Publicación: 17/8/1992
Por Czeslaw MiloszNational Review
Pagar tributo a un hombre excepcionalmente valioso es darse cuenta una vez más que la igualdad no existe en la república de las artes y de las letras. Su estructura es estrictamente jerárquica. La primera categoría no es igual a la segunda categoría, el atrevimiento no es igual a la cobardía, la generosidad de la mente no puede ser puesta en el mismo nivel que el interés propio. Las incertidumbres que son obvias cuando intentamos determinar cuál es la primera categoría en las artes o en la escritura socavan constantemente la propia noción de la jerarquía. Y aún la vida trae una y otra vez la confirmación de su existencia.
El logro de Robert Conquest se torna más obvio cuando lo observamos junto al comportamiento de sus contemporáneos, escritores como él, ya sea ingleses, estadounidenses, franceses, o italianos. Por muchas décadas en el siglo veinte, la gran mayoría de ellos observó ciertas reglas, que les parecían tan obvias que las convirtieron en la segunda naturaleza. Actuar contra esas reglas hubiese sido violar poderosos tabúes. La sanción para la inconformidad no era política sino social, en la medida en que implicaba una pérdida de status en la comunidad intelectual. Tengo en mente, por supuesto, una orden judicial prohibiéndole a uno decir la verdad sobre el sistema comunista en la Unión Soviética.
Robert Conquest, pese a ser el autor de varios libros académicos, es un poeta, y yo le deseo mucho más tiempo libre para alcanzar su verdadera vocación, ahora que ha terminado su tarea al servicio de la humanidad escribiendo sobre la naturaleza criminal del estado soviético. En la historia de la poesía moderna, Conquest ocupa un lugar permanente como iniciador del denominado Movimiento en Inglaterra en los años 50, junto con Kingsley Amis, Dennis Enright, Donald Davie, Philip Larkin y Thorn Gunn. Siendo yo un poeta y vivido en París en los años 50, puedo visualizar el riesgo corrido por un poeta que transgredió lo que entonces era considerado como políticamente correcto. En aquella época Jean-Jean-Paul Sartre se encontraba liderando una campaña espantosa contra Albert Camus, quien se atrevió a mencionar, en su libro El Rebelde, la existencia de campos de concentración en la Unión Soviética. El Londres de Robert Conquest no debe haber sido en este aspecto muy diferente de París. E incluso, si bien no puedo comparar mi propia contribución a la lucha contra las modernas formas de esclavitud con la voluminosa Cnuvre de Robert Conquest, mi experiencia es suficiente para comprender la resistencia que debió superar para emprender sus investigaciones. La honestidad me obliga a agregar que varios años después de la Segunda Guerra Mundial, debido a la situación política peculiar en Polonia, practiqué un compromiso con mi conciencia. Por lo tanto, lo que digo aquí puede ser interpretado también como un homenaje pagado por el vicio a la virtud.
Quizás ciertos sucesos retroceden demasiado rápido en un olvido misericordioso. La actitud de la abrumadora mayoría de los literatos occidentales hacia el estado comunista se extendió desde la abierta adulación hasta el silencio sobre hechos tales como los asesinatos y las deportaciones masivas, las hambrunas artificiales, y los campos de trabajo esclavo. En conjunto constituye uno de los fenómenos más extraños de la historia de nuestro siglo y proporcionará ciertamente tema para muchos análisis. Una mitologizada noción del progreso condujo a equiparar al supuesto socialismo de los soviéticos con el futuro de la humanidad.
