a cosas de diferentes categorías: la palabra "individualista" puede calificar un sentimiento, una teoría o un sistema social. Aunque parece seguro suponer que el sentimiento individualista, la teoría del individualismo y la experiencia de vivir en una sociedad basada en tal teoría se refuerzan mutuamente, las relaciones entre esas clases de individualismo no están siempre claras.
Por ejemplo, el sentimiento individualista, tal como lo he definido, no coincide en extensión con el individualismo metodológico. El individualismo metodológico es un enfoque heurístico según el cual sólo podemos comprender los fenómenos sociales partiendo de las percepciones y acciones individuales. Aunque es difícil imaginar a un individualista sentimental que no se adhiera, por pura experiencia, al individualismo metodológico, un individualista metodológico podría estar dispuesto --como recomienda Friedrich Hayek-- a someterse a reglas sociales que ni comprende ni puede justificar racionalmente. Un paso más en esa dirección, y esa postura se vuelve incoherente con el sentimiento individualista. Pues supongamos que el Estado del Bienestar se subsume en esas reglas: nuestro individualista metodológico podría entonces verse obligado a admitir que el sentimiento individualista está equivocado y es socialmente ineficaz.
El sentimiento individualista está más estrechamente relacionado con el individualismo político. El individualismo político es la teoría que defiende que --o el sistema social en el que -- el bienestar individual es el fin de la sociedad y del Estado (si éste último fuese necesario). En un sistema político individualista, los individuos son libres de organizar sus vidas de acuerdo a valores no-individualistas (esto es mucho menos cierto, mutatis mutandis, en un sistema socialista); y, dicho sea entre paréntesis, algunos individualistas no tienen la suerte de vivir en sociedades individualistas. Pero es más difícil imaginar a alguien que, creyendo en el individualismo político, no albergue un fuerte sentimiento individualista, pues esto significaría que otorga más valor a las individualidades de otra gente que a la suya propia. De forma similar, un individualista sentimental creerá normalmente en el individualismo político, a no ser que tal vez mantenga la posición "individualista-aristocrática" de que sólo unos pocos elegidos son capaces de cuidar de su propio bienestar; pero incluso entonces podría querer reforzar su postura de modo que, bajo un sistema diferente, no fuese considerado como partidario de ella. En otras palabras: hasta el "individualista aristocrático" se ve inclinado a elegir el individualismo político.
La pregunta acerca de quién ha de evaluar el bienestar individual está relacionada con la existencia de dos clases de individualismo político. Esta bifurcación del individualismo político es la que rompe la relación natural entre la teoría individualista y el sentimiento individualista. Lo que llamaré el "individualismo libertario" permite a cada individuo ser el único juez de su propio bienestar, y es totalmente coherente con el sentimiento individualista. El "individualismo estatista", por otro lado, otorga al Estado un papel en esta evaluación y, por consiguiente, chocará frecuentemente con el sentimiento individualista. Lo estrecho de la relación entre el individualismo político y el sentimiento individualista depende entonces del tipo de teoría de que estemos hablando. En esta ocasión me interesa fundamentalmente el individualismo libertario, el cual está estrechamente relacionado con la concepción moderna de la libertad individual.
Si las teorías, las experiencias y los sentimientos se refuerzan mutuamente, la carencia de una dimensión acabará por amenazar a las demás. Consideremos el sentimiento individualista vis-à-vis el sistema social. Es probable que una sociedad individualista-libertaria no pueda mantenerse a sí misma si no hay en ella muchos individuos que posean el sentimiento individualista. A la inversa, es menos verosímil que el sentimiento individualista actúe en una sociedad colectivizada. O consideremos las relaciones entre el sentimiento individualista y las teorías del individualismo político. Un adepto de la teoría individualista-libertaria está más expuesto a desarrollar el sentimiento individualista, y un individualista sentimental está más expuesto a acercarse a las ideas individualista-libertarias.
