Un ensayo de Héctor Nauparí publicado en el sitio web de la fundación Fiedrich Naumann, después de su viaje a Cuba, la tierra natal de sus padres, el autor cuenta sus impresiones de la realidad cubana.
Heredé de mis padres el amor por Cuba y su revolución. En mi generación nacimos fascinados por la gesta de los tres comandantes. Con el paso del tiempo, esas figuras románticas se convirtieron en espectros de pesadilla, por la miseria en que vivían los cubanos y los padecimientos de los presos políticos. A pesar de esa pátina tenebrosa, el mito ha logrado mantener su heroicidad, vivo para quienes todavía impresionan los hondazos del David caribeño. De esta suerte, decidí pasar unos días en Cuba, para comprobar si la Isla era el paraíso en la tierra, como creyeron mis padres. Lo que hallé en Cuba superó mis peores expectativas. Es un Estado opresivamente policiaco, tan vasto que, se dice, de once millones de cubanos, nueve son policías. Su peor consecuencia es el “estado de prisión mental” donde nadie sabe lo que verdaderamente anida en su interior. Si un extranjero conversa con un cubano, observará una contradicción en términos: alaba y critica al régimen al mismo tiempo. No menos grave, este sistema de delación permanente ha destrozado la confianza entre sus semejantes. La cubana debe ser la única sociedad de occidente donde la primera idea cuando se conversa con otro es la sospecha. Esa opresión y esa destrucción se reflejan en su capital. Antaño ciudad de esplendores, La Habana es una ciudad bombardeada. Lo que quedan de sus hermosos edificios es presa de los estragos del tiempo, de los derrumbes, de la falta de mantenimiento, de la indolencia de sus gobernantes. Estos estragos también los viven a diario las mujeres y los jóvenes cubanos, a merced de los apetitos de los turistas. Hoy, el sistema de hospedajes particulares ha permitido ingresar a las casas y al interior de las familias a la profesión más antigua del mundo, donde los turistas llevan a cabo acciones que serían penadas legal y socialmente en sus propios países. En tanto se sientan guerrilleros de caricatura, ellos son, en su gran mayoría, absolutamente indiferentes a la trágica suerte de este pueblo.Y así, como en una irónica justicia de la historia, el Comandante en Jefe es ahora el Fulgencio Batista que combatió cuando joven, una siniestra copia que ha hecho palidecer al original a extremos inimaginables, y que lleva más de un año sin aparecer. Durante su natalicio, otrora fecha de celebraciones y marchas, la Plaza de la Revolución lució desamparada y vacía, y la dictadura tuvo que extender un día más los carnavales, acaso los más tristes de La Habana, según todos. ¿Eso es lo que llamamos heroísmo, y que debe justificar todos estos abusos? Si algo quedó de la admiración paterna, es que ningún acto heroico debería tener el costo de acabar con el bienestar de un pueblo, justamente al mismo que se dice va a beneficiar o inspirar con su ejemplo. Hoy son otros los que quieren librar por fin al pueblo cubano de la tiranía que lo acosa. Disidentes, presos, líderes que intentan inculcar un sistema de valores elementales. Ellos no son calco ni copia, sino una creación heroica, porque lo tienen todo en contra. Con ellos está mi corazón, pues se ha quedado en Cuba, a su lado. También anida allí mi esperanza por verla libre, próspera, con bienestar y con justicia. Ése es el sueño inconmovible, el que no cesa de iluminarnos pese a la tiniebla autoritaria que quiere resistirse al tiempo o al cambio de estación. Lo que ella no sabe es que, como el aguacero, caerá inevitablemente. Y esta vez lo veremos.
Héctor Nauparí es poeta, ensayista y abogado peruano. Autor de Rosa de los vientos (2006), Páginas libertarias (2004), Poemas sin límites de velocidad (2002) y En los sótanos del crepúsculo (1999).
Heredé de mis padres el amor por Cuba y su revolución. En mi generación nacimos fascinados por la gesta de los tres comandantes. Con el paso del tiempo, esas figuras románticas se convirtieron en espectros de pesadilla, por la miseria en que vivían los cubanos y los padecimientos de los presos políticos. A pesar de esa pátina tenebrosa, el mito ha logrado mantener su heroicidad, vivo para quienes todavía impresionan los hondazos del David caribeño. De esta suerte, decidí pasar unos días en Cuba, para comprobar si la Isla era el paraíso en la tierra, como creyeron mis padres. Lo que hallé en Cuba superó mis peores expectativas. Es un Estado opresivamente policiaco, tan vasto que, se dice, de once millones de cubanos, nueve son policías. Su peor consecuencia es el “estado de prisión mental” donde nadie sabe lo que verdaderamente anida en su interior. Si un extranjero conversa con un cubano, observará una contradicción en términos: alaba y critica al régimen al mismo tiempo. No menos grave, este sistema de delación permanente ha destrozado la confianza entre sus semejantes. La cubana debe ser la única sociedad de occidente donde la primera idea cuando se conversa con otro es la sospecha. Esa opresión y esa destrucción se reflejan en su capital. Antaño ciudad de esplendores, La Habana es una ciudad bombardeada. Lo que quedan de sus hermosos edificios es presa de los estragos del tiempo, de los derrumbes, de la falta de mantenimiento, de la indolencia de sus gobernantes. Estos estragos también los viven a diario las mujeres y los jóvenes cubanos, a merced de los apetitos de los turistas. Hoy, el sistema de hospedajes particulares ha permitido ingresar a las casas y al interior de las familias a la profesión más antigua del mundo, donde los turistas llevan a cabo acciones que serían penadas legal y socialmente en sus propios países. En tanto se sientan guerrilleros de caricatura, ellos son, en su gran mayoría, absolutamente indiferentes a la trágica suerte de este pueblo.Y así, como en una irónica justicia de la historia, el Comandante en Jefe es ahora el Fulgencio Batista que combatió cuando joven, una siniestra copia que ha hecho palidecer al original a extremos inimaginables, y que lleva más de un año sin aparecer. Durante su natalicio, otrora fecha de celebraciones y marchas, la Plaza de la Revolución lució desamparada y vacía, y la dictadura tuvo que extender un día más los carnavales, acaso los más tristes de La Habana, según todos. ¿Eso es lo que llamamos heroísmo, y que debe justificar todos estos abusos? Si algo quedó de la admiración paterna, es que ningún acto heroico debería tener el costo de acabar con el bienestar de un pueblo, justamente al mismo que se dice va a beneficiar o inspirar con su ejemplo. Hoy son otros los que quieren librar por fin al pueblo cubano de la tiranía que lo acosa. Disidentes, presos, líderes que intentan inculcar un sistema de valores elementales. Ellos no son calco ni copia, sino una creación heroica, porque lo tienen todo en contra. Con ellos está mi corazón, pues se ha quedado en Cuba, a su lado. También anida allí mi esperanza por verla libre, próspera, con bienestar y con justicia. Ése es el sueño inconmovible, el que no cesa de iluminarnos pese a la tiniebla autoritaria que quiere resistirse al tiempo o al cambio de estación. Lo que ella no sabe es que, como el aguacero, caerá inevitablemente. Y esta vez lo veremos.
Héctor Nauparí es poeta, ensayista y abogado peruano. Autor de Rosa de los vientos (2006), Páginas libertarias (2004), Poemas sin límites de velocidad (2002) y En los sótanos del crepúsculo (1999).
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