Por Gorka Echevarría
La caída del Muro de Berlín supuso la liberación para millones de personas. La prisión comunista se desmoronaba y la palabra "libertad" podía gritarse sin miedo a la tortura o el asesinato. Desgraciadamente, aquella euforia duró más bien poco: los enemigos de la libertad se cobijaron bajo nuevas etiquetas, antiglobalistas, comunitaristas, feministas...Aun así, aquel suceso histórico hizo que muchos acabaran reconociendo que se habían equivocado. Entre ellos se contaba uno de los más célebres economistas, Robert Heilbroner: en una entrevista publicada por el New Yorker reconoció que en el debate entre capitalismo y socialismo había un claro vencedor: el libre mercado. Y remachó diciendo que "el socialismo había sido la gran tragedia del siglo XX". Semejante confesión fue más allá de lo que algunos esperaban: y es que incluso se atrevió a manifestar que Ludwig von Mises "tenía razón". Mises (1881-1973) fue una especie de Casandra de la economía: previó buena parte de los acontecimientos del siglo pasado. Con varios años de anticipación advirtió de la crisis que en 1929 provocaría el famoso crash bursátil. Otro tanto podría decirse de su agudeza al predecir el fracaso de las economías socialistas. Lo que acabó por hacer quebrar la fe marxista de Heilbroner la tesis de Mises de que el socialismo equivale a la abolición de la economía racional. Al no existir propiedad privada bajo el socialismo, el Estado se erige en supremo gestor de la economía y decide qué se produce, en qué cantidad y cómo se distribuye. Sin precios libremente formados en el mercado, Mises descubrió que no se pueden asignar los factores de producción a la fabricación de uno u otro producto, ni calcular los costes ni, mucho menos, satisfacer la demanda de los consumidores. Como advirtió nuestro personaje, el socialismo era desastroso porque atentaba contra todos los incentivos que permiten la cooperación social, empezando por la división del trabajo, que quedaba coartada por las decisiones estatales (al ser el Estado el único empresario), o el afán de lucro (no había beneficios, sino pérdidas, que repartir entre la sociedad). Con una ironía sin par, Mises descubrió que el Edén de la abundancia con que la izquierda llenó miles de páginas se convertía en un "gigantesco servicio de Correos" donde todos, "excepto uno", acababan por ser "empleados subordinados de una oficina". Aunque, en realidad, más que a burocratizar la sociedad, a lo que se dedicaba vehementemente el socialismo era a esclavizar a las personas hasta el punto de dejarles una sola libertad: la de suicidarse. ¿Pero qué se podía esperar de una ideología que, so pretexto de mejorar el destino de las personas, negaba a éstas la libertad de decidir sobre sus vidas? Con la abolición de la propiedad privada se destruía la esencia del individuo, al que se impedía actuar en consonancia con sus ideas. La intransigencia de Mises, la convicción con que se opuso al socialismo, le llevaron a proclamar: "Nadie tiene derecho a meterse en la vida ajena para mejorar, contra su voluntad, la suerte del otro; tampoco es lícito alegar farisaicamente que lo que se persigue es el bien ajeno cuando lo que realmente se busca es el interés propio". Así resumía lo que los liberales llevaban siglos defendiendo: el derecho de cada uno a vivir como desee, con el único límite de la propiedad privada. También consiguió insuflar nuevos bríos al liberalismo con su exposición de los beneficios sociales que genera el interés individual. Pensemos por un momento cómo el aparente egoísmo de un empresario libera a los trabajadores del esfuerzo de tener que ahorrar, abrir una empresa y esperar a que los productos se fabriquen y vendan. Incluso, y en contra de lo que sostenía Marx, podemos apreciar que los trabajadores nunca son los propietarios de los productos que ayudan a fabricar, pues ha sido el capitalista quien ha organizado la producción, asignado las funciones a cada uno, estudiado el mercado, buscado los clientes y, mucho antes de conseguir colocar la mercancía en el mercado, pagado el salario a sus empleados. ¿Cómo es posible, entonces, hablar de explotación capitalista? Es más, podemos calificar el libre mercado como una democracia económica, en la que los consumidores votan cada día. Ellos deciden lo que se produce. Ellos elevan o hacen caer en desgracia a las empresas. Al contrario de lo que piensan los enemigos del capitalismo, no son las corporaciones quienes colocan los productos mediante la publicidad, porque, aunque quisieran, no podrían ejercer tal dominio en la sociedad. Pensemos en un caso paradigmático, el de Coca-Cola. Nadie duda de que estemos ante una de las marcas mejor asentadas en el mercado. Es más, podríamos atrevernos a decir que cualquier cosa que produzca triunfará, ¿no? Si ganar cuotas de mercado únicamente dependiera de la publicidad, entonces la Cherry Coke seguiría en las estanterías de los supermercados y se encontraría en cualquier bar o restaurante. Sin embargo, no es así. Mises descubrió que el verdadero poder era el del público, lo cual obligaba a los empresarios a satisfacer las necesidades de los consumidores. Los votos sí que cuentan en el capitalismo. En las democracias actuales, en cambio, apenas valen algo, porque ni podemos controlar a nuestros políticos ni, mucho menos, elegir lo que realmente nos gusta. Aun así, todavía hay quien sigue creyendo que el poder del Estado debe extenderse lo máximo posible, para limitar el poder de las empresas. Mises, anticipando lo que posteriormente escribieron los economistas de la elección pública, como el Nobel James Buchanan, señaló que el pie invisible del Estado suele trastabillar cuando se ocupa de algo más que defender la propiedad y hacer cumplir la ley. Afortunadamente, no se limitó a explicar por qué el Estado es ineficiente per se, también nos recordó éste se dedica a legitimar el robo, quitando a unos para dar a otros. Al final, el organismo que, en teoría, tiene como objetivo proteger a los ciudadanos del robo legaliza el saqueo y crea una sociedad en la que, como señaló un célebre francés, "todo el mundo se esfuerza en vivir a expensas de todo el mundo". Esta es una de las claves del socialismo. Otra sería que defiende la envidia igualitaria, que permite que muchos se sientan felices viendo cómo se esquilma a aquellos a quienes detestan por sus logros. Pero la más convincente es ésta: la izquierda siempre apela al sentimiento, a las emociones, despierta al hombre primitivo que todos llevamos dentro. El liberalismo, por el contrario, tiene que afrontar un notable hándicap, pues no promete paraísos donde los océanos se conviertan en limonada. Convendría que todos los liberales asumieran el lema de Virgilio que cautivó a Mises: Tu ne cede malis sed contra audentior ito (nunca cedas ante el mal, antes bien, combátelo con mayor audacia")… Sólo así ganaremos la batalla intelectual más importante de todos los tiempos, la que enfrenta a los defensores del capitalismo con quienes se oponen a este sistema bajo cualquier excusa, por peregrina que sea. Ludwig von Mises sigue siendo, 125 años después de su nacimiento, es uno de los grandes héroes de la libertad. Por buscar la verdad padeció el ostracismo intelectual, aunque con el tiempo acabó siendo elogiado por premios Nobel como Friedman o Maurice Allais; y en España ha llegado a inspirar a la única personalidad política que defiende abiertamente el liberalismo, Esperanza Aguirre. De ellas son, precisamente, estas palabras, tan oportunas: Mises advirtió que la supervivencia de nuestra civilización depende en muy gran medida de nuestra capacidad para convencer a la opinión pública de que sólo una auténtica democracia liberal y una verdadera economía de mercado pueden garantizar la libertad, el bienestar y el progreso de la Humanidad.
Fuente: Instituto Juan De Mariana
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