Esta última apreciación nos devuelve a la relación entre sentimientos e ideas, entre emociones y razón, la cual habíamos decidido eludir. No obstante, hay algunas razones para creer que no son reinos independientes, al menos porque la gente, por lo general, intenta mantener cierta coherencia entre sus valores y creencias y sus vidas e ideas. Promover el sentimiento individualista es tan útil, y quizás aún más útil, que defender un libre mercado desinstitucionalizado
2. Sentimiento individualista, sociedad y Estado
¿Opone el sentimiento individualista a la sociedad? Algunos autores lo han creído así. Quizá el más representativo de todos ellos sea el sociólogo francés Georges Palante (1862-1925). Lo que Palante llamó "la sensibilité individualiste" era una reacción contra todas las constricciones sociales, constricciones a las que las individualidades vigorosas no pueden someterse. Aunque a menudo se encuentre cercano al individualismo libertario, él mismo no distinguió explícitamente entre sociedad y Estado: "La sociedad --escribió -- es tan tiránica como el Estado, si no más. Esto es porque entre la coerción estatal y la coerción social no hay más que una diferencia de grado."
Al definir el sentimiento individualista en una versión tan fuerte, en oposición tanto a la sociedad como al Estado, se diría que Palante parece negar que el hombre es un animal social. O quizá que aquellos a quienes llama "individualidades superiores" no son tan animales sociales como la gente normal: de ahí su defensa del "individualismo aristocrático". En cualquier caso, tal caracterización deja poco espacio para reglas de conducta que los individuos, e incluso los individualistas, adopten voluntariamente en razón a que las perciben como beneficiosas para sus intereses personales en un medio social. La postura de Palante es que el individuo siempre está oprimido por el grupo, como si la única alternativa fuese o bien la completa autarquía, por un lado, o bien la dominación del grupo, por el otro. Esto ignora la posibilidad de que los individuos participen en las relaciones sociales mediante reglas de tipo individualista que no les exijan ponerse incondicionalmente a merced del grupo. Sabemos, al menos desde la teoría económica, que tales reglas existen, se desarrollan espontáneamente y no son incompatibles con el desarrollo individual. En otras palabras: si el hombre es un animal social con intereses propios, su sentimiento individualista no se opondrá a la sociedad como tal, sino sólo a ciertas clases de sociedad.
Al rechazar tomar parte en ella, un individuo puede abandonar un grupo social o una sociedad en la cual, a su juicio, el coste de la conformidad sea superior al beneficio de la cooperación. Hay sólo dos casos donde esto no es una opción digna de tener en cuenta. El primero se da en el contexto de una sociedad primitiva y aislada donde no hay ningún lugar hacia el cual huir, donde ignorar al grupo significa morir de inanición: la opción de huir está disponible, pero normalmente no se ejercerá porque el coste de la opresión es siempre (o casi siempre) más bajo que los beneficios de la cooperación.
El otro caso es el Estado. Incluso si piensas que los costes que el Estado te impone son mayores que los beneficios que te proporciona, e incluso si pudieras establecer relaciones sociales fuera del Estado, éste no te permitiría hacerlo: uno no puede ignorar al Estado de igual modo que uno no puede abandonar una sociedad primitiva. Pero las restricciones subyacentes son distintas: el Estado te fuerza a comprar su paquete de costes y beneficios incluso si piensas que te las arreglarías mejor fuera de él. Podría ser que la relación coste/beneficio del Estado mínimo sea menor de uno si consideramos a todo el mundo; en cualquier caso, asumamos que esta clase de Estado podría justificarse así. Pero conforme el Estado crezca, llegará un momento en el que uno, dos, diez o cien individuos juzgarán que los costes no merecen la pena. Ya que, a su juicio, podrían establecer relaciones sociales beneficiosas fuera del Estado (o formar otro Estado), estos individuos no son oprimidos por el grupo ni por la sociedad: están tiranizados por el Estado.
Aunque pueden concebirse sociedades sin Estado en las cuales las normas sociales fuesen totalitarias, por lo general sólo el Estado puede imponer un poder grupal ineludible. De cualquier modo, ése es el caso en una sociedad abierta y civilizada. Por ejemplo, lo políticamente correcto, la persecución de los fumadores u otras formas de Puritanismo no podrían enardecer a la sociedad americana como lo hacen ahora si no fuera por el apoyo de las leyes y el poder del Estado. En otras palabras: el Estado es una condición necesaria para el poder grupal en cualquier sociedad civilizada; es más difícil ignorar a una parte del Estado que a una parte de la sociedad. El Estado es el poder más peligroso de la sociedad, lo cual explica porqué el sentimiento individualista es precisamente anti-Estado.
