Por Jorge Valin
"La demanda de sanidad pública es prácticamente ilimitada. Otorga costes mínimos, siendo la oferta de trabajo y materiales limitada. [Con sanidad pública] no puede haber un mercado abierto que asigne servicios inmediatos y justos a las valoraciones de todos los participantes".
Hans F. Sennholz—The Trouble with Medicare—
Hans F. Sennholz—The Trouble with Medicare—
La sanidad es un monopolio del estado. Cuando un sector está controlado por un monopolio por ley (de iure), prácticamente no existe lugar para la empresa privada aunque tenga ciertos grados de libertad. En otras palabras, la sanidad, debido a su regulación, es un sector altamente precario e ineficiente.
La solución a tal problema no es subir los impuestos, ni reducirlos, ni incentivar la sanidad privada, o privatizar la gestión. La solución es apartar al estado del negocio de la salud, y devolverla a la economía privada de una vez por todas.
La solución a tal problema no es subir los impuestos, ni reducirlos, ni incentivar la sanidad privada, o privatizar la gestión. La solución es apartar al estado del negocio de la salud, y devolverla a la economía privada de una vez por todas.
Los problemas de la sanidad pública: ineficiencia, colapso e inmoralidad
La sanidad en manos del estado no se retroalimenta de una forma sostenible tal y como determina la estructura de una sociedad libre. El monopolio estatal aplica factores totalmente ajenos a las valoraciones del individuo en sociedad rompiendo con la estructura productiva de toda la economía (demás sectores) creando pérdidas netas totales. Desde el punto de vista económico, la sanidad en manos del estado sólo conduce a la ineficiencia y al colapso (que más adelante veremos).
Esto nos lleva a una lenta degeneración del sistema. Algunos ejemplos son bien conocidos: se crean largas colas de espera para poder hacer incluso una simple radiografía; actualmente en España para poder realizar una operación de ligamentos en la rodilla hay una lista de espera de dos años; uno de cada cuatro pacientes mueren mientras esperan ser operados; a uno de cada cinco pacientes se les convierte el cáncer de pulmón en incurable desde que realiza la primera visita hasta que se lo diagnostican[1]. La atención médica estatal también es deplorable al no estar enfocada al cliente convirtiendo al trabajador sanitario en un funcionario más. Los ejemplos son innumerables.
La sanidad pública también ataca la ética del derecho natural y de la libertad individual. Son inadmisibles las imposiciones que se hacen a las empresas obligándolas a pagar cuotas a la seguridad social del trabajador, y a la vez también, es injusto para el trabajador ya que con estas cuotas se canaliza parte de su dinero ganado hacia un fin obligatorio y que no tiene porque ser deseado. ¿Qué relación metafísica o mística tiene la empresa hacia el trabajador? Pues la misma que el trabajador con la empresa: sólo laboral.
Así como el trabador no paga por ley parte de la salud financiera de la empresa, ni el trabajador ha de indemnizarla a la empresa cuando se va a otra empresa, no hay razón alguna para pensar que ha de haber un vínculo moral–causal entre empresa y trabajador, ni al revés. Trabajador y empresa sólo mantienen un contrato laboral, el trabajo del empleado tiene como fin cumplir un grado de producción, la moral unilateral e impuesta no tiene cabida ni obedece a ética alguna. La responsabilidad del trabajador sólo puede ser de él mismo y de nadie más —y lo mismo para la empresa. ¿Por qué la empresa ha de responsabilizase del trabajador y en cambio éste sólo puede reclamar derechos sin tener obligaciones morales hacia la empresa? Cada uno ha de ser responsable de sus acciones, de no ser así, sólo incentivaremos el fraude, la ociosidad y el parasitismo[2].
La sanidad pública y “gratuita” en manos del estado también es inmoral. Por medio de ésta el estado usa lemas políticos en su propio bien que se oponen a la libertad individual. Podemos ver la última campaña del Ministerio de Sanidad y Consumo del “día contra el tabaco”. El eslogan de los panfletos era “Tabaco y Pobreza, Un Circulo Vicioso”. Se presentaron cuatro documentos que pretendían lavar el cerebro convenciendo que el país que produce tabaco está condenado a la miseria. En esta labor de “difusión y concienciación”, el ministerio no dudó en hacer carteles que nada tenían que ver con la sanidad. En el cartel figuraba el eslogan mencionado con ilustraciones de varios casquillos de bala en los que se leía: “pobreza”, “engaño”, etc. Es decir, quien produce y vende tabaco está engañando y es un asesino (sino qué hacían esos casquillos en el cartel). ¿Por qué no se procesa judicialmente a los productores pues?
¿Cómo puede ser que un intercambio pacífico lleve a la pobreza para los productores? De ser así, no lo producirían. Los documentos mienten, y el estado por lo tanto también. El Ministerio de Sanidad y Consumo no está interesado en el ciudadano ni en su salud, sólo es un arma política del estado para el saqueo legalizado imponiendo el pensamiento único estatista[3].
Una organización que actúa por medio de la fuerza y miente continuamente para conseguir sus propósitos políticos sin que pueda haber una respuesta de mercado —y cuando se produce, el estado la ilegaliza— ha de ser apartada de inmediato de la sociedad. La solución a la grave enfermedad de la sanidad pública no puede ser un camino intermedio donde el estado siga manteniendo el monopolio o siquiera una pequeña porción de la sanidad. Esto no arreglaría nada, seguiría siendo inmoral y seguiría creando pérdidas totales netas al resto de la sociedad. Y es que el estado no arrebató la sanidad a la economía privada por su ineficiencia, sino para tener mayor poder político. El estado expropió y robó a los particulares y empresas un sector sano y fructífero para quedárselo y manipularlo según sus intereses.
Esto nos lleva a una lenta degeneración del sistema. Algunos ejemplos son bien conocidos: se crean largas colas de espera para poder hacer incluso una simple radiografía; actualmente en España para poder realizar una operación de ligamentos en la rodilla hay una lista de espera de dos años; uno de cada cuatro pacientes mueren mientras esperan ser operados; a uno de cada cinco pacientes se les convierte el cáncer de pulmón en incurable desde que realiza la primera visita hasta que se lo diagnostican[1]. La atención médica estatal también es deplorable al no estar enfocada al cliente convirtiendo al trabajador sanitario en un funcionario más. Los ejemplos son innumerables.
La sanidad pública también ataca la ética del derecho natural y de la libertad individual. Son inadmisibles las imposiciones que se hacen a las empresas obligándolas a pagar cuotas a la seguridad social del trabajador, y a la vez también, es injusto para el trabajador ya que con estas cuotas se canaliza parte de su dinero ganado hacia un fin obligatorio y que no tiene porque ser deseado. ¿Qué relación metafísica o mística tiene la empresa hacia el trabajador? Pues la misma que el trabajador con la empresa: sólo laboral.
Así como el trabador no paga por ley parte de la salud financiera de la empresa, ni el trabajador ha de indemnizarla a la empresa cuando se va a otra empresa, no hay razón alguna para pensar que ha de haber un vínculo moral–causal entre empresa y trabajador, ni al revés. Trabajador y empresa sólo mantienen un contrato laboral, el trabajo del empleado tiene como fin cumplir un grado de producción, la moral unilateral e impuesta no tiene cabida ni obedece a ética alguna. La responsabilidad del trabajador sólo puede ser de él mismo y de nadie más —y lo mismo para la empresa. ¿Por qué la empresa ha de responsabilizase del trabajador y en cambio éste sólo puede reclamar derechos sin tener obligaciones morales hacia la empresa? Cada uno ha de ser responsable de sus acciones, de no ser así, sólo incentivaremos el fraude, la ociosidad y el parasitismo[2].
La sanidad pública y “gratuita” en manos del estado también es inmoral. Por medio de ésta el estado usa lemas políticos en su propio bien que se oponen a la libertad individual. Podemos ver la última campaña del Ministerio de Sanidad y Consumo del “día contra el tabaco”. El eslogan de los panfletos era “Tabaco y Pobreza, Un Circulo Vicioso”. Se presentaron cuatro documentos que pretendían lavar el cerebro convenciendo que el país que produce tabaco está condenado a la miseria. En esta labor de “difusión y concienciación”, el ministerio no dudó en hacer carteles que nada tenían que ver con la sanidad. En el cartel figuraba el eslogan mencionado con ilustraciones de varios casquillos de bala en los que se leía: “pobreza”, “engaño”, etc. Es decir, quien produce y vende tabaco está engañando y es un asesino (sino qué hacían esos casquillos en el cartel). ¿Por qué no se procesa judicialmente a los productores pues?
