Por Daniel Rodríguez Herrera
En esta época de fieros debates sobre el calentamiento global, sus consecuencias y el protocolo de Kyoto como posible tabla de salvación, no está de más echar la vista atrás a otro problema ecológico cuya solución necesitó de un acuerdo entre todos los países del mundo. El pasado 16 de septiembre se cumplieron 20 años del protocolo de Montreal, en el que 40 naciones acordaron una reducción en el uso de los CFC para evitar que la capa de ozono adelgazara. Se fueron sumando más países y para 2010 todos habrán dejado de producirlos y consumirlos. El temor que causó esa reacción fue que ese fenómeno permitiera la llegada a la superficie de rayos ultravioleta B (UVB), radiación absorbida por el ozono, lo que produciría un aumento en los casos de cáncer de piel, además de daños diversos a multitud de especies.
La raíz, la aprobación y los resultados de esta medida presentan unos notables paralelos con el caso del calentamiento global. Una teoría presentada como un hecho cierto e indiscutible, apoyada por el consenso científico. Unos cuantos escépticos apuntando a la variabilidad natural, y no a la acción del hombre, como origen del problema. Una campaña mediática que provoca que los políticos se apunten al principio de precaución y prohíban el uso de unos compuestos químicos que no se sabe a ciencia cierta si son dañinos o no, con un impacto mayor en los países pobres, que tienen menos recursos disponibles para acceder a las alternativas, más caras.
El caso es que desde que se prohibieran los CFC, la histeria mundial pasó a centrarse en el calentamiento global y el dióxido de carbono, dejando el ozono en un segundo plano. Sin embargo, la teoría decía que parte de los compuestos químicos que ya estaban en la atmósfera tardarían entre 75 y 100 años en desaparecer, de modo que tendríamos que sufrir las consecuencias del daño que ya habíamos hecho; el protocolo de Montreal era una solución a largo plazo, porque a corto no teníamos ninguna. Sin embargo, el ozono hace mucho que dejó de desaparecer en la Antártida, que es el único lugar donde se tenía constancia que lo estuviera haciendo.
El caso es que el famoso agujero en la capa de ozono no era en realidad tal: se trataba de un adelgazamiento, no de una desaparición de este gas, y se limitaba a un periodo de tiempo corto; en el comienzo de la primavera en el hemisferio sur (septiembre-octubre), la concentración de ozono descendía para luego volver a la situación normal. Y aunque es cierto que el problema se incrementó durante los años 80 hasta el 87, también lo es que desde entonces se ha mantenido más o menos estable, pese a que la concentración de CFC en la atmósfera no empezó a disminuir hasta finales de los 90, como reconoció la Organización Meteorológica Mundial (WMO), habiendo crecido hasta entonces.
La propia Greenpeace lo reconoce implícitamente cuando, para indicar la gravedad del problema, pone cuatro imágenes de satélite correspondientes a 1980, 1983, 1986 y... ¡1998! Lo que quieren hacernos creer es que el "agujero" ha seguido aumentando, año tras año, incansablemente. Sin embargo, las cifras son claras. De 1982 a 2006 el tamaño del mismo, en millones de kilómetros cuadrados, según la NASA, ha seguido esta serie: 4, 8, 10, 14, 11, 19 (aquí se aprobó el protocolo de Montreal), 10, 18, 19, 18, 22, 23, 22, 22, 22, 21, 26, 23, 24, 25, 12, 25, 19, 24, 26. Como se ve, después de aumentar notablemente durante los años 80 parece que la cosa se ha estancado desde entonces.
Pero el problema es mayor aún. Debemos recordar que el riesgo del que se nos alertó no se refería a la disminución de ozono, sino a que eso dejaría entrar más rayos UVB, lo que afectaría a la vida marina y produciría un aumento en el número de casos de cáncer de piel. Pero la propia WMO reconoció que la variación en la llegada de esos rayos a las zonas pobladas de la tierra no presenta ninguna tendencia significativa durante todo ese periodo, y que en todo caso su posible aumento debido al ozono se perdía entre la variabilidad de fondo. Y aunque los melanomas han aumentado durante el periodo comprendido entre 1970 y 1990, es difícil separar el posible efecto de los problemas en la capa de ozono con los relacionados con el aumento en el nivel de vida, cambios en las costumbres y mejora en la detección.
En definitiva, por más que la ONU defina Montreal como "el más exitoso tratado internacional hasta la fecha" y considere que no da "un mensaje de esperanza para trabajar cooperativamente en pos de solucionar los grandes problemas medioambientales", lo cierto es que la realidad no es tan hermosa. Sin duda, tuvo éxito en aquello que materialmente buscaba lograr, es decir, acabar con los CFC. Pero que haya mejorado en algo el medio ambiente al hacerlo es dudoso. Eso no quita para que, ahora que la atención del público está en otra parte, las organizaciones internacionales y ecologistas celebren su éxito como un inmenso beneficio para la humanidad. Ya se sabe que nadie las va a pedir cuentas nunca por sus errores.
Sin embargo, también es cierto que tampoco ha afectado en exceso a la economía; en ese aspecto, no juega en la misma liga que el protocolo de Kyoto, que obliga a enormes sacrificios para unos resultados mínimos e indetectables dentro de la variabilidad natural del clima. Se esté o no a favor de estos grandes tratados, examinando los sacrificios a los que obliga con respecto a los hipotéticos beneficios que obtendrá, Montreal sale mucho mejor parado que Kyoto, de largo. Algo que debería hacernos pensar un poco.