Por supuesto que, en nuestros países, los individuos pueden abandonar un Estado para irse a vivir bajo otro. Pero su Estado original tratará a menudo de dificultar esto, por ejemplo, obligándoles a renunciar a su ciudadanía, es decir, a tomar una decisión irreversible. Además, como no hay un lugar en el mundo donde no haya un Estado, como el mundo entero es un cártel de Estados, uno tiene también que encontrar un Estado que lo acepte. Cada Estado defiende un monopolio territorial, y no permitirá a nadie abandonarlo mientras permanezca en una sociedad civil local. El Estado prohíbe a uno quedarse donde está, en su propia propiedad, aunque rechace los costes y los beneficios del Estado. (Si lo intenta, le trasladarán a otra propiedad llamada "cárcel".) Al legislar que cualquiera que esté fuera del grupo no es --en el mejor de los casos -- más que un turista, el Estado define literalmente al individuo en términos de pertenencia al grupo.
Incluso si el Estado institucionaliza y refuerza de algún modo la identidad de un individuo, el sentimiento individualista chocará con ello tan pronto como su dignidad individual llegue a definirse en términos de acuerdos políticos.
Otro modo de llegar a la misma conclusión acerca del antiestatismo del sentimiento individualista es mediante el concepto de responsabilidad personal, la cual difícilmente puede disociarse de la dignidad individual. La sociedad como tal no disminuye la responsabilidad individual; es más, le otorga nuevas dimensiones. El Estado, por su propia naturaleza, niega cierta responsabilidad individual, como mínimo la responsabilidad de asegurarse la propia protección; naturalmente, el Estado de Bienestar va mucho más allá. Hasta la numeración de los individuos por parte del Estado, junto con otras formas de identidad definida por él, son consecuencia de negar a los individuos su propia responsabilidad para hacerse cargo de su jubilación o para gastarse su propio dinero. En la medida en que la dignidad individual implique la responsabilidad individual, negar la última también supone negar la primera. Consecuentemente, el sentimiento individualista chocará con el Estado, y cuanto más poderoso sea el Estado, más violento será el choque.
3. El descenso del sentimiento individualista
He definido el sentimiento individualista como una preocupación por la propia dignidad personal, la independencia individual y la responsabilidad de uno. Podría caracterizarse el sentimiento individualista de manera diferente, reemplazando por ejemplo la responsabilidad y la independencia individual por una preocupación egoísta y narcisista por el confort material y la seguridad propia (preocupación asociada a la noción de cocooning ). Este sentimiento, que podríamos llamar el "sentimiento narcisista" para distinguirlo del sentimiento individualista, es antisocial pero no necesariamente antiestatal. Está estrechamente relacionado con el tipo de individualismo que Tocqueville temía y que, efectivamente, caracteriza nuestra época. El sentimiento narcisista es al libertarismo estatista lo que el sentimiento individualista es al individualismo libertario.
Algunos autores han defendido que el sentimiento narcisista, al situar los logros individuales por encima de los ideales colectivos, en realidad trabaja junto con el sentimiento individualista hacia el individualismo libertario. Esto está lejos de ser obvio. El individualista narcisista no se opone a contar con el Estado y depender de él para su seguridad y confort. Pensará, por ejemplo, que el número de la seguridad social refuerza su identidad narcisista. Como escribe un estudioso de este fenómeno, "el Estado policial no es sólo el efecto de una dinámica autónoma del `monstruo frío', es desado por los individuos aislados y pacíficos", y toda "la sociedad [cae] bajo la tutela del Estado."