¿Cómo puede ser que un intercambio pacífico lleve a la pobreza para los productores? De ser así, no lo producirían. Los documentos mienten, y el estado por lo tanto también. El Ministerio de Sanidad y Consumo no está interesado en el ciudadano ni en su salud, sólo es un arma política del estado para el saqueo legalizado imponiendo el pensamiento único estatista[3].
Una organización que actúa por medio de la fuerza y miente continuamente para conseguir sus propósitos políticos sin que pueda haber una respuesta de mercado —y cuando se produce, el estado la ilegaliza— ha de ser apartada de inmediato de la sociedad. La solución a la grave enfermedad de la sanidad pública no puede ser un camino intermedio donde el estado siga manteniendo el monopolio o siquiera una pequeña porción de la sanidad. Esto no arreglaría nada, seguiría siendo inmoral y seguiría creando pérdidas totales netas al resto de la sociedad. Y es que el estado no arrebató la sanidad a la economía privada por su ineficiencia, sino para tener mayor poder político. El estado expropió y robó a los particulares y empresas un sector sano y fructífero para quedárselo y manipularlo según sus intereses.
Por qué la sanidad es económicamente ineficiente en manos del estado
El estado, por el carácter de su propia estructura, siempre actúa de forma irreal no obedeciendo las decisiones del mercado ni sociedad, sino que sistemáticamente se enfrenta a las dos. Primeramente centraliza las decisiones de millones de personas (sociedad) en una sola (presidente o ministro) o conjunto de tecnócratas (comité o ministerio). Este comité de técnicos no puede acaparar la información de una sociedad cambiante y compleja; dicho de otra forma, los tecnócratas no pueden reproducir tales decisiones sociales de una forma ajustada a la sociedad[4].
Agreguemos algo más y que es el punto crucial desde el punto de vista económico. Cuando el estado interviene en el campo de la producción, la economía literalmente desaparece. Pero, ¿por qué?
Ludwig von Mises y Friedrich von Hayek, aunque por dos caminos diferentes, nos respondieron porqué donde existe intromisión estatal el colapso económico es inevitable. También lo podemos llamar la “imposibilidad del cálculo económico socialista”. La teoría tuvo incluso, después de la caída del bloque soviético, la aprobación de algunos economistas marxistas (Robert L. Heilbroner).
El estado es incapaz de medir las decisiones marginales de los individuos. El hombre siempre toma decisiones marginales, es decir, “en el límite”. Los actos de las personas no se basan en los precios o en un plan inamovible, sino que el individuo siempre desecha la peor de sus opciones para tomar la mejor solución según los recursos de los que dispone. El individuo tiene una escala de valores que rearma cada vez que se le presenta una nueva elección y que ejecuta mediante la acción. En este entorno el individuo asigna mayor valor a lo que más urgentemente necesita y cuando se decide a actuar, marca el precio.
Aplicándolo a la sanidad; el individuo cuando decide cuánta sanidad ha de tomar lo hace en su caso particular. No valora toda la sanidad del mundo, sino que calibra su “sanidad marginal” por decirlo de alguna forma, es decir, valora su utilidad concreta y los recursos presentes o que cree que tendrá en un futuro cercano. Por el contrario, el estado no toma esta “sanidad marginal”, sino que directamente se plantea la “sanidad total” en un conjunto de agregados. Ese es el principio de la imposibilidad del cálculo económico y del inevitable colapso del sector.
¿Qué lugar ocupa la sanidad (marginal) hoy día en la escala de valores del individuo? Una muy lejana o inexistente ya que la sanidad es gratuita para él —en realidad no lo es, paga un precio muy alto. Eso no significa que el individuo no valore su salud, todo lo contrario, lo que no valora es la escasez de sanidad que el estado ofrece de forma ilimitada y gratuita. Siendo la sanidad gratis, ésta no tiene valor alguno en la escala de prioridades del individuo, por lo tanto, ese lugar es sustituido por otros bienes económicos. En este proceso, la economía en el sector de la salud, o lo que es lo mismo el cálculo económico, ha desaparecido.
El estado, al no poder saber las valoraciones del conjunto de individuos, ha de recurrir a la expresión última del mercado para el cálculo, el precio. Pero éste jamás puede determinar el futuro per se. A diferencia de las decisiones descentralizadas y ordinales del individuo, el estado (o el tecnócrata) intenta medir los costes a través de los precios, es decir, desde un punto de vista centralizado y cardinal.
Intentar “perder menos”, o “ganar” mediante el examen único del precio, olvidando las valoraciones subjetivas, jamás puede llevar a su fin primero; en este sentido el proceso de saneamiento económico del estado siempre será inútil.
Hemos de entender que los precios sólo son valoraciones subjetivas congeladas en el tiempo que no tienen porque determinar otros precios futuros. En este sentido, no existen “precios de mercado” sólo valoraciones individuales y subjetivas —no existe una auténtica relación causa–efecto entre precios pasados y mercado futuro. ¿Existe un "precio de mercado" en el sector de las camisas? El precio de las camisas es tan variado y disperso que no podemos hacer una media agregada y trabajar con ella para adivinar el precio futuro.
Trabajar con precios sin valoraciones subjetivas es una labor inútil, es desproveer al precio de su esencia. Por lo tanto, manejar este precio vacío para calcular el futuro sólo da contradicciones económicas. Realmente lo que está pasando es que tales precios vacíos no se corresponden con la realidad, y por más que se impongan por la fuerza, su aplicación contra natura sólo genera un solo fin real: el caos económico y el colapso. El precio no es un factor frío y autónomo, sino al revés. El precio un es factor nacido de la sociedad, olvidar esta última relación causal, es olvidar la sociedad y por lo tanto también la economía.
La imposibilidad del cálculo lleva a una clara incapacidad desde un principio. Por ejemplo, cuando el estado cree conveniente construir hospitales en una ciudad, ¿cuántos ha de construir? ¿Uno o cien mil? ¿Cuántos médicos han de haber por hospital, 20 o uno por ciudadano? ¿Cuánto dinero se ha de destinar a tal proyecto?, ¿Realmente se ha de hacer y considerarlo un “coste social”?, etc. Ningún político ni tecnócrata puede saberlo realmente. Sólo la valoración de esa comunidad, que interpreta el empresario, puede dar una respuesta sostenible y eficaz —determinada por el efectivo test de premio–error.
Pero el estado no es un empresario que esté sometido al test de premio–error. El estado toma los costes tal como vienen por decirlo de alguna forma. Cree que el coste es un factor autónomo que gobierna el precio, pero eso no es así. El coste es una faceta del valor: el coste sólo es valor.
El coste se determina desde los bienes de consumo hacia los bienes de capital: el coste no gobierna el precio, sino que el coste es el resultado de las valoraciones que hace el individuo y ejecuta mediante la acción. El proceso empieza en los bienes de consumo para ir avanzando hacia atrás, hacia los bienes de capital. Por lo tanto, si un bien económico (producto o servicio) es muy deseado en una sociedad, éste hará alargar el proceso productivo de ese bien (aumenta la división del trabajo) reduciendo no el precio en si mismo, sino directamente el coste: cuanto más desee la sociedad un producto o servicio, más asequible será para todos; cuanto menos lo desee más caro. Cuanto más desee la sociedad un bien económico, menor será su coste; y cuanto menos lo desee, mayor será el coste.
Dicho de otra forma, cuanto más quiera la sociedad un bien económico, más dinero destina a ese bien y más oportunidades tendrán los productores entonces para introducirse en esta estructura alargando el proceso de maduración generando continuos descubrimientos y reduciendo el coste. La estructura productiva se enriquece y diversifica despojándose de la rigidez inicial.
