En los últimos años, una importante cantidad de productos novedosos han sido presentados al gran público y rápidamente lanzados al mercado de los tratamientos oncológicos, ampliando el arsenal terapéutico a una velocidad sin precedentes en la historia de la oncología. El fenómeno alcanza extremos llamativos en el campo farmacológico, donde un sinnúmero de hallazgos alimentan la curiosidad de un público adicto a las novedades y cada vez más atento a las noticias relacionadas con la especialidad. Pero tanta motivación, comprensible toda vez que la vida humana está en juego, se muestra compleja y diversa examinada en su contexto.
Las leyes vigentes exigen a la industria farmacéutica un constante recambio de moléculas para sostener el monopolio sobre aquellas que integran la última generación. Sutiles cambios, no siempre necesarios, en la estructura química de un fármaco merecidamente aceptado en virtud de sus propiedades, bastan para obtener una nueva patente. Los “viejos” fármacos, sin importar su eficacia, son rápidamente apartados del centro de atención, cuando no condenados al ostracismo sin juicio previo. Ya no rinden como sus flamantes primos hermanos; es más, al agotarse sus privilegios, librados a los costos reales de producción, distribución y comercialización, a la evaluación objetiva de rigurosos ensayos clínicos y a la observación de médicos interesados por sus pacientes, algunos fármacos inaccesibles hasta para los más pudientes pasan bruscamente a costar menos que las ampollas que los contienen; otros, sigilosamente, son retirados del comercio.
Las ventajas de estos nuevos productos tienden a exagerarse, y a soslayarse sus efectos indeseables: se intenta presentar su potencial toxicidad como insignificante comparada con la de alternativas disponibles, a pesar de un conocido abanico de situaciones tóxicas novedosas, en algunos casos mortales, asociadas a su administración; asimismo, se los anuncia como destinados a un blanco molecular específico, presuntamente vinculado al beneficio terapéutico, a la vez que se promueve su indicación indiscriminada.
Cada nuevo fármaco dado a conocer es precedido por fantásticas promesas, ya desde los primeros ensayos in vitro, basadas en teorías que sugieren un replanteo radical del enfoque terapéutico. Una vez aprobados por las autoridades competentes, se inicia la carrera, generalmente decepcionante, contra la evidencia. No hay tiempo que perder: publicidad abrumadora y toda clase de tácticas destinadas a seducir a los “decisores” (en posición de autorizar y/o promover cierta indicación) se combinan para vender frenéticamente a precios que sólo explica un riguroso monopolio con fecha de vencimiento. La esperanza renueva este ciclo, más que la evidencia científica: en tanto ésta se demora, aquélla se mantiene. Finalmente, estos fármacos resultan, en su mayoría, devaluados por la cruel realidad, en ocasiones hasta ser descartados u olvidados.
Es sabido que los progresos en la comprensión de los fenómenos biológicos involucrados en la proliferación celular no conducen, de por sí, al desarrollo de terapias eficaces; que generalmente, entre la ciencia básica y las ampollas o comprimidos a la venta, el camino es arduo y endemoniadamente complicado. Hoy en día, sin embargo, las conclusiones apresuradas o interesadas, humanas al fin, en relación a los efectos buscados y secundarios de los fármacos, no siempre son revisadas en un contexto investigacional adecuado. Cada ensayo clínico implica un trabajoso diseño, la selección de una población en función de características puntuales, la recolección exhaustiva y el procesamiento metódico de la información obtenida, así como la presentación y discusión de las conclusiones, procurando que estas últimas no sean desmentidas luego, durante la etapa de distribución masiva.
