Por Carlos Mira
El modelo que la candidata presidencial Cristina Fernández de Kirchner asegura va a sostener si resulta electa se basa en la demagogia, el clientelismo y el avasallamiento de los principios republicanos
El lanzamiento de la candidatura presidencial de Cristina Fernández de Kirchner entregó una interesante cantidad de datos para el análisis político. Por empezar, la estética de la presentación ha sido bien ajena al folclore peronista. Recluidos en un teatro elitista (el Argentino de La Plata), 2.500 jerarcas e invitados especiales fueron los únicos testigos presenciales del discurso de “aceptación” de la propuesta conyugal para la presidencia. Cristina Fernández de Kirchner agradeció a su marido por haberla elegido para sucederla, rememorando el “dedazo” del PRI mexicano cuando los capitostes del partido decidían –entre ellos– al próximo presidente, en una parodia de democracia que duró 70 años. Cristina jugó su papel de “cuadro” formado despaciosa y gradualmente durante años para, ahora, madura y a punto de caramelo, asumir las máximas responsabilidades para las que se ha preparado. La palabra “cuadro” es sintomática porque alude, en su significación original, a la actividad militar, guerrillera revolucionaria o a la estructura secreta de una organización de espionaje. Un “cuadro” es una especie de máquina humana diseñada para una operación específica, para la cual estudia y se entrena hasta perfeccionarse a un nivel en que sus posibilidades de fracaso sean mínimas. La llamativa reiteración de esa palabra para referirse a Cristina habla de que ciertos personajes no pueden sacarse de la cabeza su vocabulario cuasi clandestino y de que insisten en el uso de una terminología de lucha incompatible con la paz que requiere la verdadera democracia. En ese contexto, Cristina se internó en uno de los conceptos más definitorios de las repúblicas civilizadas. Dijo que teníamos que “institucionalizar este modelo, para terminar con las variaciones extremas que los cambios de gobierno han significado en la Argentina. Éste es un punto crucial que, en los términos planteados por la candidata, conlleva una tentación y una trampa. La tentación consiste en creer que Cristina se refiere a aquel tipo de continuidades que caracterizan a las democracias avanzadas, que han sabido identificar un núcleo duro de valores alrededor de los cuales hay un amplio consenso social y político y respecto del cual no pueden esperarse modificaciones. Nos referimos, obviamente, a las libertades individuales, a las garantías del ciudadano, al posicionamiento internacional del país, a la defensa irrestricta de la libertad y a la subordinación de gobernantes y gobernados al Estado de Derecho. Pero Cristina no se refiere a eso. Si leemos bien, ella dice “que debemos institucionalizar este modelo”, como si pretendiera perpetuar el entendimiento circunstancial que ellos tienen de la democracia. Su invitación consiste en propender a que no se modifique, por el efecto del cambio de gobierno, la instrumentación y la forma de entender la vida en la Argentina. Ella quiere convertir en pétrea la herramienta, no el objeto. Y ésa no es el tipo de continuidad que dejan a salvo los países civilizados. Justamente, esas democracias cambian los instrumentos, las maneras y las formas, dándole al ciudadano, al mismo tiempo, la garantía de que su esquema de derechos no se alterará. En ello consiste la trampa: entusiasmar a la gente para que crea que se la invita a inaugurar una era en donde la Argentina quede a salvo de los bandazos, cuando en realidad lo que se quiere es blindar una forma de entender la política y la democracia que, precisamente, impida la expresión de otras formas de entender la vida en el país. Esta invitación, de ser aceptada, nos dirigiría a una hibernación republicana en la que una jerarquía de logia elegiría por nosotros el rumbo, el estilo y las formas que tendría nuestra existencia. La abierta y descarada maximización de esta pretensión la han encarnado, hasta el pasado reciente, las dictaduras del proletariado que nunca pudieron completar su círculo ideal de abolición de las clases para que un teórico “nuevo hombre” brillara sobre el Universo. Su utópico objetivo chocó contra una nomenklatura férrea y asfixiante que ahogó todo resquicio de libertad y que acabó dando lástima, rodeada de miseria y corrupción, tales los casos del bloque comunista liderado por la ex URSS y los actuales de Cuba y Corea del Norte. Las formas suavizadas del mismo objetivo dieron origen a regímenes de escarnio como el del ya referido PRI mexicano, el de Ferdinand Marcos en las Filipinas o el del desaparecido Alfredo Stroessner, en Paraguay. Todos ellos parten de la misma base: un adueñamiento personal del poder para amasar negocios propios y manejar la voluntad popular a través de la demagogia y el clientelismo. Si Cristina, para evitarnos el típico movimiento pendular argentino entre extremos, nos está invitando a eso, desde ya, no gracias. Lo que debemos buscar como Nación es un nuevo acuerdo alrededor del que ya está hecho. Ni siquiera debemos esforzarnos para inventar uno nuevo. La Constitución original de 1853, con su modificación del ’60, es el acuerdo marco al que los argentinos debemos volver para que todo pueda ser adaptado a través de las elecciones y de la alternancia democrática sin que la ciudadanía se vea expuesta a empezar de nuevo cada vez que un nuevo gobierno es electo. Más allá de que en la Argentina cada vez que un determinado esquema político y económico empieza a ser llamado “modelo” es la señal más clara de su decadencia, los argentinos tendríamos que tener todo el derecho del mundo de cambiar –democráticamente– lo que para Cristina Fernández de Kirchner debería ser inmodificable. Y, a su vez, deberíamos contar no sólo con el derecho, sino con el deber de reclamar que jamás se pongan en peligro muchos de los valores que, justamente, la actual administración ha envilecido y hecho peligrar.
Fuente: Economía para Todos http://www.economiaparatodos.com.ar/
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