Resumiendo este punto, la economía o valoraciones económicas, cuando el estado monopoliza la sanidad, son inexistentes porque literalmente desaparecen. El tecnócrata no trabaja con valoraciones marginales subjetivas —que crean el precio— sino que trabaja directamente con precios y costes que no son reales en tanto que no han nacido de una armonización de todo el conjunto económico. Esa es la principal fuente de ineficiencia[5]. Ahora vemos como las simbólicas reformas intermedias, o pragmáticas, como “privatizar la gestión” son inútiles para acabar con el mal que genera el intervencionismo. El intervencionismo conduce al derroche económico, a la irresponsabilidad, a la permanente y continua escasez económica, rigidez del sector, ineficiencia —en el sentido estático y dinámico—, y un largo, penoso e inevitable camino hacia el colapso.
Agreguemos algo más y que es el punto crucial desde el punto de vista económico. Cuando el estado interviene en el campo de la producción, la economía literalmente desaparece. Pero, ¿por qué?
Ludwig von Mises y Friedrich von Hayek, aunque por dos caminos diferentes, nos respondieron porqué donde existe intromisión estatal el colapso económico es inevitable. También lo podemos llamar la “imposibilidad del cálculo económico socialista”. La teoría tuvo incluso, después de la caída del bloque soviético, la aprobación de algunos economistas marxistas (Robert L. Heilbroner).
El estado es incapaz de medir las decisiones marginales de los individuos. El hombre siempre toma decisiones marginales, es decir, “en el límite”. Los actos de las personas no se basan en los precios o en un plan inamovible, sino que el individuo siempre desecha la peor de sus opciones para tomar la mejor solución según los recursos de los que dispone. El individuo tiene una escala de valores que rearma cada vez que se le presenta una nueva elección y que ejecuta mediante la acción. En este entorno el individuo asigna mayor valor a lo que más urgentemente necesita y cuando se decide a actuar, marca el precio.
Aplicándolo a la sanidad; el individuo cuando decide cuánta sanidad ha de tomar lo hace en su caso particular. No valora toda la sanidad del mundo, sino que calibra su “sanidad marginal” por decirlo de alguna forma, es decir, valora su utilidad concreta y los recursos presentes o que cree que tendrá en un futuro cercano. Por el contrario, el estado no toma esta “sanidad marginal”, sino que directamente se plantea la “sanidad total” en un conjunto de agregados. Ese es el principio de la imposibilidad del cálculo económico y del inevitable colapso del sector.
¿Qué lugar ocupa la sanidad (marginal) hoy día en la escala de valores del individuo? Una muy lejana o inexistente ya que la sanidad es gratuita para él —en realidad no lo es, paga un precio muy alto. Eso no significa que el individuo no valore su salud, todo lo contrario, lo que no valora es la escasez de sanidad que el estado ofrece de forma ilimitada y gratuita. Siendo la sanidad gratis, ésta no tiene valor alguno en la escala de prioridades del individuo, por lo tanto, ese lugar es sustituido por otros bienes económicos. En este proceso, la economía en el sector de la salud, o lo que es lo mismo el cálculo económico, ha desaparecido.
El estado, al no poder saber las valoraciones del conjunto de individuos, ha de recurrir a la expresión última del mercado para el cálculo, el precio. Pero éste jamás puede determinar el futuro per se. A diferencia de las decisiones descentralizadas y ordinales del individuo, el estado (o el tecnócrata) intenta medir los costes a través de los precios, es decir, desde un punto de vista centralizado y cardinal.
Intentar “perder menos”, o “ganar” mediante el examen único del precio, olvidando las valoraciones subjetivas, jamás puede llevar a su fin primero; en este sentido el proceso de saneamiento económico del estado siempre será inútil.
Hemos de entender que los precios sólo son valoraciones subjetivas congeladas en el tiempo que no tienen porque determinar otros precios futuros. En este sentido, no existen “precios de mercado” sólo valoraciones individuales y subjetivas —no existe una auténtica relación causa–efecto entre precios pasados y mercado futuro. ¿Existe un "precio de mercado" en el sector de las camisas? El precio de las camisas es tan variado y disperso que no podemos hacer una media agregada y trabajar con ella para adivinar el precio futuro.
Trabajar con precios sin valoraciones subjetivas es una labor inútil, es desproveer al precio de su esencia. Por lo tanto, manejar este precio vacío para calcular el futuro sólo da contradicciones económicas. Realmente lo que está pasando es que tales precios vacíos no se corresponden con la realidad, y por más que se impongan por la fuerza, su aplicación contra natura sólo genera un solo fin real: el caos económico y el colapso. El precio no es un factor frío y autónomo, sino al revés. El precio un es factor nacido de la sociedad, olvidar esta última relación causal, es olvidar la sociedad y por lo tanto también la economía.
La imposibilidad del cálculo lleva a una clara incapacidad desde un principio. Por ejemplo, cuando el estado cree conveniente construir hospitales en una ciudad, ¿cuántos ha de construir? ¿Uno o cien mil? ¿Cuántos médicos han de haber por hospital, 20 o uno por ciudadano? ¿Cuánto dinero se ha de destinar a tal proyecto?, ¿Realmente se ha de hacer y considerarlo un “coste social”?, etc. Ningún político ni tecnócrata puede saberlo realmente. Sólo la valoración de esa comunidad, que interpreta el empresario, puede dar una respuesta sostenible y eficaz —determinada por el efectivo test de premio–error.
Pero el estado no es un empresario que esté sometido al test de premio–error. El estado toma los costes tal como vienen por decirlo de alguna forma. Cree que el coste es un factor autónomo que gobierna el precio, pero eso no es así. El coste es una faceta del valor: el coste sólo es valor.
El coste se determina desde los bienes de consumo hacia los bienes de capital: el coste no gobierna el precio, sino que el coste es el resultado de las valoraciones que hace el individuo y ejecuta mediante la acción. El proceso empieza en los bienes de consumo para ir avanzando hacia atrás, hacia los bienes de capital. Por lo tanto, si un bien económico (producto o servicio) es muy deseado en una sociedad, éste hará alargar el proceso productivo de ese bien (aumenta la división del trabajo) reduciendo no el precio en si mismo, sino directamente el coste: cuanto más desee la sociedad un producto o servicio, más asequible será para todos; cuanto menos lo desee más caro. Cuanto más desee la sociedad un bien económico, menor será su coste; y cuanto menos lo desee, mayor será el coste.
Dicho de otra forma, cuanto más quiera la sociedad un bien económico, más dinero destina a ese bien y más oportunidades tendrán los productores entonces para introducirse en esta estructura alargando el proceso de maduración generando continuos descubrimientos y reduciendo el coste. La estructura productiva se enriquece y diversifica despojándose de la rigidez inicial.
Resumiendo este punto, la economía o valoraciones económicas, cuando el estado monopoliza la sanidad, son inexistentes porque literalmente desaparecen. El tecnócrata no trabaja con valoraciones marginales subjetivas —que crean el precio— sino que trabaja directamente con precios y costes que no son reales en tanto que no han nacido de una armonización de todo el conjunto económico. Esa es la principal fuente de ineficiencia[5]. Ahora vemos como las simbólicas reformas intermedias, o pragmáticas, como “privatizar la gestión” son inútiles para acabar con el mal que genera el intervencionismo. El intervencionismo conduce al derroche económico, a la irresponsabilidad, a la permanente y continua escasez económica, rigidez del sector, ineficiencia —en el sentido estático y dinámico—, y un largo, penoso e inevitable camino hacia el colapso.
Paralelismo conceptual con la nacionalización del sector automovilístico
Pongamos un ejemplo para verlo más claro. Imaginemos que el estado regala un coche a todo aquel que cumple la mayoría de edad. Asumamos también que sólo regala uno de la misma calidad por individuo. A esto añadamos que cuando el coche tiene más de cierto tiempo el estado vuelve a regalar otro automóvil a su principal usuario. En este marco habrá otros automóviles de calidad superior en el sector privado, pero éstos sólo serán adquiridos por unos pocos. El sector de los automóviles, siendo así, será muy rígido (casi la totalidad del mercado lo monopoliza un coche). El estado puede realizar esta “nueva ley”, pongamos por ejemplo, porque considera que los coches son un bien de primera necesidad —pero en realidad sólo está usurpando la riqueza de la producción privada, es decir, ejerce el robo por medio de la ley. ¿Cómo afectará esta nueva situación a las valoraciones económicas y al mercado?
