Por Thomas J. DiLorenzo
Traducido por: Jorge Valin
En la Acción Humana Ludwig von Mises escribió que los sindicatos siempre fueron la principal fuente de propaganda anticapitalista. Recuerdo recientemente una pancarta de un huelguista que proclamaba uno de los principios primordiales del sindicalismo: “El movimiento sindicalista te ha traído el fin de semana”.
Bien, no exactamente. En Estados Unidos la media de trabajo semanal era de 61 horas en 1870, y actualmente es de 34 horas. La razón por la cual se ha doblado el tiempo libre en América no ha sido gracias al sindicalismo, sino gracias al capitalismo. Como explicó Mises, “En una sociedad capitalista prevalece un firme aumento hacia la inversión del capital… Consecuentemente, la productividad marginal del trabajo, la tasa salarial, y los beneficios del salario medios tienden a aumentar de forma permanente”.
Por supuesto, esto sólo es cierto en una economía capitalista donde permanezcan la propiedad privada, libre mercado, y empresarialidad. El fuerte incremento en el nivel de vida de los (predominantes) países capitalistas se debe a los beneficios en la inversión del capital privado, empresarialidad, avances tecnológicos, y en una mejor y mayor cualificada mano de obra (no gracias al monopolio de la educación pública, que sólo ha servido para empobrecer intelectualmente a la gente). Los sindicatos se aprovechan de esta circunstancia buscando políticas que impidan las intrínsecas instituciones del capitalismo.
La reducida semana laboral es una invención que nació con y del capitalismo. La inversión de capital hizo aumentar la productividad marginal del trabajo a medida que transcurría el tiempo. Es decir, se requería menos trabajo para producir el mismo nivel de producción. Cuando la competencia se volvió más intensa, varios empresarios compitieron por los trabajadores más cualificados ofreciéndoles mejores sueldos y una jornada más reducida. Los empresarios que no ofrecieron una semana de trabajo reducida estuvieron obligados, por la fuerza de la competencia, a compensar al trabajador con mayores sueldos o simplemente dejaron de ser competitivos en el mercado de trabajo.
La competición capitalista es también la razón por la cual haya desaparecido “el trabajo infantil” a pesar que los sindicalistas digan lo contrario. Los jóvenes se iban de las granjas para ir a trabajar a las duras condiciones de las fábricas porque era una mejor forma de supervivencia para sus familias y para ellos mismos. Pero a medida que los trabajadores empezaron a estar mejor remunerados —gracias a la inversión capitalista y consecuentes mejoras productivas— cada vez más gente se pudo permitir dejar a sus hijos en casa y llevarlos a la escuela. La regulación sindicalista que prohibía el trabajo infantil vino después de que los niños dejaran de trabajar.
Además, las leyes del trabajo infantil siempre han sido proteccionistas y han contribuido a que los jóvenes perdieran su oportunidad para trabajar. Desde que el sindicalismo se opone al trabajo infantil, los sindicatos han recurrido al poder del estado para desproveer a los jóvenes de su derecho a trabajar. En el Tercer Mundo, la alternativa al “trabajo infantil” es generalmente la prostitución, el crimen o el hambre. Los sindicatos de forma absurda proclaman su alta visión moralista imponiendo políticas proteccionistas que inevitablemente llevan a esas consecuencias.
Los sindicatos, en las últimas tres décadas, también alardean de defender las regulaciones de la “Occupational Safety and Health Administration” (OSHA)[1]. El puesto de trabajo del empleado ha sido cada vez más seguro en el último siglo, pero no debido a las regulaciones sindicales, sino a la fuerza competitiva del capitalismo.
Un lugar de trabajo inseguro o peligroso es costoso para los empresarios porque han de pagar una compensación a los trabajadores para atraerlos (mayor sueldo). Los empresarios, por lo tanto, tienen un poderoso interés económico en mejorar y hacer más seguro el puesto de trabajo de sus empleados; especialmente en el sector industrial donde los salarios generalmente constituyen el principal coste total de ese factor. Además, los empresarios han de reducir las pérdidas ocasionadas por el coste del trabajo, enseñando a trabajar a los nuevos empleados, y pagando las imposiciones estatales de cualquier accidente en el trabajo que el empleado tenga. Y eso sin mencionar las amenazas de los pleitos.
Las inversiones en tecnología, desde el aire acondicionado para tractores a los robots usados en las fábricas automovilísticas, hacen también el puesto de trabajo más seguro. Pero muchas veces los mismos sindicatos se han opuesto a esta tecnología con el Ludismo diciendo que las mejoras técnicas “destruyen los puestos de trabajo”.
Mises tenía razón al decir que los sindicatos siempre han sido la principal fuente de propaganda anticapitalista. Pero desde que Mises escribió La Acción Humana los sindicatos han estado también al frente de los grupos de presión haciendo aumentar las regulaciones e impuestos —del capital— a las empresas obstaculizado así la economía de mercado. Estas imposiciones han hecho que todos, incluyendo los sindicatos, sean económicamente más ineficientes. La regulación que se hace contra las empresas por parte de los diferentes órganos estatales, regionales, locales y diferentes burócratas del gobierno constituyen un impuesto sobre la inversión de capital muy real que convierten las inversiones privadas en menos beneficiosas. Menos inversión de capital genera un declive en la productividad del trabajo, que a la vez, vuelve más lento el aumento de los sueldos y el nivel de vida.
Además, menor productividad lleva a una bajada de la producción en la economía que genera precios más altos. De esta forma, menos productos son inventados y comercializados. Todo esto es dañino para el bienestar económico, incluso de aquellos a los cuales los sindicatos dicen “representar”. (Increíblemente, hay algunos economistas que defienden que los sindicatos son buenos para la productividad. Pero si eso fuera cierto, las empresas los contratarían en lugar de gastarse millones de dólares evitando el sindicalismo).
Mises también apunto que cuando los negocios están más regulados, las decisiones empresariales se basan de forma creciente en la conformidad de los mandatos del estado que no en los beneficios. Los sindicatos continúan reclamando más regulaciones empresariales para vivir de ellas intentando convencer al trabador —y sociedad— que “la empresa es el enemigo”. Esa es la razón por la cual, como ya dijo Mises, los sindicatos siempre han sido anticapitalistas. Los trabajadores necesitan ser protegidos “del enemigo” gracias a los sindicatos.Sin embargo, la substitución de beneficios por burocracia sólo reduce los beneficios económicos de todos. El resultado final es otra vez una reducción en la productividad de las inversiones, y consecuentemente se llevan a cabo menos inversiones. Así, los salarios disminuyen gracias al rechazo de la propaganda sindicalista. Los dirigentes sindicalistas bien remunerados pueden mantener sus trabajos y privilegios expandiendo ese tipo de propaganda pero, en realidad, sólo están dañando a aquellos que pagan sus cuotas sindicales enriqueciendo al sindicalista profesional con su sueldo.
Thomas DiLorenzo es profesor de economía en el Loyola College de Maryland. Sus campos de investigación son historia económica, organización industrial y la historia antimonopolio. Autor y co–autor de siete libros, entre los que destacan “The Real Lincoln” y “How Capitalism Saved America: The Untold History of Our Country, From the Pilgrims to the Present”
Fuente: www.mises.org
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