El desgastado debate sobre el pasado acosa cíclicamente a nuestra nación. Esto nos hace vivir como si permanentemente apeláramos al espejo retrovisor. Lo cierto es que estas históricas heridas no cicatrizan tan fácilmente. Aun perduran generaciones que tuvieron estrecha vinculación con la época. Ellos lo vivieron desde el protagonismo mismo de los hechos.
Determinados hitos puntuales, reeditan este tema en forma recurrente. Alguna contemporánea causa judicial, una fecha evocativa, alguna declaración altisonante, en definitiva, cuestiones cotidianas que nos recuerdan el horror de esos años.
Es difícil comulgar con los que creen que ignorando el asunto se pueden borrar las heridas. Mucho más complejo aun, es creer que lograremos superar lo sucedido con meras expresiones voluntaristas que solo aspiran a "lavar culpas" y diluir las responsabilidades de quienes fueron parte interesada y activa de esos tiempos.
Responsables existieron. No se trata a estas alturas de héroes o villanos, de buenos o malos, de jóvenes idealistas o de quienes pretenden habernos liberado de la subversión. Esa versión caricaturesca, solo deforma la realidad, minimiza lo sucedido, pretendiendo disfrazar de gesta lo que debe calificarse como un atroz error histórico. Es una página que debemos dar vuelta, pero no para olvidarla, sino para hacer el necesario duelo, reconociendo lo que paso, profundizando nuestros conocimientos sobre lo vivido, y fundamentalmente haciendo que se hagan cargo de sus errores quienes inequívocamente lo cometieron. Es importante intentar comprender que nos sucedió como sociedad, para que hayamos transitado semejantes y desproporcionados actos contra la vida.
Ya no se trata del debate judicial, plagado de recursos y tecnicismos. Vivimos en un país que transcurre su existencia evitando llamar a las cosas por su nombre. Pretendemos ser lo que no somos y disimular lo malo cubriendo los hechos de un sinfín de argumentaciones justificatorias que pretenden atenuar las decisiones del pasado.
No es así como se sale. Se supera, reconociendo el asunto y para eso es preciso poder contar los hechos tal cual sucedieron, sin eufemismos. Los recursos literarios y las licencias poéticas no pueden ser la forma de justificar las atrocidades cometidas por unos y otros.
Por eso cuando escuchamos en estos días, frases hechas, lugares comunes repetidos hasta el cansancio nos cuesta entender semejante hipocresía.
Bastardear palabras como libertad, patria, nación, lucha y tantas otras, para utilizarlas deliberadamente, intentando que estas brinden un "paraguas intelectual" a las ideologías de la muerte, es solo una perversión de los que se creen dueños de la vida.
Disponer de la vida humana como propia, decidir por los demás definiendo sus destinos por el mero hecho de pensar diferente, no puede ser jamás la explicación racional que haya permitido apropiarse de la vida ajena.
Cuando nos pretenden contar que existieron bandos, y que ambos lucharon por un país mejor, por liberarnos de la opresión, por devolvernos la libertad y ofrecernos una nación llena de oportunidades, realmente llegamos a la conclusión de que evidentemente tenemos una cuestión semántica por resolver.
Es difícil aceptar que se pueda luchar por la libertad colocando bombas, secuestrando, violando, torturando y matando. Vivir en la clandestinidad, armados hasta los dientes, financiados por oscuros intereses, abusando de los recursos económicos obtenidos con el trabajo de otros, apropiándose de bienes materiales para alimentar la máquina de matar, despojando a familias completas, quitándoles sus padres a los hijos y los hijos a los padres, no parece ser la forma de liberarnos de ninguna opresión. Matar por una supuesta causa superior, arrojando cadáveres desde los aviones o desapareciendo conciudadanos, asesinando en un campo de concentración también clandestino o con atentados salvajes y violentos, quemando vehículos en las calles, o rompiendo vidrieras de negocios, no puede ser nunca el camino para lograr un país mejor.