Lo que ocurrirá es que todo joven, u otro que quiera reemplazar su antiguo vehículo, sacará de su escala de valores la adquisición de un automóvil privado por uno del estado. Cuando la adquisición del automóvil privado ha salido de la escala valorativa de todos los individuos, esa posición la ocupan otros bienes económicos, es decir, se ha convertido un bien económico (el automóvil) en un bien libre (como el aire). En este proceso el cálculo económico desaparece. El individuo no ha de ahorrar, invertir, o dejar de consumir en otros bienes económicos para adquirir el automóvil; lo único que tendrá que hacer es ir a los concesionarios estatales y decir que tiene la mayoría de edad, o entregar un papel que diga que su vehículo tiene más de tantos años. El único esfuerzo que ha de hacer, es el de un simple trámite burocrático y no económico.
En este proceso, al final el sector de los automóviles se vuelve increíblemente rígido donde la demanda rebasa la oferta. El estado, como productor de automóviles, no sabe cuánto ha de costar cada automóvil. La sobre–demanda que ha generado ha descompensado la estructura de mercado creando precios con una estructura de costes muy elevada. La producción de automóviles deja de ser rentable en casi toda su estructura. Al individuo, por otra parte, poco le importa lo que cuesten porque no valora los automóviles, el estado los regala.
Esto generará pérdidas continuas en la producción de automóviles que se retroalimentará de otros sectores productivos: mediante impuestos que se imputarán a otros sectores que nada tienen que ver con la producción de automóviles. Drenar recursos de un sector productivo por la fuerza para otorgarlo a otro, sólo llevará a pérdidas netas totales en los dos sectores.
El estado, pasado el tiempo y habiendo generado un amplio déficit, intentará paliar los efectos de esa “nueva ley” con otras leyes para reducir la demanda, como por ejemplo, que los individuos que quieran adquirir un automóvil estatal gratuito tengan unos ingresos anuales inferiores a tantos dólares, o que los adquirientes tengan que hacer más de tantos kilómetros anuales, que vivan a otros tantos de su lugar de trabajo, o que se llamen de apellido “González”. Da igual la restricción que tome el estado, han de reducir como sea la demanda para no llegar al inmediato colapso. Pero el estado siempre dará a ver su solución como algo moralmente superior que combata la “avaricia” de aquellos que quieren tener un coche.
Otro camino es aumentar los impuestos directamente en otros servicios o productos privados restando riqueza a los mismos, o también, emitiendo deuda y creando así más inflación futura. Aún aplicando estos nefastos métodos, el problema seguirá existiendo, la demanda seguirá siendo superior a la oferta y se crearán largas listas de espera para la adquisición de un automóvil (como ocurre con las listas de la sanidad pública).
Si hubiese sido un proceso natural y libre, el individuo habría dejado de consumir en un sector para gastarlo en otro manteniendo así la estructura productiva original y conservando una economía sostenible, es decir, respaldada por las valoraciones del individuo que crean el mercado. Aquí no habría habido pérdidas netas totales, sino al revés, se habrían generado más oportunidades al empresario para suplir los déficit del consumidor: se habrían fabricado coches grandes, pequeños, baratos, caros, seguros, rápidos, confortables, etc.
Al cabo del tiempo, cada coche costará al estado mucho más que sino hubiese sido producido en una economía libre y privada. Pero los intervencionistas y socialistas, entonces, con su característica estrechez de visión económica e histórica, dirán: “¡Ves! El mercado es incapaz de producir coches para todos. La producción de automóviles, (que el estado monopoliza en nuestro ejemplo), tiene enormes gastos fijos, y por lo tanto el sector del automóvil sólo puede ser “gestionado” o “producido” por el estado que da un coche a todos (aunque se creen listas de varios años para ser entregados). Es un claro ejemplo de ‘fallo de mercado’. El ‘coste social’ generado, es inevitable. En una economía privada y liberal, sólo tendrían coches los muy ricos y las clases medias y pobres tendrían que ir a pie a todas partes”. ¿No les suena que se diga lo mismo de la sanidad?
La realidad es muy diferente. La economía privada ha sabido otorgar coches a todo aquel que quiera uno, y esto ha sido gracias a la libertad de mercado (aun teniendo en cuenta las numerosas regulaciones de este sector). Además, a diferencia de nuestra nacionalización automovilística, se han generado en la actualidad un largo número de empresas, industrias y trabajadores que viven y crean junto a ese sector.
La conclusión es clara: ahí donde se puedan expresar y ejercer libremente las valoraciones subjetivas entre oferta y demanda siempre existe un posible punto de encuentro económico donde todos están abastecidos —más realista y diversificado que el “precio de mercado”. El proceso de la libertad de mercado crea alta producción, diversidad, variedad, competitividad y consumismo. En definitiva: riqueza sostenida.
No creo que nadie se oponga a la certeza que todos queremos estar sanos y libres de enfermedades. Cualquiera preferirá sanidad a un automóvil si nos ponemos a valorarlo —la decisión, evidentemente, no tiene porque ser excluyente. Si todos podemos disponer de coche propio, ¿qué nos hace pensar que no dispondremos de una buena sanidad eficaz y variada en un sector totalmente privado?
Lo que ocurrirá es que todo joven, u otro que quiera reemplazar su antiguo vehículo, sacará de su escala de valores la adquisición de un automóvil privado por uno del estado. Cuando la adquisición del automóvil privado ha salido de la escala valorativa de todos los individuos, esa posición la ocupan otros bienes económicos, es decir, se ha convertido un bien económico (el automóvil) en un bien libre (como el aire). En este proceso el cálculo económico desaparece. El individuo no ha de ahorrar, invertir, o dejar de consumir en otros bienes económicos para adquirir el automóvil; lo único que tendrá que hacer es ir a los concesionarios estatales y decir que tiene la mayoría de edad, o entregar un papel que diga que su vehículo tiene más de tantos años. El único esfuerzo que ha de hacer, es el de un simple trámite burocrático y no económico.
En este proceso, al final el sector de los automóviles se vuelve increíblemente rígido donde la demanda rebasa la oferta. El estado, como productor de automóviles, no sabe cuánto ha de costar cada automóvil. La sobre–demanda que ha generado ha descompensado la estructura de mercado creando precios con una estructura de costes muy elevada. La producción de automóviles deja de ser rentable en casi toda su estructura. Al individuo, por otra parte, poco le importa lo que cuesten porque no valora los automóviles, el estado los regala.
Esto generará pérdidas continuas en la producción de automóviles que se retroalimentará de otros sectores productivos: mediante impuestos que se imputarán a otros sectores que nada tienen que ver con la producción de automóviles. Drenar recursos de un sector productivo por la fuerza para otorgarlo a otro, sólo llevará a pérdidas netas totales en los dos sectores.
El estado, pasado el tiempo y habiendo generado un amplio déficit, intentará paliar los efectos de esa “nueva ley” con otras leyes para reducir la demanda, como por ejemplo, que los individuos que quieran adquirir un automóvil estatal gratuito tengan unos ingresos anuales inferiores a tantos dólares, o que los adquirientes tengan que hacer más de tantos kilómetros anuales, que vivan a otros tantos de su lugar de trabajo, o que se llamen de apellido “González”. Da igual la restricción que tome el estado, han de reducir como sea la demanda para no llegar al inmediato colapso. Pero el estado siempre dará a ver su solución como algo moralmente superior que combata la “avaricia” de aquellos que quieren tener un coche.
Otro camino es aumentar los impuestos directamente en otros servicios o productos privados restando riqueza a los mismos, o también, emitiendo deuda y creando así más inflación futura. Aún aplicando estos nefastos métodos, el problema seguirá existiendo, la demanda seguirá siendo superior a la oferta y se crearán largas listas de espera para la adquisición de un automóvil (como ocurre con las listas de la sanidad pública).
Si hubiese sido un proceso natural y libre, el individuo habría dejado de consumir en un sector para gastarlo en otro manteniendo así la estructura productiva original y conservando una economía sostenible, es decir, respaldada por las valoraciones del individuo que crean el mercado. Aquí no habría habido pérdidas netas totales, sino al revés, se habrían generado más oportunidades al empresario para suplir los déficit del consumidor: se habrían fabricado coches grandes, pequeños, baratos, caros, seguros, rápidos, confortables, etc.