Históricamente, la distinción entre individualismo narcisista y el sentimiento individualista es paralela a la existente entre los valores individualistas americanos y europeos, aunque esta distinción requeriría algunas reservas. Pues el sentimiento individualista acompañó la extensión de ideas libertario-individualistas por todo el mundo occidental moderno, pero ciertamente alcanzó su más alta cima en el espíritu y las tradiciones americanas. Benjamin Franklin, a quien estamos conmemorando al celebrar este encuentro Junto, puede ser citado en este punto: "Aquellos que renuncian a la esencial libertad para adquirir una ruin seguridad temporal, no se merecen ni la libertad ni la seguridad."
La diferencia entre el auténtico sentimiento individualista y su versión narcisista puede también ilustrarse con el ideal de Henry David Thoreau de ser un buen vecino y un mal súbdito. Los individualistas narcisistas permutan los adjetivos: no les importa ser malos vecinos y buenos súbditos mientras ello convenga a sus intereses.
Durante el siglo XX, el sentimiento individualista ciertamente ha ido menguando en todas partes, América incluida. Los americanos, que rechazaron tener un DNI, le han dado la bienvenida ahora bajo la forma del número de la seguridad social. Este descenso ha tenido lugar en el mismo momento que el sentimiento narcisista estaba alcanzando su posición dominante; lo cual confirma la incompatibilidad de éste con el sentimiento individualista.
¿Cómo explicar entonces el descenso del sentimiento individualista? Una respuesta lo relaciona con el descenso de la religión. El argumento no estriba sólo en que la tradición judeocristiana proporcionaba una base teórica para la defensa de la propia dignidad de cada persona, sino también en que la moralidad trascendental asociada a la religión es necesaria para el mantenimiento de la libertad y el orden social.
Puede haber algo de cierto en esta hipótesis, pero yo sostendría que se trata, como mucho, de una verdad parcial. No todas las religiones o interpretaciones religiosas son individualistas. Las cazas de brujas de los siglos XVI y XVII no fueron precisamente empresas individualistas. Además, muchas de las iglesias contemporáneas han asumido gran parte del ethos anti-individualista que se nos viene encima. Más aún, ¿el sentimiento individualista de la religión?, ¿podría ser justo a la inversa? (¿en la vida eterna porque creemos en Dios, o es al revés?) Tal vez el racionalismo sea un callejón sin salida, pero también hay algo incómodo en la idea de que la fe ciega sea necesaria para preservar la libertad individual.
Otra explicación, implícita en gran parte del discurso contemporáneo, es que el progreso de la civilización obra de forma natural en detrimento del sentimiento individualista. La civilización --viene a decir este argumento -- implica interdependencia social, relaciones pacíficas y un creciente poder estatal, todo lo cual contradice el sentimiento individualista. He sostenido que el sentimiento individualista no es incompatible con la interdependencia social. Podríamos invocar aquí el argumento de Hayek de que, contrariamente a lo pensaba Mussolini, la libertad individual --y por lo tanto el sentimiento individualista -- es una condición necesaria para la complejidad social, mientras que la intervención del Estado la socava. De manera similar, la historia del siglo XX sugiere que el Estado es mucho más peligroso para la paz que el sentimiento individualista. Este último dificilmente puede oponerse a la civilización cuando ha sido uno de los principios fundamentales de la civilización occidental.
Ahora bien, si contemplamos el descenso del sentimiento individualista como una consecuencia del crecimiento del Estado, todavía tendremos que explicar por qué el primero ha sido incapaz de contrarrestar el último. Para ello disponemos de una interesante teoría sobre cómo el crecimiento autónomo del Estado socava automáticamente el sentimiento individualista: la teoría del Estado como droga adictiva.
Primero debemos admitir que las condiciones y normas sociales influyen en las preferencias individuales. Esto, naturalmente, no es lo mismo que decir que la sociedad determina completamente las preferencias individuales. Pero sí niega la asunción neoclásica de que las preferencias individuales vienen dadas y son inmunes a los fenómenos sociales (como la persuasión o la publicidad). En otras palabras: entre la visión marxista de la completa determinación social y la asunción neoclásica de que las preferencias individuales no cambian, adoptaremos una posición intermedia austríaca en la que las preferencias individuales no vienen dadas pero pueden cambiar en respuesta a influencias externas.
