julio 09, 2007

Corrupción ¿Porqué sorprenderse?


Por Roberto Cachanosky


Las denuncias sobre casos de corrupción y manejos pocos transparentes de los fondos públicos han comenzado a surgir como hongos. A los casos Skanska y Greco se le sumaron estos últimos días las acusaciones de Sergio Acevedo, un kirchnerista de la primera hora, ex jefe de la SIDE y ex gobernador de Santa Cruz que fue despedido por Néstor Kirchner. Ahora, la ministra de Economía, Felisa Miceli, trata de explicar, en forma poco convincente, por qué tenía guardada en el baño de su despacho una bolsa llena de dinero. Estos hechos son, a mi juicio, sólo la punta del iceberg de lo que puede venir. ¿Deberían sorprendernos los casos de corrupción? En realidad, no, ya que la forma en la que se maneja la economía del país abre infinidad de puertas para que se trafique con los fondos públicos. Cuando el Estado se arroga el derecho de definir ganadores y perdedores en las transferencias de ingresos y patrimonios, los funcionarios pasan a tener un poder tal que se hace imposible evitar un desborde de la corrupción. Podríamos decir que la política económica actual tiene el germen de la corrupción, que podría ser neutralizado únicamente si el Gobierno estuviera compuesto por ángeles, caso que no parece ser éste. ¿Cuáles son los elementos que hacen posible una corrupción generalizada? En primer lugar, la posibilidad que tiene el Gobierno para regular la economía (precios, sistema energético, sistema impositivo, subsidios, entre otros). Las regulaciones no son otra cosa que el poder del gobernante para decidir quién gana y quién pierde. Y ese poder, como transfiere ingresos y riquezas, crea un mercado de tráfico de influencias para estar del lado de los ganadores. En otros términos, al margen de la ineficiencia que tienen los controles como asignadores de recursos, se les agrega este tráfico de influencias. Es curioso, pero las continuas declaraciones en contra del libre mercado y las justificaciones del intervencionismo terminan por crear un libre mercado de venta de privilegios entre particulares y funcionarios públicos. Si un sector productivo es protegido y, como resultado, obtiene rentas extraordinarias, el margen de utilidad que le queda es lo suficientemente alto como para “negociar” con el funcionario de turno el precio para mantener esa renta extraordinaria compulsiva. Así, se crea un libre mercado de coimas y compra de favores: el odiado neoliberalismo es implementado en el mercado del tráfico de influencias, donde las tarifas de las coimas se establecen en base a la oferta y la demanda. El segundo elemento que es el caldo de cultivo perfecto para que la corrupción florezca consiste en la falta de controles republicanos en el manejo de los fondos públicos. Otorgarle al Estado la posibilidad de manejar a su antojo todo el presupuesto y los fondos fiduciarios, sin controles estrictos por parte de un Congreso que no es independiente del Ejecutivo, es un regreso a las épocas de las monarquías absolutistas, cuando los reyes avasallaban los derechos de los súbditos sin ninguna contemplación y usaban los impuestos para beneficio personal y sostener ejércitos que contuvieran el descontento popular. El tercer elemento es la falta de una Justicia que convenza a la población de ser verdaderamente independiente del Ejecutivo, dado que jueces independientes podrían condenar actos de corrupción. Sin esa independencia, el corrupto se siente sin límites a lo que puede hacer con los fondos públicos o bien con arbitrarias transferencias de ingresos. La impunidad se hace carne en los funcionarios estatales. Es por estas razones, y muchas otras, que limitar el poder de los gobernantes no es un capricho ideológico y una forma de asignar eficientemente los recursos, sino una manera de evitar que los que ocupan el poder se sientan dueños de la vida y la fortuna de las personas. Es un modo de asegurar la libertad individual. Es una forma de permitirle al ciudadano controlar cómo los gobernantes utilizan sus impuestos. Es un recurso para impedir que el poder económico se concentre en unos pocos funcionarios y empresarios socios del modelo. Los sistemas de gobierno basados en el intervencionismo, el reparto de subsidios, el otorgamiento de privilegios y demás arbitrariedades suelen tener dos grandes etapas. Una primera de felicidad, porque la gente vive un momento de artificial prosperidad. En esa etapa, a los ciudadanos no les interesan demasiado el tema institucional o los problemas de corrupción. Digamos que hacen la vista gorda ante el desmanejo de los fondos públicos. La segunda etapa de estos sistemas de gobierno se caracteriza por un deterioro acelerado de la situación económica. Por ejemplo, inflación creciente, desabastecimiento de productos elementales, problemas energéticos, paralización del sistema productivo por falta de insumos y energía, ente otras posibilidades. En esta segunda fase, el malhumor de la gente empieza a tomar cada vez más fuerza y comienzan a pasarle la factura a los gobernantes, no sólo por el deterioro de la economía, sino también por la corrupción. Si a un gobierno intervencionista que entra en colapso por la ineficiencia del sistema económico y la corrupción se le agregan años de comportamientos autoritarios, el derrumbe del régimen tiende a acelerarse. Es decir, se pasa de un estado de optimismo generalizado a una breve transición de descontento, para llegar rápidamente al desmoronamiento de la autoridad. El derrumbe es casi inmediato. Al momento de redactar esta nota, leo declaraciones de Felisa Miceli en las que afirma: “Esto está montado claramente para perjudicarme, es una operación muy brutal en contra mío. Alguien quiere capitalizar esto. Están tratando de quedarse con el Ministerio de Economía". Si alguien quiere quedarse con el Ministerio de Economía, tiene que ser un integrante del Gobierno, dado que Kirchner es quien tiene la última palabra en la designación de un ministro. ¿No estará Miceli tratando de decir que está en el medio de una lucha por manejar los resortes del intervencionismo, germen de la corrupción? Para mí, las declaraciones de Miceli son lo suficientemente claras como para confirmar la escasa transparencia en el manejo de la cosa pública y, además, para ver un Gobierno que empieza a tener lucha internas ante el desmadre de la economía y las sucesivas derrotas electorales.


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