Al cabo del tiempo, cada coche costará al estado mucho más que sino hubiese sido producido en una economía libre y privada. Pero los intervencionistas y socialistas, entonces, con su característica estrechez de visión económica e histórica, dirán: “¡Ves! El mercado es incapaz de producir coches para todos. La producción de automóviles, (que el estado monopoliza en nuestro ejemplo), tiene enormes gastos fijos, y por lo tanto el sector del automóvil sólo puede ser “gestionado” o “producido” por el estado que da un coche a todos (aunque se creen listas de varios años para ser entregados). Es un claro ejemplo de ‘fallo de mercado’. El ‘coste social’ generado, es inevitable. En una economía privada y liberal, sólo tendrían coches los muy ricos y las clases medias y pobres tendrían que ir a pie a todas partes”. ¿No les suena que se diga lo mismo de la sanidad?
La realidad es muy diferente. La economía privada ha sabido otorgar coches a todo aquel que quiera uno, y esto ha sido gracias a la libertad de mercado (aun teniendo en cuenta las numerosas regulaciones de este sector). Además, a diferencia de nuestra nacionalización automovilística, se han generado en la actualidad un largo número de empresas, industrias y trabajadores que viven y crean junto a ese sector.
La conclusión es clara: ahí donde se puedan expresar y ejercer libremente las valoraciones subjetivas entre oferta y demanda siempre existe un posible punto de encuentro económico donde todos están abastecidos —más realista y diversificado que el “precio de mercado”. El proceso de la libertad de mercado crea alta producción, diversidad, variedad, competitividad y consumismo. En definitiva: riqueza sostenida.
No creo que nadie se oponga a la certeza que todos queremos estar sanos y libres de enfermedades. Cualquiera preferirá sanidad a un automóvil si nos ponemos a valorarlo —la decisión, evidentemente, no tiene porque ser excluyente. Si todos podemos disponer de coche propio, ¿qué nos hace pensar que no dispondremos de una buena sanidad eficaz y variada en un sector totalmente privado?
Más allá del ahorro personal. Más soluciones de mercado
Aquí se nos puede plantear: ¿pero qué ocurre si necesitamos de la sanidad y el precio de algún servicio sanitario concreto está muy por encima de una clase sub–marginal? Con esta pregunta ya estamos asumiendo que la sanidad privada es más eficiente que la pública en el sentido que con la última ya no es una cuestión de dinero, sino de poder esperar lo suficiente en las listas de espera para no llegar muertos, o con una enfermedad en estado ya irremediable. El estado no ha podido responder a esta pregunta con una solución real. Excluyendo el dinero y valoraciones marginales y subjetivas, ha hecho que todos seamos elementos sub–marginales.
Primeramente hemos de recordar que en un sector totalmente libre nace lo que hoy día es casi inexistente en la sanidad pública: la diversidad. Evidentemente nacerán muchas formas y tipos de sanidad; cada una ella tendrá un precio e intentará satisfacer a su “target” o tipo de cliente, ya sea “cliente con pocos recursos”, “cliente masa”, “cliente elitista”, etc. Todos tienen lo mismo en común, valoran su sanidad marginal.
Pero por otra parte, la pregunta parece ser un problema recurrente e insoluble para el socialista e intervencionista conservador que prefiere que la salud de la gente degenere antes que "entregar la sanidad al diabólico mercado". La respuesta a tal problema la encontramos a diario en el presente. Cuando una persona asigna un valor a un bien económico y no lo puede alcanzar con su propio ahorro ¿significa ello que de inmediato renuncia a él? No. Lo que hace es usar el ahorro de otros.
Si queremos comprarnos algo que tiene un precio alto, como una casa, ahorramos para conseguirla, y además recurrimos al ahorro de otras personas para poderla conseguir antes; en otras palabras, recurrimos al sector crediticio —con instrumentos como los créditos o préstamos. Si la sanidad fuese totalmente privada se desarrollarían una enorme variedad de productos financieros sanitarios. Los créditos sanitarios, por ejemplo, tienen por función sólo eso, acaparan el ahorro de otros para prestarlo al que necesita de servicios médicos. En una economía libre el crédito no es para el rico, él es el que presta, sino para el pobre o para aquel que quiere aumentar su bienestar inmediato ¡Qué diferentes son las cosas hoy día con un estado omnipotente que acapara todo el ahorro!
También se reforzarían y nacerían nuevos seguros médicos. Si la sanidad es gratis, no tienen sentido los seguros médicos, realmente es sorprendente que existan y puedan sobrevivir hoy día. Al ser la sanidad sólo privada la estructura financiera de este producto no sólo aumentaría, sino que el entramado de necesidades del mercado haría aumentar en primer lugar la demanda, para incrementar después la división del trabajo en la oferta haciendo nacer nuevos tipos de seguros, redefiniendo incluso el propio concepto de seguro médico. La "generosidad" del estado ha hecho que este instrumento, tan útil en una economía libre, se haya relegado a un uso casi simbólico y muy poco evolucionado.
Además, hoy día también podemos ver muchas empresas que contratan seguros sanitarios a sus trabajadores, asegurándolos incluso fuera del terreno laboral. Esto no beneficia al trabajador sólo, sino a la empresa también que de esta forma crea un valor añadido más para futuros trabajadores que tengan la opción de escoger entre varias empresas. Si la sanidad es estatal tal aliciente se vuelve casi nulo.
Primeramente hemos de recordar que en un sector totalmente libre nace lo que hoy día es casi inexistente en la sanidad pública: la diversidad. Evidentemente nacerán muchas formas y tipos de sanidad; cada una ella tendrá un precio e intentará satisfacer a su “target” o tipo de cliente, ya sea “cliente con pocos recursos”, “cliente masa”, “cliente elitista”, etc. Todos tienen lo mismo en común, valoran su sanidad marginal.
Pero por otra parte, la pregunta parece ser un problema recurrente e insoluble para el socialista e intervencionista conservador que prefiere que la salud de la gente degenere antes que "entregar la sanidad al diabólico mercado". La respuesta a tal problema la encontramos a diario en el presente. Cuando una persona asigna un valor a un bien económico y no lo puede alcanzar con su propio ahorro ¿significa ello que de inmediato renuncia a él? No. Lo que hace es usar el ahorro de otros.
Si queremos comprarnos algo que tiene un precio alto, como una casa, ahorramos para conseguirla, y además recurrimos al ahorro de otras personas para poderla conseguir antes; en otras palabras, recurrimos al sector crediticio —con instrumentos como los créditos o préstamos. Si la sanidad fuese totalmente privada se desarrollarían una enorme variedad de productos financieros sanitarios. Los créditos sanitarios, por ejemplo, tienen por función sólo eso, acaparan el ahorro de otros para prestarlo al que necesita de servicios médicos. En una economía libre el crédito no es para el rico, él es el que presta, sino para el pobre o para aquel que quiere aumentar su bienestar inmediato ¡Qué diferentes son las cosas hoy día con un estado omnipotente que acapara todo el ahorro!
También se reforzarían y nacerían nuevos seguros médicos. Si la sanidad es gratis, no tienen sentido los seguros médicos, realmente es sorprendente que existan y puedan sobrevivir hoy día. Al ser la sanidad sólo privada la estructura financiera de este producto no sólo aumentaría, sino que el entramado de necesidades del mercado haría aumentar en primer lugar la demanda, para incrementar después la división del trabajo en la oferta haciendo nacer nuevos tipos de seguros, redefiniendo incluso el propio concepto de seguro médico. La "generosidad" del estado ha hecho que este instrumento, tan útil en una economía libre, se haya relegado a un uso casi simbólico y muy poco evolucionado.
Además, hoy día también podemos ver muchas empresas que contratan seguros sanitarios a sus trabajadores, asegurándolos incluso fuera del terreno laboral. Esto no beneficia al trabajador sólo, sino a la empresa también que de esta forma crea un valor añadido más para futuros trabajadores que tengan la opción de escoger entre varias empresas. Si la sanidad es estatal tal aliciente se vuelve casi nulo.
