por Gabriela Calderón
Mario Vargas Llosa dice: “A lo largo de una trayectoria que comienza a ser larga, no he conocido todavía a un neoliberal”. Yo tampoco. Sin embargo, parecen estar en todas partes porque políticos de distintos sesgos ideológicos suelen nombrarlos. Se habla mucho de la “larga noche neoliberal” que ha vivido el Ecuador y varios personajes de nuestra política, tanto de izquierda como de derecha, suelen distinguirse de estos terribles “neoliberales”.
Es importante analizar el uso de este término. George Orwell dijo que el lenguaje es una herramienta poderosa cuando se la utiliza para bien se comunica y cuando se la utiliza para mal se confunde o desinforma. “El lenguaje político” decía Orwell, “está diseñado para lograr que las mentiras parezcan verdades y el asesino respetable, y para dar una apariencia de solidez al mero viento”. Esto tiene particular importancia dentro del debate ideológico, el cual, como nos explica el abogado peruano Enrique Ghersi, no se rige por la lógica sino por las reglas de la retórica.
Ghersi, quien ha escrito, hasta donde yo se, el único estudio académico respecto al origen del término “neoliberalismo” (“El mito del neoliberalismo” [0]) nos explica que esa palabra ha tenido varios usos pero que hoy “se utiliza para caracterizar cualquier propuesta, política o gobierno que, alejándose del socialismo más convencional, propenda al equilibrio presupuestal, combata la inflación, privatice empresas estatales y, en general, reduzca la intervención estatal en la economía” . A pesar de que si se dieron reformas liberales estas muchas veces se combinaron con políticas públicas equivocadas tales como un mal manejo de la deuda o un gasto público sin control.
De esta manera, se pretende asociar a los liberales con políticas o gobiernos que nunca hemos respaldado o defendido. Por ejemplo, el hecho de que respaldemos como principio general la privatización de empresas estatales, no significa que estemos de acuerdo con la transformación de un monopolio público en uno privado (TELMEX, por ejemplo).
Vargas Llosa, quien frecuentemente es acusado de formar parte de esa peste moderna —los neoliberales, explica que:
Un “neo” es alguien que es algo sin serlo, alguien que está a la vez dentro y fuera de algo, un híbrido escurridizo, un comodín que se acomoda sin llegar a identificarse nunca con un valor, una idea, un régimen o una doctrina. Decir “neo-liberal” equivale a decir “semi” o “seudo” liberal, es decir, un puro contrasentido. O se está a favor o seudo a favor de la libertad, como no se puede estar “semi embarazada”, “semi muerto”, o “semi vivo”.
Orwell advirtió en 1946 que las palabras con significado confuso conducían a un pensamiento confuso y viceversa. Esto está sucediendo con la palabra “neoliberalismo” no solo en nuestro país sino en toda Latinoamérica. Como dice Ghersi en su ensayo, con ese término se busca descalificar a las propuestas liberales con “aventuras políticas desgraciadas, propuestas absurdas, corrupción extendida o la pura frivolidad”. Pero la palabra en sí no tiene significado claro y esto hace que sea fácil utilizarla para descalificar y confundir el debate.
Las discusiones entre niños, tan risibles para los adultos, suelen involucrar “elocuentes argumentos” tales como “¡Qué te importa cara de torta!”. Ni los niños ni nosotros entendemos qué significa exactamente esa frase, solo sabemos que el niño que la usó se quedó sin argumentos y no le quedó otra que hacerlo quedar al otro como “un cara de torta”. La gran mayoría de los niños maduran y llegan a contestar con argumentos.
Es fácil utilizar epítetos en lugar de argumentos. Lo peligroso es que el debate ideológico, tan importante en estos momentos que estamos por escribir una nueva constitución, se vea plagado de epítetos y no de argumentos sólidos.
Fuente: Cato Institute
Este artículo fue publicado originalmente en El Universo [1] (Ecuador) el 3 de julio de 2007.
Gabriela Calderón es editora de ElCato.org y columnista de El Universo (Ecuador).
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