Tal como bautizar una niña como “hermosa”, por lo que siempre lo será, el sustantivo “socialismo” posee la virtud artificial intrínseca de referirse a lo social por encima de lo político, que el común introyecta como “preocupación por el sufrimiento del pueblo” como colectivo, con el sentido de solidaridad, por encima del individuo, entendido como egoísmo, cuando en la realidad es todo lo contrario: es un sistema que privilegia lo político por encima de lo económico, con el desastroso resultado para lo social. Es una de esas voces felices de fácil compra pero que esconde una perversa realidad antinatural que suprime la individualidad, centraliza la actividad pública y estatiza la vida de la nación eliminando el “interés propio” que es el combustible que mueve la economía. Y esta es una fórmula inequívoca para fracasar, por lo que este sistema de gobierno sobrevive entre los escombros de su fracaso gracias a la represión de un militarismo corrupto que se encarga de oprimir al pueblo y destruir la disidencia. Cuba es el ejemplo más cercano de la aplicación de la fórmula socialista en un país que, aunque bajo una dictadura militar, era para 1958, uno de los más prósperos de América Latina, con 1,4% de inflación, ocupando el 5º lugar en ingreso per cápita del hemisferio, el tercero en expectativa de vida, 76% de alfabetismo (cuarto más alto de América Latina para la fecha, en Venezuela llegaba al 50%), que se ha convertido en un lastimoso espectáculo de desolada miseria bajo 49 años de opresión colectivista. Un detallado artículo firmado por Juan Fernando Carpio, deduce el porqué fracasa inexorablemente el socialismo.
¿Por qué fracasa el socialismo?
Para empezar debemos definir qué es socialismo. A pesar de que su nombre provenga de “social”, algo muy inteligente por parte de quienes diseñaron la etiqueta en los siglos XVII al XX, lo que realmente implica es planificación central (socialización). Y claro, existen varios socialismos, desde el socialismo utópico, pasando por el socialismo marxista hasta llegar a su primo hermano, el nacionalsocialismo -nazi- alemán. Pero, ¿qué tienen en común estas tendencias, cuyos integrantes pasaron tanto tiempo tratando de diferenciarse entre sí? Algo fundamental: la desconfianza o desprecio por la autonomía del individuo y la insistencia en politizar y planificar centralmente las actividades de una sociedad. Y eso es lo que debe ser entendido por socialismo o socialización. Entonces, lo que quiero señalar en este artículo es que independientemente de las aparentes buenas intenciones y argumentos de quienes nos proponen este modelo social, el socialismo fracasó y fracasará siempre que se intente.
Ética luego economía.
Mi argumentación toma prestados los descubrimientos de las mentes más grandes de las ciencias sociales, entre las cuales están Max Weber, Friedrich A. Hayek y el gran economista del siglo XX, Ludwig von Mises. Sin embargo, antes de llegar al meollo del asunto -el tema económico- no puedo pasar por alto un tema que debe siempre anteceder a cualquier análisis económico o político: la ética. Como observó el genial John Locke en el siglo XVIII, la actividad humana genera propiedad. Para empezar somos dueños de nuestro propio cuerpo, y por añadidura de los frutos obtenidos mediante su uso. Es bajo ese concepto que los liberales del siglo XIX habían formulado la gran verdad universal de que somos dueños de “nuestra vida y nuestra propiedad”. Ya que nuestra supervivencia como seres humanos es inseparable de nuestras necesidades materiales, pero a la vez nuestros derechos terminan donde empiezan los del otro, la ética que emergió una y otra vez en la historia confirma esos principios que son tan evidentes ahora. Consagrarlo en formas de gobierno competitivas o un monopolio de funciones mínimas y limitado por una Constitución, aseguraba la convivencia social pacífica y la prosperidad relativa a los avances de ese tiempo. Nada de esto es posible si existe planificación central de la economía y otras áreas de la vida social. Puesto en otras palabras, el socialismo es por definición un modelo que actúa por encima de los derechos inalienables de los individuos, violándolos. La cooperación social voluntaria y mutuamente beneficiosa nunca requiere de imposición política de una mayoría, un dictador o un partido único.
Imposibilidad del cálculo económico en el socialismo.
Imagine usted, estimado lector, que su negocio es un pequeño quiosco de “perros calientes”. Sus “perros calientes” tienen una serie de ingredientes, y además usted incurre en otros costos para obtener el producto final. La única forma dinámica, eficiente y legítima de saber si la gente quiere sus “perros calientes”, es producirlos y ponerlos a la venta. Si la gente los compra, usted sabrá que el “perro caliente” vale más que la suma de sus partes: pan, salchicha, mostaza, cebollas, su tiempo, el gas de la cocina, la compra del quiosco, etc. En términos más precisos, el “perro caliente” es socialmente útil como actividad económica si la diferencia entre el precio final y los costos incurridos hace que valga la pena el esfuerzo. Eso, que sabemos a nivel individual en un negocio o actividad sin fines de lucro, es inexistente en el socialismo. Simplemente es imposible la contabilidad de costos, y si eso ocurre en una serie de industrias o la mayoría, es evidente la clase de desastre que se provoca. En ausencia de propiedad privada de los “medios de producción” y otros bienes, es imposible asignarlos a las tareas más prioritarias; su propia conservación y buen uso se ven comprometidos. Y hay que aclarar que en esto no tiene absolutamente nada que ver el carácter de los individuos que participan. Si se reúnen 10 millones de marxistas en una isla coherentemente socialista, no podrían coordinar sus actividades económicas y su supervivencia se vería comprometida casi enseguida. Este problema fue visualizado originalmente por el sueco Nicholas G. Pierson y el inglés Max Weber, antes de que fuese magistralmente expuesto por Ludwig von Mises. El tema es ineludible: dado que el valor es subjetivo y los precios reflejan la suma de esa subjetividad y la escasez de un bien, un sistema económico o industria que no cuente con precios libremente fijados -reales- va a desembocar siempre y cada vez en la entropía y el retroceso económicos. Este debate no es nuevo, y los autores socialistas nunca pudieron darle solución. A diferencia de lo que Marx pensaba, el mercado no representa una “anarquía de la producción”: es el único mecanismo capaz de coordinar cientos de miles de actividades simples y complejas hacia la elaboración de bienes que eleven la calidad de vida del consumidor final. A través del sistema de precios se reflejan millones de gustos, preferencias y disponibilidad de bienes productivos y de consumo. ¿Es perfecto? Nada humano lo es. ¿Existe desperdicio e ineficiencia en muchas ocasiones? Por supuesto, pero su alternativa es peor. Sencillamente no hay reemplazo para el sistema de precios, que refleja las prioridades sociales y guía el proceso económico. Intentar sustituirlo con planes nacionales, regulaciones económicas o nacionalizaciones es un esfuerzo vano y económicamente destructivo.