Siguiendo a Michael Taylor, Anthony de Jasay ha desarrollado la teoría del Estado adictivo en su original libro El Estado. La idea es que cuanto más intervenga el Estado para producir bienes públicos o proporcionar asistencia, tanto más indispensable parecerá. Hay muchas razones para esto. La intervención estatal ahogará los esfuerzos voluntarios: por ejemplo, la beneficencia privada (que se vuelve menos urgente cuando el Estado de Bienestar se extiende); o la iniciativa de las compañías de seguros (que se frustra por la seguridad social y los programas sociales). Los individuos se acostumbrarán a contar con la asistencia del Estado y planificarán sus asuntos de acuerdo con esas expectativas de derechos y de ayuda. Y la interferencia del Estado en mecanismos sociales delicados y complejos necesariamente tendrá efectos insospechados, que a su vez exigirán otras intervenciones; como cuando el Estado amablemente ayuda a gente que se ha ido al paro precisamente por causa de la legislación laboral.
En tanto que las preferencias de la gente cambian con la experiencia y los hábitos, la intervención del Estado afectará al sentimiento individualista: la confianza en el Estado sustituirá al amor por la responsabilidad y la independencia individual, y la dignidad individual será contemplada como función de las garantías del Estado. Se genera así un fenómeno recursivo de crecimiento estatal: cuanto más Estado tienes, más quieres. El Estado es adictivo; y, podríamos añadir, de un modo mucho más peligroso que el tabaco, el alcohol o la heroína.
Como el sentimiento individualista es, por diferentes razones, más fuerte en unas personas que en otras, no todos los individuos se volverán igualmente adictos al Estado. Como señala de Jasay, algunos desarrollarán, por el contrario, una reacción alérgica: llegarán a odiar al Estado cada vez más violentamente. Esto explicaría (aunque no necesariamente justificaría) la psicología de, digamos, Randy Weaver o sucesos como el de Oklahoma City: personas de sentimiento individualista que terminan combatiendo o haciendo volar cosas, incluso si hacen volar la cosa equivocada o lo hacen por razones equivocadas.
Me he preguntado a menudo (especialmente cuando era miembro del establishment y gozaba de una buena posición) por qué los individualistas parecen ser con tanta frecuencia gente rara, extraña, singular y excéntrica. Benjamin Constant vivió una vida emocionalmente torturada. Los amigos de Albert Jay Nock comentaban jocosamente que éste vivía en Central Park. Lysander Spooner fue demasiado pobre para poder casarse con la única mujer de su vida. Georges Palante corregía los exámenes de sus alumnos en la compañía de prostitutas, y se suicidó en 1925. Ayn Rand no era exactamente "la chica de al lado". Todos estos individuos, excepto Nock, murieron sin descendencia, una mala forma de transmitir sus genes individualistas, si es que tales cosas existen. En una sociedad estatista, tener alergia al Estado es una bonita minusvalía, que bien merecería incluirse entre las cubiertas por la ley americana de atención al deficiente, si no fuera porque la causa de la alergia es también la causa de la ley. Así que no es necesario que uno sea individualista por ser un excéntrico, sino que la causalidad más bien podría ser de sentido contrario.
A pesar de que para un economista con una formación neoclásica la ideología es bastante más difícil de situar en los procesos sociales que los sentimientos, debo decir una palabra acerca de cómo la ideología igualitarista ha contribuido al fenecimiento del sentimiento individualista. Los igualitarios quieren que los individuos sean igualados en algunos aspectos además de en los derechos formales.
Anthony de Jasay ha demostrado brillantemente cómo la igualdad en algunos aspectos (digamos, "igual paga para igual trabajo") implica una creciente desigualdad en otros aspectos ("a cada uno según sus necesidades", por ejemplo). Pero la igualdad impuesta por el Estado siempre incrementa la igualdad en una dimensión, a saber: la igualdad en la sumisión al Estado. Este ataque frontal al sentimiento individualista ha sido probablemente la principal consecuencia de la ideología igualitaria. Más aun, cuando no hay restricciones para el contenido de la ley, hasta la igualdad ante la ley puede conducir al mismo resultado. En cierto sentido, la ideología igualitaria no ha producido la abolición de la esclavitud, sino su extensión a los hombres libres.