La visión “teleocrática” y “tecnocrática” del estado en la sanidad
Una de las funciones de los diversos órganos estatales de sanidad y consumo es incentivar la buena salud aun cuando nadie quiera que se la incentive por la fuerza; y es que esto, no es función de gobierno alguno.
Intentar inculcar una cierta moral o ética por medio de la fuerza es lo que se llama “teleocrácia”. ¿Qué sabe el estado o cualquier técnico qué es bueno para mí? Esa es una decisión mía. ¿Y por medio de qué tipo de moral ha de imponerme su visión de salud y arrebatarme mi dinero en el nombre del bien común? ¿Por qué el estado ha de gravar, y distorsionar la información sobre los productos que considera poco saludables? ¿Es que la gente no sabe los efectos del tabaco, alcohol, drogas, comidas saturadas de grasas, etc.? Las decisiones sobre qué "meto en mí cuerpo" son decisiones individuales y no han de importar al estado ni a ningún técnico.
También, nos podemos cuestionar por qué razón el consejo de un técnico ha de ser una imposición aun cuando vaya contra nuestra voluntad. Nuestro médico, que también es un técnico, nos puede aconsejar que no bebamos alcohol en exceso, pero de ningún modo nos puede colocar una pistola en la cabeza y decirnos que por nuestra culpa existen los accidentes de tráfico, enfermedades y que por ello se ve obligado a incautarnos parte de nuestro dinero (que gastamos en el consumo de alcohol, o que ganamos de nuestro trabajo diario) para solucionar las enfermedades del alcohol y otras más, quedándose de paso un amplio margen para financiar los “gastos de tramitación”.
Un tecnócrata no es un gran científico, ni un sabio, ni un premio Nóbel —estos trabajan para empresas y universidades privadas— sino que sólo es un político. Ningún “técnico” puede llegar a conseguir el bienestar general porque no tiene ni la capacidad ni ganas necesarias para hacerlo. Pero aun siendo así, no nos puede obligar a hacer lo que no queremos porque eso sería imponer la servidumbre y la esclavitud.
Piense en los empresarios de éxito. Éstos no son grandes sabios, ni grandes ingenieros o economistas que ganan premios cada año, sino que son gente normal que han sabido ofrecer aquello que el consumidor necesita. El empresario que triunfa, no es el que tiene en su cabeza mil fórmulas matemáticas o una moral superior, sino el que tiene la capacidad de saber qué le falta a la gente para ofrecérselo a buen precio.
Si la sociedad demanda alimentos sanos, el empresario abrirá restaurantes y tiendas de este tipo de cocina y productos. Si la sociedad demanda alimentos baratos y no le importa la calidad, el empresario los ofrecerá también. Si parte de la sociedad demanda estimulantes, por malos que puedan ser en opinión del técnico, el empresario los ofrecerá también. Aquí no mandan las decisiones particulares e impuestas de nadie, sino las acciones voluntarias —el intercambio pacífico del mercado. El empresario no pretende tener una visión superior a su cliente sino tenerlo satisfecho. Al tecnócrata poco le importan las preferencias de la sociedad. Él vive aislado con otros tecnócratas y sus particulares valores morales en una casa comprada con el robo de los impuestos. El tecnócrata es un visionario que está dispuesto a imponer su moralidad aun empobreciendo la sociedad entera.
Teleocrácia y tecnocracia son una muy mala combinación. No hemos de eliminar una para que prevalezca la otra, sino eliminar las dos. Nadie ha de tener la capacidad de imponer la “tiranía de las buenas intenciones” que legitime el robo, ni la imposición de las ideas por más técnico o buena voluntad que pretenda tener. Esto se ha hecho continuamente con la sanidad creando histerias e injusticias continuas. Que cada uno haga lo que quiera con su salud, y que sea él y no otro quien asuma las consecuencias.
Intentar inculcar una cierta moral o ética por medio de la fuerza es lo que se llama “teleocrácia”. ¿Qué sabe el estado o cualquier técnico qué es bueno para mí? Esa es una decisión mía. ¿Y por medio de qué tipo de moral ha de imponerme su visión de salud y arrebatarme mi dinero en el nombre del bien común? ¿Por qué el estado ha de gravar, y distorsionar la información sobre los productos que considera poco saludables? ¿Es que la gente no sabe los efectos del tabaco, alcohol, drogas, comidas saturadas de grasas, etc.? Las decisiones sobre qué "meto en mí cuerpo" son decisiones individuales y no han de importar al estado ni a ningún técnico.
También, nos podemos cuestionar por qué razón el consejo de un técnico ha de ser una imposición aun cuando vaya contra nuestra voluntad. Nuestro médico, que también es un técnico, nos puede aconsejar que no bebamos alcohol en exceso, pero de ningún modo nos puede colocar una pistola en la cabeza y decirnos que por nuestra culpa existen los accidentes de tráfico, enfermedades y que por ello se ve obligado a incautarnos parte de nuestro dinero (que gastamos en el consumo de alcohol, o que ganamos de nuestro trabajo diario) para solucionar las enfermedades del alcohol y otras más, quedándose de paso un amplio margen para financiar los “gastos de tramitación”.
Un tecnócrata no es un gran científico, ni un sabio, ni un premio Nóbel —estos trabajan para empresas y universidades privadas— sino que sólo es un político. Ningún “técnico” puede llegar a conseguir el bienestar general porque no tiene ni la capacidad ni ganas necesarias para hacerlo. Pero aun siendo así, no nos puede obligar a hacer lo que no queremos porque eso sería imponer la servidumbre y la esclavitud.
Piense en los empresarios de éxito. Éstos no son grandes sabios, ni grandes ingenieros o economistas que ganan premios cada año, sino que son gente normal que han sabido ofrecer aquello que el consumidor necesita. El empresario que triunfa, no es el que tiene en su cabeza mil fórmulas matemáticas o una moral superior, sino el que tiene la capacidad de saber qué le falta a la gente para ofrecérselo a buen precio.
Si la sociedad demanda alimentos sanos, el empresario abrirá restaurantes y tiendas de este tipo de cocina y productos. Si la sociedad demanda alimentos baratos y no le importa la calidad, el empresario los ofrecerá también. Si parte de la sociedad demanda estimulantes, por malos que puedan ser en opinión del técnico, el empresario los ofrecerá también. Aquí no mandan las decisiones particulares e impuestas de nadie, sino las acciones voluntarias —el intercambio pacífico del mercado. El empresario no pretende tener una visión superior a su cliente sino tenerlo satisfecho. Al tecnócrata poco le importan las preferencias de la sociedad. Él vive aislado con otros tecnócratas y sus particulares valores morales en una casa comprada con el robo de los impuestos. El tecnócrata es un visionario que está dispuesto a imponer su moralidad aun empobreciendo la sociedad entera.
Teleocrácia y tecnocracia son una muy mala combinación. No hemos de eliminar una para que prevalezca la otra, sino eliminar las dos. Nadie ha de tener la capacidad de imponer la “tiranía de las buenas intenciones” que legitime el robo, ni la imposición de las ideas por más técnico o buena voluntad que pretenda tener. Esto se ha hecho continuamente con la sanidad creando histerias e injusticias continuas. Que cada uno haga lo que quiera con su salud, y que sea él y no otro quien asuma las consecuencias.
La sanidad privada incrementa y refuerza los valores morales humanos
Por medio de la libertad de mercado podemos establecer un sistema moral voluntario e individual que siga la estructura paralela del capitalismo, esto es, la pura estructura de la sociedad en si misma en lugar de implementar los mandados de un zar de la producción o tecnócrata. Una economía libre y privada despojada del yugo del estado refuerza los valores clásicos de humanidad.
¿Podemos pensar que existirían hospitales gratuitos privados para los pobres sino hubiese intervención estatal en la sanidad? Sí. En Estados Unidos ya ocurre. Tales hospitales sólo se financian con dinero privado, algunos médicos al acabar su jornada laboral en el hospital donde trabajan con nómina, después van a estos hospitales trabajando gratis, o por un precio muy bajo. Tal vez lo hagan por altruismo, tal vez para decir que ayudan a los demás. La causa no importa, el hecho es que se comportan de forma solidaria sin afectar a la cartera del resto de la sociedad.