Ser un militante político o tener un uniforme no son razones suficientes para que en si mismas otorguen licencia para matar.
Por eso cuando hoy leemos a los recitadores del horror, esos que pretenden escudarse detrás de sus ampulosos discursos de libertad, hablando del pueblo, de la patria y la nación, no debemos olvidar que son solo palabras, porque en el fondo son solo militantes de la muerte.
Se trata de seres humanos que desprecian la vida humana, que creen que pueden decidir por los demás, adjudicándose derechos que nadie les concedió. Se han autodesignado liberadores de la nación cuando en realidad son solo seres arrogantes, que se suponen iluminados por algún ser superior que los eligió para esa causa que persiguen.
NUNCA se podrá justificar la muerte humana como camino para llegar a la libertad. Las muertes no pueden ser el modo. Hay que aprender a cuidarse de los fundamentalistas del terror. Son grandes manipuladores de la palabra. Seducen con apasionados discursos plagados de buenas intenciones, pero solo transportan resentimiento y sus manos están ávidas de sangre. Utilizan a la democracia y sus instituciones pero en su país soñado solo existen dictaduras. Viven camuflados detrás del sistema que los ampara, un sistema que si ellos hubieran triunfado, tantos unos como otros, no existiría, porque la tolerancia para ellos no es un valor.
Su desprecio por la vida humana es mas fuerte que ellos. Forma parte de su esencia. Se declaman comprensivos en público, pero en privado se los escucha con discursos plagados de odio, xenofobia, racismo y discriminación. No quieren en realidad el progreso de su pueblo. No les interesa el resultado de la supuesta causa que defienden. Les seduce la perversidad del camino del combate que suponen les aporta una dignidad que tampoco se han ganado.
Hay que cuidarse de ellos. A esos hay que decirles, que los cambios se consiguen aportando verdad, construyendo argumentos, consiguiendo adhesión a las ideas. Cualquier otro camino que implique terror, muerte y destrucción no puede ser ni digno, ni revolucionario. La revolución es lograr los cambios con convicción, con armonía y dentro del marco del respeto. Al menos lo es para quienes creemos en una nación civilizada.
El hombre primitivo se imponía por la fuerza. El desarrollo de la especie humana nos ha llevado a madurar hacia el dialogo, el entendimiento, la tolerancia y el respeto. Volver a conductas tribales nos acerca al costado más patético del origen de nuestra existencia.
Las reglas de la jungla, la ley del más fuerte, supone un estado anterior al del desarrollo racional de la humanidad y nos retrotrae a nuestro pasado más instintivo.
Es tiempo de llamar a las cosas por su nombre. Aquellos protagonistas de esos años, solo fueron guerrilleros, terroristas, asesinos uniformados y de los otros, ladrones y saqueadores, en fin, delincuentes comunes con pretensiones de héroes. Eran iguales. En ambos bandos. El resto, lo místico, la idealización de sus objetivos y su lucha, es solo una retorcida construcción intelectual que, de un lado y de otro, intenta justificar el pasado de personas profundamente equivocadas, que creyeron ser los dueños de la vida ajena. Muchos terminaron pagando sus errores con la propia, otros con vejaciones, privaciones y el escarnio publico.
Los ideales NO se imponen. Se comunican, se difunden y son voluntariamente comprendidos ( o no ) por otros que se suman, expresamente, a la causa. Nadie puede ofenderse porque otros piensen diferente. Una democracia se construye sobre la base del respeto al pensamiento ajeno, a la divergencia, al disenso. Cualquier forma de imposición salvaje apoyada sobre la cobardía que alimentan la pólvora, las armas, la muerte y la destrucción no puede ser el camino.
No se trata ahora de comunistas o fascistas. Es bastante más simple. Fueron y serán solo fundamentalistas del terror, meros pregoneros de la muerte, que parten del grosero error de creerse dueños de la vida ajena. Es tiempo de llamar a las cosas por su nombre.
Enviado por Alberdo Medina Méndez
Marta Valdés, tras la neblina del puente
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