4. Una pequeña aplicación: el derecho de poseer y portar armas
El fenecimiento del derecho de poseer y llevar armas (aunque menos pronunciado en los EE.UU.) proporciona un interesante caso para el estudio del sentimiento individualista y su descenso durante nuestro siglo. Contrariamente a lo que piensa mucha gente, éste fue un derecho extensamente reconocido en la Europa del siglo XIX, y de manera muy notable en Inglaterra. Sus dos justificaciones, la autodefensa contra los criminales comunes y la resistencia a la tiranía, eran teóricamente incuestionables y constituían dos consecuencias naturales del sentimiento individualista.
Efectivamente, la dignidad individual requiere el reconocimiento del derecho de poseer y portar armas, como queda ilustrado a contrario por las leyes de los EE.UU. que negaban este derecho a los esclavos. Hay circunstancias en las que es difícil hacer valer la libertad individual sin ellas. "Por mi parte --escribió Henry David Thoreau -- no me gustaría pensar que alguna vez haya de contar con la protección del Estado." O, como el dicho que corría entre los judíos rusos perseguidos por los invasores nazis, "¡arma es un pasaporte para el bosque!" En cuanto a la responsabilidad individual, existe una contradicción insuperable entre, por una parte, la mística del ciudadano soberano y, por la otra, que su amo real no confíe en verlo armado. La coherencia lógica en este esquema de cosas (aunque no los principios libertarios) exigiría, tal como yo lo veo, que cualquier ciudadano que se acerque a las urnas sea cacheado para ver si tiene armas de fuego, pues si no es lo suficientemente responsable para llevar un revólver, ciertamente no es lo suficientemente prudente como para permitírsele votar.
Ahora bien, este tan obvio derecho de poseer y portar armas ha sido más o menos eliminado en la mayoría de los países occidentales, y ha sido restringido en los EE.UU. (severamente en algunos casos). Una razón de estado oficial es que las armas de fuego causan un incremento neto de crímenes, pues son ineficaces para la autodefensa. Tal excusa desafía tan obviamente los hechos que hay que sospechar la existencia de otros motivos. Una segunda razón, implícita pero no oficial, es que ya no necesitamos resistir a la tiranía. Aunque esto contradice la experiencia histórica, probablemente nos estemos acercando a los verdaderos motivos de los abolicionistas y de quienes les apoyan. Me temo que el motivo básico del control estatal de las armas de fuego es dar la puntilla al sentimiento individualista; y que el Estado ha tenido éxito en el control de las armas porque el sentimiento individualista ya estaba empequeñecido en las mentes de la mayoría.
También podemos observar aquí cómo el imperio formal de la ley ha contribuido a socavar el sentimiento individualista y a facilitar el crecimiento del Estado. Una vez que se reconoce como legítima toda ley-igual-para-todos, el prohibir algo a unos individuos que probablemente vayan a utilizar ese algo ilegalmente justifica el regular a todo el mundo. Hay sólo dos vías para escapar de este absurdo: o bien abandonar la idea de igualdad ante la ley, o aceptar que no todas las leyes-iguales-para-todos son legítimas. En tanto que se halle extendido en la sociedad, el sentimiento individualista se dirigirá hacia la segunda alternativa; de otro modo, la minoría de individualistas puede preferir la primera posibilidad a la de una no menos igual-para-todos esclavitud.
Conclusión
He sostenido que la libertad individual no puede sobrevivir si el sentimiento individualista no está extendido entre un gran número de personas. El sentimiento individualista es compatible con la sociedad --al menos con una sociedad abierta -- pero está en fuerte oposición al Estado tal como lo conocemos. Y este sentimiento ha estado descendiendo (al menos en parte) porque los individuos se han vuelto adictos al Estado.
Si esto es cierto, defender la libertad requiere rehabilitar el sentimiento individualista y romper con la adicción al Estado, una exigencia no pequeña: como decirle a un drogadicto que tiene que recuperar su confianza en sí mismo y romper su adicción. ¿Dónde está la gallina y dónde el huevo? Bien pudiera ser que llevar a cabo esa exigencia requiera (aquí o en cualquier otro lugar) otra revolución americana, pero éste es ya otro tema
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