¿Por qué en el S. XIX y a principio de S. XX las donaciones eran más abundantes? ¿Por qué las donaciones privadas en la época Reagan en Estados Unidos aumentaron espectacularmente? Porque en el primer caso, casi no había impuestos, y en el segundo porque se redujeron drásticamente. En el siglo XIX la gente acaudalada construía orfanatos, hospitales, pagaban caras expediciones científicas, eran mecenas del arte, etc.
Si la sanidad deja de ser estatal las rentas individuales, y capacidad adquisitiva (da igual como se quiera medir) aumentarán de forma cuantiosa. Todos tendremos más capacidad de ahorro, inversión, consumo y donación. Las personas ricas juegan en este último aspecto (y resto también) un factor muy importante. En un siglo, el altruismo humano no ha cambiado, si los ricos son más ricos, sin duda, harán más donaciones voluntarias con su dinero sin necesidad de la extorsión estatal que precisamente hace reducir las donaciones y ayudas.
Podemos pensar también en el altruismo colectivo. Un caso me sorprendió particularmente en el caso de los “francotiradores de Washington”. Una congregación organizada se dedicaba a poner gasolina a los coches gratuitamente para que los usuarios no fueran las víctimas de los francotiradores. ¡Estos individuos estaban dispuestos a dar la vida por desconocidos! El libre mercado incentiva este tipo de valores; el estado los elimina transformando el concepto de solidaridad voluntaria en el de solidaridad impuesta. El resultado del último sólo es caos e irresponsabilidad individual. Si privatizamos del todo la sanidad, la solidaridad voluntaria, inevitablemente, aumentará de una forma sorprendente.
¿Podemos pensar que existirían hospitales gratuitos privados para los pobres sino hubiese intervención estatal en la sanidad? Sí. En Estados Unidos ya ocurre. Tales hospitales sólo se financian con dinero privado, algunos médicos al acabar su jornada laboral en el hospital donde trabajan con nómina, después van a estos hospitales trabajando gratis, o por un precio muy bajo. Tal vez lo hagan por altruismo, tal vez para decir que ayudan a los demás. La causa no importa, el hecho es que se comportan de forma solidaria sin afectar a la cartera del resto de la sociedad.
¿Por qué en el S. XIX y a principio de S. XX las donaciones eran más abundantes? ¿Por qué las donaciones privadas en la época Reagan en Estados Unidos aumentaron espectacularmente? Porque en el primer caso, casi no había impuestos, y en el segundo porque se redujeron drásticamente. En el siglo XIX la gente acaudalada construía orfanatos, hospitales, pagaban caras expediciones científicas, eran mecenas del arte, etc.
Si la sanidad deja de ser estatal las rentas individuales, y capacidad adquisitiva (da igual como se quiera medir) aumentarán de forma cuantiosa. Todos tendremos más capacidad de ahorro, inversión, consumo y donación. Las personas ricas juegan en este último aspecto (y resto también) un factor muy importante. En un siglo, el altruismo humano no ha cambiado, si los ricos son más ricos, sin duda, harán más donaciones voluntarias con su dinero sin necesidad de la extorsión estatal que precisamente hace reducir las donaciones y ayudas.
Podemos pensar también en el altruismo colectivo. Un caso me sorprendió particularmente en el caso de los “francotiradores de Washington”. Una congregación organizada se dedicaba a poner gasolina a los coches gratuitamente para que los usuarios no fueran las víctimas de los francotiradores. ¡Estos individuos estaban dispuestos a dar la vida por desconocidos! El libre mercado incentiva este tipo de valores; el estado los elimina transformando el concepto de solidaridad voluntaria en el de solidaridad impuesta. El resultado del último sólo es caos e irresponsabilidad individual. Si privatizamos del todo la sanidad, la solidaridad voluntaria, inevitablemente, aumentará de una forma sorprendente.
Información y responsabilidad civil de las empresas de sanidad privadas
Al principio del artículo he mencionado que hay gente que muere en los periodos de espera para poder ser operadas. También, hay personas que mueren en los quirófanos, se producen grandes irresponsabilidades, o simplemente se producen negligencias menores en los centros sanitarios del estado sin que realmente se pueda hacer nada para compensar a la víctima, o los familiares si la última muere. La mayoría de estos casos resultan en una total impunidad hacia los responsables sanitarios. Si el estado o la empresa privada asumen la responsabilidad de la sanidad, tanto el uno como el otro, han de responder de todas sus consecuencias. Como vemos, el estado no responde casi nunca. En una organización puramente privada la impunidad médica desaparecería.
Convirtiendo la sanidad en un sector estrictamente privado, las responsabilidades civiles son claras: las asume la empresa de sanidad. Por medio de demandas individuales, la víctima puede actuar contra la empresa de sanidad y ésta tendrá que responder si es culpable de una negligencia. El actual oscurantismo del sector médico que otorga la ley del estado impide que puedan ser eficaces tales demandas.
De igual forma, la privatización del sector sanitario nos conduce a una mayor transparencia también. Hoy día los historiales laborales de los médicos parecen ser calificados de seguridad nacional teniendo en cuenta la imposibilidad de acceder a ellos. ¿Cuánta gente ha muerto en el quirófano del doctor Fulano? ¿Cuántos pacientes tienen secuelas negativas del tratamiento del doctor Mengano? Imposible de saber.
En una economía desnacionalizada y desregularizada toda esta información estaría a disposición de los clientes potenciales. Esto incentivaría también la precaución y responsabilidad médica haciendo desaparecer los nefastos tratos que ofrece el trabajador médico estatal. Ya no seríamos pacientes, sino clientes. Y toda empresa siempre se mueve por el mismo lema: “`el cliente siempre tiene la razón’, él nos financia y paga nuestros sueldos”. Por el contrario, el lema de la sanidad estatal parece ser: “el paciente es un incordio que nos hace trabajar”.
Convirtiendo la sanidad en un sector estrictamente privado, las responsabilidades civiles son claras: las asume la empresa de sanidad. Por medio de demandas individuales, la víctima puede actuar contra la empresa de sanidad y ésta tendrá que responder si es culpable de una negligencia. El actual oscurantismo del sector médico que otorga la ley del estado impide que puedan ser eficaces tales demandas.
De igual forma, la privatización del sector sanitario nos conduce a una mayor transparencia también. Hoy día los historiales laborales de los médicos parecen ser calificados de seguridad nacional teniendo en cuenta la imposibilidad de acceder a ellos. ¿Cuánta gente ha muerto en el quirófano del doctor Fulano? ¿Cuántos pacientes tienen secuelas negativas del tratamiento del doctor Mengano? Imposible de saber.
En una economía desnacionalizada y desregularizada toda esta información estaría a disposición de los clientes potenciales. Esto incentivaría también la precaución y responsabilidad médica haciendo desaparecer los nefastos tratos que ofrece el trabajador médico estatal. Ya no seríamos pacientes, sino clientes. Y toda empresa siempre se mueve por el mismo lema: “`el cliente siempre tiene la razón’, él nos financia y paga nuestros sueldos”. Por el contrario, el lema de la sanidad estatal parece ser: “el paciente es un incordio que nos hace trabajar”.
Cómo sacar la producción de sanidad de las manos del estado de forma inmediata. La solución de Hans-Hermann Hoppe
Hans-Hermann Hoppe propuesto cuatro simples puntos para que la producción de sanidad estuviese en manos privadas de una vez por todas[6]. Los pasos de Hoppe, en esencia y resumidos, fueron:
1. Eliminar todas las licencias de las escuelas médicas, hospitales, farmacias, médicos y personal médico en general. La oferta aumentará, los precios bajarán, y la inmensa variedad de servicios sanitarios brotarán al mercado.
2. Eliminar todas las restricciones sobre la producción y ventas de los productos farmacéuticos e instrumentos médicos. Esto significa eliminar la Food and Drug Administration, que precisamente dificulta la innovación y aumenta el coste.
El coste y los precios caerán, y surgirá muy pronto una enorme variedad de mejores productos en el mercado.
3. Desregular la industria sanitaria de los seguros… como resultado generará una amplia variedad de riesgos no–cubiertos, creando así un auténtico concepto en el “riesgo” de los seguros.