Entre los admiradores de la Unión Soviética encontramos a las mentes más brillantes las que solamente deseaban ser engañadas, por mencionar solamente a Bernard Shaw, Romain Rolland, Jean-Jean-Paul Sartre, Pablo Picasso. Hoy es más y más obvio que la larga supervivencia de la tiranía soviética fue en gran medida dependiente del mantenimiento, mediante una gigantesca maquinaria de desinformación, de una apariencia de humanismo. Recuerdo a un eminente periodista estadounidense asegurarme que los trabajos de Abram Tertz (el seudónimo de Andrei Sinyavsky) no fueron escritos en Moscú sino que fueron fabricados en el exterior por anticomunistas. Con todo, las voces de los escritores y de los eruditos rusos tuvieron éxito al final en alcanzar al mundo en gran escala. El Archipiélago de Gulag de Solzhenitsyn y la franqueza de Andrei Sakharov aguijonearon el engaño. Y ésa fue una de las causas principales de la desintegración del imperio. Fue en verdad—para contrariar a los detractores del Presidente Reagan—un imperio del mal.
La responsabilidad de muchos intelectuales en mantener una conspiración de indiferencia no puede, sin embargo, justificar la denigración de ellos como una clase social o casta. Para en Rusia, aunque muchos fueron serviles, otros comenzaron a rebelarse tempranamente. La suerte de Boris Pasternak puede ser reseñada aquí como un ejemplo. También en Occidente, los casos de Solzhenitsyn y Sakharov hallaron una enorme respuesta y apoyo precisamente entre los escritores y los artistas.
Los libros de Robert Conquest siguen una disciplina de investigación académica, aunque no se encuentran separados, en virtud de que la separación al ocuparse de la desgracia de millones de seres humanos sería insensible. Los propios títulos indican claramente el contenido. Su obra Poder y Política en la URSS apareció en 1961. En 1962 Conquest publicó El Ultimo Imperio, el cual luce profético treinta años más tarde. El mismo año publicó El Asunto Pasternak: Coraje y Genio, Un Informe Documental. Fue seguido por Rusia después de Khrushchev (1965), La Política de las Ideas en la URSS (1967), La Religión en la URSS (1968), El Sistema Político Soviético (1968), El Gran Terror: La Purga de Stalin en los Años 30 (1969). La política soviética hacia las nacionalidades, la cual está siendo escarmentada hoy día por los acontecimientos, fue tratada primero en El Ultimo Imperio, y más adelante en Los Asesinos de la Nación: Las Deportaciones Soviéticas de las Nacionalidades (1970), Kolyma: Los Árticos Campos de la Muerte (1978), La Cosecha de Dolor: La Colectivización Soviética y la Hambruna de Terror (1986), y Stalin: Triturador de Naciones (1991).
La gente que se atrevió, al igual que Robert Conquest, a revolver la conciencia del mundo fue generalmente acusada de ultra conservadora, partidaria de la Guerra Fría, etc. Si esa clase de actividad era un privilegio de los conservadores, deben estar orgullosos de su buena voluntad de llamar a una espada una espada. Pese a ello, entre esos miembros de la república del arte y de las letras que rompió la conspiración del silencio se encontraban representantes de un espectro político amplio, incluyendo a hombres de la izquierda como George Orwell, Arthur Koestler, y mis recientes amigos, los eminentes escritores italianos Ignazio Silone y Nicola Chiaromonte. Una compañía honorable. Y cuando incluyo a Robert Conquest en ella, me digo a mi mismo que las altas cualidades de ese grupo compensan probablemente los errores y las aberraciones que fueron de otra manera tan comunes entre la intelligentsia.
Vengo de un área en Europa que estuvo durante mucho tiempo ocupada por la Unión Soviética. Lo que sea que el futuro traiga para esa área—y no estamos exentos de recelos—los horrores del estado policial se encuentran terminados. He intentado llegar a la opinión pública occidental escribiendo sobre la situación del país de mi nacimiento, Lituania, y del país de mi lengua, Polonia, y, por supuesto, fui respetuoso de aquellos pocos colegas cuyos trabajos promovieron la causa de la liberación. En este momento estoy feliz de la oportunidad de expresar mi gratitud a Robert Conquest.
Traducido por Gabriel Gasave
Fuente www.elindependent.org
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