Lo que nos dice la historia al respecto.
La socialización de la agricultura había ya acabado con la vida de millones de personas por hambrunas en la naciente URSS, cuando Lenin decide aplicar la llamada Nueva Política Económica (NPE). Lenin, un marxista de formación, introduce entonces y por emergencia los primeros elementos de capitalismo cabal en Rusia. Reprivatiza alrededor del 4% de granjas colectivizadas, elimina ciertos controles, y establece el patrón oro (moneda dura) con respaldo para el rublo. Estos incipientes elementos de capitalismo fueron responsables por la supervivencia material del pueblo ruso. Ese pequeño porcentaje de kulaks que recuperaron su propiedad, generaron el 28% de la producción agrícola de la URSS durante los siguientes 70 años. Tan concientes estaban los soviéticos de que los precios eran el sistema de señales de una economía (cosa que nuestros economistas neokeynesianos locales, por el contrario, ignoran o pretenden obviar) que mantenían suscripciones regulares a catálogos industriales y de tiendas departamentales de los EE UU y Europa, para tener algún tipo de referencia. Alrededor de 18 mil economistas participaban de la tarea centralizada en el Kremlin por fijar precios sin mercado, un esfuerzo vano por definición. Cada año más fábricas quedaban paradas por falta de partes pequeñas que no podían solicitarse dinámicamente mediante compras libres. La economía soviética, en palabras de un economista ruso contemporáneo, era un “ferrocarril tosco y feo, detenido por falta de tornillos”. Lo mismo le sucede a Cuba. Sólo 13% de los ingenios azucareros que la revolución confiscó a sus propietarios sigue en condiciones funcionales, el resto son chatarra gracias a la falta de piezas de repuesto. Ni la U.R.S.S ni Cuba pudieron ni podrían sostenerse sin socios más cercanos al concepto capitalista, ya sea por imitación permanente de industrias, métodos y especializaciones profesionales, o bien por comercio estatal, en lo que se conoce como “capitalismo de Estado”. Los ciudadanos de los modelos totalitarios por su parte complementaron siempre sus necesidades en el mercado negro.
¿Qué sucede con las industrias socializadas en países relativamente libres?
Cada actividad económica que se aísle del sistema de precios, empezará necesariamente un lento declive y deformación. Así lo atestiguan tanto la educación francesa, con la pérdida de sus estándares de posguerra, como la medicina socializada en Canadá, que hace esperar a pacientes críticos alrededor de 6-18 meses y cuenta con una tecnología muy inferior a la de su vecino EE.UU. Lo mismo sucede con el sistema de pensiones en Suecia, que empieza ya a imitar a Chile en un modelo individual de ahorro en vez de la mal llamada seguridad social. Pero ni la administración extranjera, la concesión u otros parches podrán subsanar el problema fundamental: al igual que en un quiosco de “perros calientes” se necesita información real y libre para crear valor agregado.
El socialismo no es social, es político.
Luego de una objeción desde la ética y una exposición de por qué la planificación central (socialismo) no es viable, hagamos una última disección del término: como dije al principio los ingenieros sociales, diseñadores de utopías a costa de vida y propiedad ajenas, tuvieron el mejor acierto en la historia del marketing político al apropiarse del nombre socialista para auto etiquetarse. Sin embargo el nombre sigue causando confusión entre quienes tienen una gran sensibilidad social y aman el concepto de comunidad, sobre todo en nuestro estilo latino.
Sencillamente, el socialismo es lo contrario a la comunidad, en su concepto pacífico y voluntario. La imposición gubernamental es la señal de fracaso de quienes no lograron liderar voluntariamente un tema o proyecto social. Si usted al igual que yo, cree en la comunidad, en el liderazgo y en la ayuda a los más necesitados, no piense que es socialista. Sencillamente usted es humano. Politizar esas nobles intenciones provoca el efecto contrario: autoritarismo y subdesarrollo. Y por eso precisamente, el socialismo fracasa.
“Todos deberíamos estar agradecidos a los soviéticos porque probaron de forma concluyente que el socialismo no funciona. Nadie puede decir que no tuvieron suficiente poder o suficiente burocracia o suficientes planificadores (o suficiente tiempo) o que no llevaron las cosas hasta el grado suficiente”.
Para indignarse con la injusticia, ser rebelde social y luchar por los excluidos, no hay que ser “socialista”, sino justo.
Rafael Marrón González
Fuente: http://www.correodelcaroni.com/
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