4. Eliminar todos los subsidios de sanidad. Los subsidios de enfermedad engendran más enfermedades promocionando la despreocupación, indiligencia y la dependencia. Si los eliminamos, reforzaremos una vida más sana y trabajaremos para la vida. En un primer momento, eso significa abolir el seguro médico estatal para ancianos y minusválidos (Medicare) y el seguro médico estatal para personas de bajos ingresos (Medicaid).Lo podemos resumir mejor aún: apartar del todo al estado de la producción de sanidad. Nuestra salud es demasiado importante para que permanezca en las manos del ineficiente monopolio estatal. El sector médico público es incapaz de conseguir ni la más mínima porción de eficiencia económica, social ni moral. Sólo genera pérdidas a toda la sociedad y a otros sectores que no tienen nada que ver con la sanidad. Su regulación no protege al cliente (paciente) sino que sólo sirve para “tapar” al responsable médico. La política y el estado han de desaparecer de forma inmediata de este sector para nuestro propio bien antes que sea demasiado tarde.
1. Eliminar todas las licencias de las escuelas médicas, hospitales, farmacias, médicos y personal médico en general. La oferta aumentará, los precios bajarán, y la inmensa variedad de servicios sanitarios brotarán al mercado.
2. Eliminar todas las restricciones sobre la producción y ventas de los productos farmacéuticos e instrumentos médicos. Esto significa eliminar la Food and Drug Administration, que precisamente dificulta la innovación y aumenta el coste.
El coste y los precios caerán, y surgirá muy pronto una enorme variedad de mejores productos en el mercado.
3. Desregular la industria sanitaria de los seguros… como resultado generará una amplia variedad de riesgos no–cubiertos, creando así un auténtico concepto en el “riesgo” de los seguros.
4. Eliminar todos los subsidios de sanidad. Los subsidios de enfermedad engendran más enfermedades promocionando la despreocupación, indiligencia y la dependencia. Si los eliminamos, reforzaremos una vida más sana y trabajaremos para la vida. En un primer momento, eso significa abolir el seguro médico estatal para ancianos y minusválidos (Medicare) y el seguro médico estatal para personas de bajos ingresos (Medicaid).Lo podemos resumir mejor aún: apartar del todo al estado de la producción de sanidad. Nuestra salud es demasiado importante para que permanezca en las manos del ineficiente monopolio estatal. El sector médico público es incapaz de conseguir ni la más mínima porción de eficiencia económica, social ni moral. Sólo genera pérdidas a toda la sociedad y a otros sectores que no tienen nada que ver con la sanidad. Su regulación no protege al cliente (paciente) sino que sólo sirve para “tapar” al responsable médico. La política y el estado han de desaparecer de forma inmediata de este sector para nuestro propio bien antes que sea demasiado tarde.
[1] “NHS Reform: Towards Consensus. A report from the Partnership for Better Health project”. Estudio de Anthony Browne y Matthew Young para el Adam Smith Institute (2002).
[2] Los intervencionistas y socialistas, sobre todo los que se hacen llamar intelectuales, disfrutan crispándose con el uso de estos términos, transformándolos en otros que no tienen nada que ver: al parasitismo, lo llaman solidaridad (impuesta no voluntaria); al fraude, “coste social”; a la marginación por ley, “discriminación positiva”; al saqueo del estado , justicia social; etc.
[3] Una anotación sobre esta campaña antitabaco. A pesar de todas las regulaciones nacionales e internacionales sobre el tabaco, este producto crea riqueza; de ser al revés todas las empresas productoras de tabaco habrían cerrado. Pero los folletos del estado lo mostraron de una forma empírica; los países productores de tabaco son subdesarrollados, por lo tanto ¡el tabaco lleva a la pobreza! Curioso análisis. En esta línea todo lo que hagan los países subdesarrollados conduce a la pobreza entonces; y también, si un país, por rico que sea empieza a producir tabaco dando al consumidor aquello que quiere, al final tal país se verá sumergido en la más grande de sus depresiones.
¿Qué legitimidad tiene el estado para mentir de esta forma tan descarada intentado lavar el cerebro a una sociedad? Imaginemos lo contrario. Supongamos que la empresa Marlboro lanza una campaña diciendo la verdad económica del tabaco: “que da al consumidor aquello que quiere, y que esto beneficia a todos sus productores, ya sean empresas, particulares o países”. El estado, siguiendo en su línea totalizadora habría prohibido la campaña tachándola de inmoral. ¿Qué tienen de inmoral estas acciones pacíficas y voluntarias de la comunidad? Nada.
[4] Añadamos que el tecnócrata no tiene intención alguna de satisfacer al consumidor (de sanidad en este caso), sino aumentar su poder político; y la herramienta que siempre usa es la fuerza que articula mediante la ley.
[5] El único factor de la extinción del comunismo fue ese precisamente. La corrupción, a la que se le suele atribuir el hundimiento del socialismo no fue la causa, sino más bien al revés. La corrupción creó una pseudo–estructura de mercado que hizo aguantar más ese insostenible sistema económico.
[6] “A Four-Step Health-Care Solution”. Revista “The Free Markets” abril de 1993. La solución fue aprobada por Murray Rothbard en su libro “Making Economic Sense”. Ed. Ludwig Von Mises Inst; 1ª edición (1995):
“[…] That is why the Clinton health plan must be fought against root and branch, why Satan is in the general principles, and why the Ludwig von Mises Institute, instead of offering its own 500-page health plan, sticks to its principled "four-step" plan laid out by Hans-Hermann Hoppe (TFM April 1993) of dismantling existing government intervention into health."
[2] Los intervencionistas y socialistas, sobre todo los que se hacen llamar intelectuales, disfrutan crispándose con el uso de estos términos, transformándolos en otros que no tienen nada que ver: al parasitismo, lo llaman solidaridad (impuesta no voluntaria); al fraude, “coste social”; a la marginación por ley, “discriminación positiva”; al saqueo del estado , justicia social; etc.
[3] Una anotación sobre esta campaña antitabaco. A pesar de todas las regulaciones nacionales e internacionales sobre el tabaco, este producto crea riqueza; de ser al revés todas las empresas productoras de tabaco habrían cerrado. Pero los folletos del estado lo mostraron de una forma empírica; los países productores de tabaco son subdesarrollados, por lo tanto ¡el tabaco lleva a la pobreza! Curioso análisis. En esta línea todo lo que hagan los países subdesarrollados conduce a la pobreza entonces; y también, si un país, por rico que sea empieza a producir tabaco dando al consumidor aquello que quiere, al final tal país se verá sumergido en la más grande de sus depresiones.
¿Qué legitimidad tiene el estado para mentir de esta forma tan descarada intentado lavar el cerebro a una sociedad? Imaginemos lo contrario. Supongamos que la empresa Marlboro lanza una campaña diciendo la verdad económica del tabaco: “que da al consumidor aquello que quiere, y que esto beneficia a todos sus productores, ya sean empresas, particulares o países”. El estado, siguiendo en su línea totalizadora habría prohibido la campaña tachándola de inmoral. ¿Qué tienen de inmoral estas acciones pacíficas y voluntarias de la comunidad? Nada.
[4] Añadamos que el tecnócrata no tiene intención alguna de satisfacer al consumidor (de sanidad en este caso), sino aumentar su poder político; y la herramienta que siempre usa es la fuerza que articula mediante la ley.
[5] El único factor de la extinción del comunismo fue ese precisamente. La corrupción, a la que se le suele atribuir el hundimiento del socialismo no fue la causa, sino más bien al revés. La corrupción creó una pseudo–estructura de mercado que hizo aguantar más ese insostenible sistema económico.
[6] “A Four-Step Health-Care Solution”. Revista “The Free Markets” abril de 1993. La solución fue aprobada por Murray Rothbard en su libro “Making Economic Sense”. Ed. Ludwig Von Mises Inst; 1ª edición (1995):
“[…] That is why the Clinton health plan must be fought against root and branch, why Satan is in the general principles, and why the Ludwig von Mises Institute, instead of offering its own 500-page health plan, sticks to its principled "four-step" plan laid out by Hans-Hermann Hoppe (TFM April 1993) of dismantling existing government intervention into health."
Fuentes: http://www.mises.org/
Traducido por.: Jorge Valin http://www.jorgevalin.com/
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