Por Daniel Rodríguez Herrera
En una sociedad abierta, la única igualdad compatible con la libertad es la igualdad de derechos.
Carlos Cáceres
Todas las personas somos únicas e irrepetibles, tenemos distintos gustos y distintas habilidades y, por tanto, servimos de forma distinta a la sociedad. Somos todos diferentes, en suma. Si nos ponen a todos en el tablero de la vida bajo idénticas condiciones (es decir, si existe igualdad ante la ley) produciremos resultados desiguales. Y estos resultados deben premiarse más o menos, dependiendo del beneficio que los demás extraigan de ellos. El único mecanismo que permite realizar esto, aún de modo imperfecto, es el mercado. Y es cuando se cumplen estas premisas cuando la desigualdad económica es justa, puesto que da a cada uno lo que es suyo, los frutos de su propio esfuerzo. Intentar cambiar eso tiene un nombre distinto, y es el de robo, aunque se enmascare con bellos términos como "justicia distributiva".
Toda la teoría socialista se centra siempre en la eliminación de la desigualdad económica, ya que resulta imposible eliminar las desigualdades naturales como la inteligencia, el talento musical o la belleza física. Sin embargo, al hacerlo asume sin rubor la justicia de tal medida, que sólo podría defenderse si se asume que todos somos iguales, como clones indistinguibles. Además, se asegura que es posible eliminar la desigualdad económica sin analizar siquiera si se puede alcanzar semejante logro.
Para presuponer que esto sea posible hay que concluir que escoger una forma u otra de distribuir las riquezas no afectará para nada a la producción de las mismas. Sin embargo, la producción depende por completo de la distribución. Sólo por el incentivo que supone esa desigualdad, todos procuramos mejorar y competir, producir más a menor coste. Si lo elimináramos, la distribución equitativa permitiría a cada persona disponer de mucho menos de lo que tienen los pobres en las sociedades desarrolladas. Hay que recordar que, en los últimos años del comunismo, un obrero polaco disponía de diez veces menos poder adquisitivo real que un parado francés.
Además, la desigualdad permite un gran bien social: permite a los ricos el lujo. El lujo, aunque pueda parece a algunos una suerte de blasfemia, es vital para la economía. Para comprenderlo debemos ser primero conscientes de que, como indicó Mises, el lujo de hoy es la necesidad de mañana. Lujos fueron los cuartos de baño o los coches; hoy cualquiera puede disponer, y de hecho dispone, de ellos. El que haya gente que pueda gastar más de lo normal permite dos cosas: estimular la invención al proveer de consumidores a los productos nuevos aún cuando son pocos y caros, y permitir discernir entre un grupo de prueba si una innovación interesa o no al conjunto de los consumidores.
La desigualdad económica, por tanto, cuando se produce en una sociedad libre y en un Estado de Derecho, es justa y útil, y no debe ni puede ser eliminada.
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