El Aeropuerto José Joaquín de Olmedo es un ejemplo de cómo se puede mejorar un servicio público en poco tiempo sin aumentar el gasto público o la intervención estatal. No obstante, vivimos en un país donde el éxito se observa con sospecha en lugar de ser aplaudido y estudiado para que otros lo consigan también.
Durante más de 40 años la Dirección General de Aviación Civil (DAC) estuvo a cargo de nuestro aeropuerto y el resultado era una “pocilga” como puerta de entrada. ¿Qué se hizo con la plata que había recaudado de los usuarios? ¿Por qué este gobierno, que dice combatir la corrupción, no cuestiona ese despilfarro durante esa larga noche centralista? Cabe recalcar que aunque la DAC ha dejado de percibir ciertos rubros que ahora recibe la concesionaria para cubrir costos de operación y ahorrar las utilidades obtenidas, la DAC sigue recibiendo $5 por pasajero internacional, sin ahora tener los gastos de operación de los dos aeropuertos más importantes del país.
Hoy, cobrando las mismas tasas el aeropuerto de Guayaquil no solo ha pasado a ser el mejor aeropuerto del Ecuador, sino que es uno de los más modernos de Latinoamérica compitiendo con otros aeropuertos internacionales tales como el Jorge Chávez de Lima y El Dorado de Bogotá. El gobierno local no solo piensa en el presente sino en el futuro de la ciudad, y por eso las utilidades generadas por el aeropuerto están siendo capitalizadas para la construcción del nuevo aeropuerto internacional en Daular.
Para que nuestro aeropuerto de ese giro de 180 grados se dieron dos elementos claves: descentralización y participación del sector privado. Los usuarios del aeropuerto de Guayaquil y la concesionaria —TAGSA, no el “pueblo ecuatoriano” como dice el Presidente, financiaron la construcción del nuevo aeropuerto de Guayaquil con una inversión de alrededor de $90 millones. El gobierno central solamente donó el terreno sobre el cual se construyó prácticamente desde cero el nuevo aeropuerto. El gobierno dice que es inaceptable que el Estado nada reciba de las utilidades generadas por el aeropuerto y reclama el 50% de las utilidades. Comparado al derroche de gasto del gobierno en otras áreas, por ejemplo, los más de $2.300 millones al año que el gobierno derrocha en subsidios al gas y a los combustibles, ese monto es insignificante. Es el crecimiento económico y no el crecimiento de las recaudaciones del Estado lo que debería guiar la política fiscal.
La generación de utilidades no es algo malo, es algo necesario para acumular riqueza y poder invertir en el aeropuerto más grande y moderno que nuestra ciudad va a necesitar en el futuro. Pero ya sabemos que este gobierno es consumidor, no creador de capital. En lugar de contraponer los intereses de Latacunga y otras ciudades contra los de Guayaquil, un gobierno que busca la unidad nacional debiera aplaudir lo que funciona, como el aeropuerto de Guayaquil y alentar a otras ciudades a que imiten el esfuerzo realizado aquí. Podría comenzar por donarles el terreno de sus aeropuertos y darles competencia por sobre la administración de estos, que es lo único que Guayaquil recibió del gobierno central.
Nuestro presidente y otros odiadores de Guayaquil aparentemente padecen el complejo de Fourier, es decir, aquel odio que ciega tanto que puede llevar a hacerse daño a uno mismo con tal de ver al otro que estaba progresando sufrir. Lamentablemente, ese complejo no se cura con la razón y es destructivo para quien lo padece y los gobernados.
Autor: Gabriela Calderon
Este artículo fue publicado originalmente en El Universo (Ecuador) el 6 de noviembre de 2007.
Fuente: Cato Institute
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