En esta época de fieros debates sobre el calentamiento global, sus consecuencias y el protocolo de Kyoto como posible tabla de salvación, no está de más echar la vista atrás a otro problema ecológico cuya solución necesitó de un acuerdo entre todos los países del mundo. El pasado 16 de septiembre se cumplieron 20 años del protocolo de Montreal, en el que 40 naciones acordaron una reducción en el uso de los CFC para evitar que la capa de ozono adelgazara. Se fueron sumando más países y para 2010 todos habrán dejado de producirlos y consumirlos. El temor que causó esa reacción fue que ese fenómeno permitiera la llegada a la superficie de rayos ultravioleta B (UVB), radiación absorbida por el ozono, lo que produciría un aumento en los casos de cáncer de piel, además de daños diversos a multitud de especies.
La raíz, la aprobación y los resultados de esta medida presentan unos notables paralelos con el caso del calentamiento global. Una teoría presentada como un hecho cierto e indiscutible, apoyada por el consenso científico. Unos cuantos escépticos apuntando a la variabilidad natural, y no a la acción del hombre, como origen del problema. Una campaña mediática que provoca que los políticos se apunten al principio de precaución y prohíban el uso de unos compuestos químicos que no se sabe a ciencia cierta si son dañinos o no, con un impacto mayor en los países pobres, que tienen menos recursos disponibles para acceder a las alternativas, más caras.
El caso es que desde que se prohibieran los CFC, la histeria mundial pasó a centrarse en el calentamiento global y el dióxido de carbono, dejando el ozono en un segundo plano. Sin embargo, la teoría decía que parte de los compuestos químicos que ya estaban en la atmósfera tardarían entre 75 y 100 años en desaparecer, de modo que tendríamos que sufrir las consecuencias del daño que ya habíamos hecho; el protocolo de Montreal era una solución a largo plazo, porque a corto no teníamos ninguna. Sin embargo, el ozono hace mucho que dejó de desaparecer en la Antártida, que es el único lugar donde se tenía constancia que lo estuviera haciendo.
El caso es que el famoso agujero en la capa de ozono no era en realidad tal: se trataba de un adelgazamiento, no de una desaparición de este gas, y se limitaba a un periodo de tiempo corto; en el comienzo de la primavera en el hemisferio sur (septiembre-octubre), la concentración de ozono descendía para luego volver a la situación normal. Y aunque es cierto que el problema se incrementó durante los años 80 hasta el 87, también lo es que desde entonces se ha mantenido más o menos estable, pese a que la concentración de CFC en la atmósfera no empezó a disminuir hasta finales de los 90, como reconoció la Organización Meteorológica Mundial (WMO), habiendo crecido hasta entonces.
La propia Greenpeace lo reconoce implícitamente cuando, para indicar la gravedad del problema, pone cuatro imágenes de satélite correspondientes a 1980, 1983, 1986 y... ¡1998! Lo que quieren hacernos creer es que el "agujero" ha seguido aumentando, año tras año, incansablemente. Sin embargo, las cifras son claras. De 1982 a 2006 el tamaño del mismo, en millones de kilómetros cuadrados, según la NASA, ha seguido esta serie: 4, 8, 10, 14, 11, 19 (aquí se aprobó el protocolo de Montreal), 10, 18, 19, 18, 22, 23, 22, 22, 22, 21, 26, 23, 24, 25, 12, 25, 19, 24, 26. Como se ve, después de aumentar notablemente durante los años 80 parece que la cosa se ha estancado desde entonces.
Pero el problema es mayor aún. Debemos recordar que el riesgo del que se nos alertó no se refería a la disminución de ozono, sino a que eso dejaría entrar más rayos UVB, lo que afectaría a la vida marina y produciría un aumento en el número de casos de cáncer de piel. Pero la propia WMO reconoció que la variación en la llegada de esos rayos a las zonas pobladas de la tierra no presenta ninguna tendencia significativa durante todo ese periodo, y que en todo caso su posible aumento debido al ozono se perdía entre la variabilidad de fondo. Y aunque los melanomas han aumentado durante el periodo comprendido entre 1970 y 1990, es difícil separar el posible efecto de los problemas en la capa de ozono con los relacionados con el aumento en el nivel de vida, cambios en las costumbres y mejora en la detección.
En definitiva, por más que la ONU defina Montreal como "el más exitoso tratado internacional hasta la fecha" y considere que no da "un mensaje de esperanza para trabajar cooperativamente en pos de solucionar los grandes problemas medioambientales", lo cierto es que la realidad no es tan hermosa. Sin duda, tuvo éxito en aquello que materialmente buscaba lograr, es decir, acabar con los CFC. Pero que haya mejorado en algo el medio ambiente al hacerlo es dudoso. Eso no quita para que, ahora que la atención del público está en otra parte, las organizaciones internacionales y ecologistas celebren su éxito como un inmenso beneficio para la humanidad. Ya se sabe que nadie las va a pedir cuentas nunca por sus errores.
Sin embargo, también es cierto que tampoco ha afectado en exceso a la economía; en ese aspecto, no juega en la misma liga que el protocolo de Kyoto, que obliga a enormes sacrificios para unos resultados mínimos e indetectables dentro de la variabilidad natural del clima. Se esté o no a favor de estos grandes tratados, examinando los sacrificios a los que obliga con respecto a los hipotéticos beneficios que obtendrá, Montreal sale mucho mejor parado que Kyoto, de largo. Algo que debería hacernos pensar un poco.
Fuente: Instituto Juan De Mariana
http://www.juandemariana.org/comentario/1521/quedo/agujero/capa/ozono/
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