Por José Carlos Rodríguez
Básicamente hay dos ideologías en el mundo: la de la libertad y la del poder, y dos actitudes personales: la responsabilidad y la servidumbre. El Estado de Bienestar es el poder y la servidumbre disfrazados, eso sí, de generosidad (con lo ajeno, claro) y ciudadanía.Esto último pasa por que cada uno exija "sus derechos", en el entendido de que esos derechos se extienden a lo que produzcan los demás. Cómo es posible que haya quien defienda el Estado Providencia hablando de ética y de moral es todo un misterio.
En cualquier caso, ni lo necesitamos, ni tenemos porqué estar atados a él para siempre. Hemos llegado, en todas las democracias, a una situación en que convertir los deseos de la gente en "derechos" ha ido tan lejos que apenas nos lo podemos permitir. Le vemos las orejas al lobo, pero los políticos, que no ven más allá de las siguientes elecciones, no quieren prestar su voz para las malas noticias.
Pero eso no quiere decir que no se pueda hacer nada desde la política. Sólo tenemos que mirar al caso de los Estados Unidos. Clinton prometió "acabar con el Estado de Bienestar tal como lo conocemos", pero seguramente jamás pensó en reformarlo muy en serio. Se vio forzado por la llamada "revolución conservadora" liderada por Newt Gingrich, que le obligó a hacer una revisión a fondo de las ayudas asistenciales. Eran tan generosas que amplios sectores se esforzaban más en entrar en la casilla correspondiente a una subvención que en ganarse la vida con su esfuerzo. Y es que el mensaje era bien claro: si usted, por ejemplo, logra quedarse embarazada y huye tanto del matrimonio como del mercado de trabajo, nosotros le aseguramos una renta. En esas condiciones, ¿quién querría salir adelante por sus propios medios? Gingrich y su "Pacto con América" querían cambiar esa situación.
Por eso forzaron al presidente a firmar Ley de la Responsabilidad Personal y la Reconciliación de las Oportunidades del Trabajo en el verano de 1996. Habría ayudas, sí, pero cada Estado podía elegir si condicionarlas a la obtención de un trabajo, o incluso de imponer un plazo máximo de cinco años viviendo del dinero de los demás. Unos pocos Estados comenzaron por llevar el sistema a la práctica, con un éxito que sólo se puede calificar de rotundo. Pronto comenzaron a seguirles otros.
En 2002, sólo seis años después de comenzado el programa, casi el 60 por ciento de las familias que vivían del dinero público pasaron a hacerlo por sus propios medios. ¿Han caído en la miseria de la que apenas les salvaban las ayudas públicas? Nada de eso. Precisamente entre las madres solteras el nivel de pobreza ha caído del 46 al 28 por ciento y, en esos seis años, pese al aumento de la población, el número de "pobres" descendió en 1,6 millones de personas.
O, simplemente, como he propuesto en otro lugar, sumemos el gasto social y dividámoslo por cada español mayor de 18 años. Con ello devolveríamos a los españoles todos los años unos 5.000 dólares, que podrían ser incluso más si excluimos a las rentas más altas. Imaginemos, además, todos los recursos destinados a gestionar esta bicoca puestos a producir riqueza en el mercado en vez de redistribuirla. ¡Lo que íbamos a ganar!
En cualquier caso, ni lo necesitamos, ni tenemos porqué estar atados a él para siempre. Hemos llegado, en todas las democracias, a una situación en que convertir los deseos de la gente en "derechos" ha ido tan lejos que apenas nos lo podemos permitir. Le vemos las orejas al lobo, pero los políticos, que no ven más allá de las siguientes elecciones, no quieren prestar su voz para las malas noticias.
Pero eso no quiere decir que no se pueda hacer nada desde la política. Sólo tenemos que mirar al caso de los Estados Unidos. Clinton prometió "acabar con el Estado de Bienestar tal como lo conocemos", pero seguramente jamás pensó en reformarlo muy en serio. Se vio forzado por la llamada "revolución conservadora" liderada por Newt Gingrich, que le obligó a hacer una revisión a fondo de las ayudas asistenciales. Eran tan generosas que amplios sectores se esforzaban más en entrar en la casilla correspondiente a una subvención que en ganarse la vida con su esfuerzo. Y es que el mensaje era bien claro: si usted, por ejemplo, logra quedarse embarazada y huye tanto del matrimonio como del mercado de trabajo, nosotros le aseguramos una renta. En esas condiciones, ¿quién querría salir adelante por sus propios medios? Gingrich y su "Pacto con América" querían cambiar esa situación.
Por eso forzaron al presidente a firmar Ley de la Responsabilidad Personal y la Reconciliación de las Oportunidades del Trabajo en el verano de 1996. Habría ayudas, sí, pero cada Estado podía elegir si condicionarlas a la obtención de un trabajo, o incluso de imponer un plazo máximo de cinco años viviendo del dinero de los demás. Unos pocos Estados comenzaron por llevar el sistema a la práctica, con un éxito que sólo se puede calificar de rotundo. Pronto comenzaron a seguirles otros.
En 2002, sólo seis años después de comenzado el programa, casi el 60 por ciento de las familias que vivían del dinero público pasaron a hacerlo por sus propios medios. ¿Han caído en la miseria de la que apenas les salvaban las ayudas públicas? Nada de eso. Precisamente entre las madres solteras el nivel de pobreza ha caído del 46 al 28 por ciento y, en esos seis años, pese al aumento de la población, el número de "pobres" descendió en 1,6 millones de personas.
O, simplemente, como he propuesto en otro lugar, sumemos el gasto social y dividámoslo por cada español mayor de 18 años. Con ello devolveríamos a los españoles todos los años unos 5.000 dólares, que podrían ser incluso más si excluimos a las rentas más altas. Imaginemos, además, todos los recursos destinados a gestionar esta bicoca puestos a producir riqueza en el mercado en vez de redistribuirla. ¡Lo que íbamos a ganar!
Fuente: Libertad Digital
Publicada el: 13/05/2007
Publicada el: 13/05/2007
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