Artículo publicado en la sección editorial del diario La Nación, el 05/04/2008.
Los argentinos estamos acostumbrados a utilizar el odio como instrumento político. Es doloroso reconocerlo, pero ése es el rasgo sombrío y acaso trágico que preside nuestra vida institucional y pública desde hace muchísimo tiempo.
La táctica es conocida y la han usado, históricamente, casi todos los gobiernos: consiste en identificar a un sector social, económico o político de la población como el culpable de todos los males de la Nación y en hacerlo responsable, desde la tribuna pública, de todas las calamidades que se abaten sobre nuestro territorio o sobre nuestra población.
Esos sectores "culpables absolutos" de la desgracia nacional han ido cambiando, como es natural, a lo largo del tiempo: fueron identificados, sucesivamente, como los "oligarcas", los "yrigoyenistas", los "peronistas", los "antiperonistas", los "comunistas", los "burócratas sindicales", los "subversivos", los "represores", los "proimperialistas" o los "entregadores del patrimonio nacional". En un orden más vinculado con cierto personalismo de entrecasa, sobre los seguidores de no pocas figuras políticas cayó en algún momento la descalificación que pretendía reducirlos a la condición de "parias" o "malditos" de la vida nacional.
En los últimos días pareció haber sonado, por momentos, la hora del campo. Y se tuvo la sensación de que la cascada de reproches proveniente de la tribuna presidencial empezaba a caer sobre el heterogéneo y casi indefinible sector agropecuario. Cambian los juicios y los adjetivos, cambian los personajes, pero no suelen cambiar la agresividad y el menosprecio. Y persiste el odio, persiste la obsesión por dividir a los argentinos, persiste la necesidad de sembrar la semilla de la discordia social.
Parecería que los hijos de este país sólo conocemos el lenguaje del agravio y sólo dormimos en paz cuando logramos identificar a unos como enemigos irreconciliables de los otros. Siempre el odio, siempre el rechazo frontal, siempre dos bandos separados, siempre dos sectores de argentinos enfrentados por el veneno del odio.
La presidenta Cristina Fernández de Kirchner, por supuesto, no es de ninguna manera la inventora de esta práctica política consistente en señalar públicamente y con acritud a los responsables de las desviaciones que han conducido a la decadencia argentina. Pero, por imperio de una rutina difícil de eludir cuando se ejerce la función de gobierno, se erige por momentos -tal vez sin advertirlo- en la continuadora de aquellos que introdujeron en la historia nacional, hace ya mucho tiempo, la semilla del odio.
Ha llegado la hora de que los argentinos dejemos de lado definitivamente esos estilos que envilecen y rebajan el nivel de nuestra vida cívica. Ha llegado la hora de que sustituyamos el lenguaje del agravio y encausemos el debate político hacia la vía del respeto y la dignificación del adversario. Que el odio no ocupe nunca más un lugar en la historia de nuestro país. Que el futuro argentino sea cada vez más el fruto de una convivencia fundada en la aceptación del "otro" como base y fundamento de una sociedad auténticamente pluralista. Y que edifiquemos una Argentina basada inequívocamente en el respeto irrestricto a la dignidad ajena sin subestimarnos e insultarnos como acostumbramos.
URL de orígen: http://www.lanacion.com.ar/opinion/nota.asp?nota_id=1001412&origen=premium
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