La percepción del real alcance terapéutico puede ser alterada, desde luego, mediante puro marketing; pero cabe una cuota de responsabilidad a las instituciones a cargo de la aprobación de nuevos fármacos: suele actuarse con gran celeridad al evaluar terapias oncológicas, relajando las condiciones impuestas al común de los medicamentos que se pretende comercializar. Así, una droga que todavía no superó la fase III de la investigación (experimentada en pacientes que participan voluntariamente de un ensayo clínico), puede ser de todos modos ampliamente distribuida y promocionada, en general por un único laboratorio autorizado a venderla (fase IV). De tal modo se obra, al menos, en forma imprudente, al señalar un atajo sin saber a dónde conduce ni advertir los riesgos que conlleva. Pero es la compasión, madre de todas las virtudes, la que según se alega induce a quemar etapas; a exponer a grandes poblaciones a tratamientos cuyos riesgos no fueron adecuadamente valorados, extraordinariamente caros y en gran parte financiados por el común de los contribuyentes. En tanto, falta compasión orientada a resolver problemas sanitarios básicos, como la carencia de morfina en importantes centros de salud, fármaco tan económico como imprescindible para gran cantidad de pacientes oncológicos.
Dada la naturaleza de los sistemas de salud, en su mayoría parcialmente socializados, no es infrecuente que el paciente y sus familiares tiendan a exigir indicaciones desprovistas del correspondiente aval científico. En tales casos, la “medicina defensiva”, o en su defecto el recurso de amparo, actúan en forma complaciente y prácticamente automática. Las consecuencias pueden ser curiosas: una misma institución que raciona pañales y sábanas para los pacientes internados acaba gastando millones en el suministro de fármacos de última generación, sin más criterio que la presión publicitaria, el compromiso entre profesionales y laboratorios o el miedo a un proceso judicial. Semejante injusticia solo puede sostenerse cuando el que pide no paga, el que paga no decide y el que vende dispone a qué precio, libre de la fastidiosa competencia.
La solución de fondo parece radicar en una franca extensión de la cobertura sanitaria privada. Muy probablemente, un importante segmento de usuarios del sistema público lo integran individuos que aceptarían de buen grado costear un seguro de salud privado a cambio de cuotas más económicas. En el ámbito sanitario, la condición básica de un amplio acceso a los servicios que ofrece la actividad empresarial sería el derecho del cliente a renunciar a la cobertura de aquellas intervenciones que no considera prioritarias y/o cuyo costo, de todas formas, podría eventualmente afrontar, como las orientadas al diagnóstico y tratamiento de la infertilidad para quienes ya no desean tener hijos, procedimientos odontológicos de baja complejidad, interconsultas en general, nutrición, atención psicológica, etc., quizás en favor de convenios personalizados que amplíen garantías y opciones en campos tales como la oncología, los transplantes, las emergencias, las enfermedades crónicas y sus complicaciones o la detección precoz de patologías prevalentes.
Mejorar la asignación de los recursos destinados a la sanidad apelando a los acuerdos voluntarios exigiría, desde luego, cambios profundos y medidas especialmente chocantes para los adeptos a la coerción, pero en el largo plazo no se vislumbra otra forma de asegurar un sistema de salud accesible, calificado y eficiente.
Mientras tanto, a juzgar por la creciente aceleración de los cambios que experimentan las terapias oncológicas, parece urgente contar con criterios objetivos, periódicamente revisados, que sirvan a quienes corresponda fundamentar la autorización y eventualmente definir las indicaciones válidas de gran cantidad de moléculas que permanentemente se incorporan a la farmacopea oncológica. La fijación de dichos criterios, en un futuro no lejano, será clave para el aprovechamiento racional de los recursos sanitarios, ya que su omisión da lugar a un alarmante despilfarro de fondos en tratamientos con un impacto despreciable en términos de salud pública, cuyos precios disparatados, prohibitivos para casi todos e independientes de sus virtudes terapéuticas, fuerzan su indicación en medios estatales.
Puede que la oncología esté a las puertas de una nueva era de tratamientos a medida, basados en fármacos diseñados especialmente para cada paciente, certeros y atóxicos. Pero si tales puertas existen, solo serán abiertas con la ayuda de más, no menos, honestidad científica, comercial y política. Dichas cualidades, más que nunca, se necesitan para conservar la confianza de tantos individuos expectantes, depositada con toda justicia en una industria prodigiosamente creativa y dinámica, transformadora por excelencia de meros potenciales en resultados concretos.
Marta Valdés, tras la neblina del puente
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