mayo 12, 2007

La manía de la autopsia


Por Alberto Benegas Lynch (h)


No sé cual será la explicación psicológica del fenómeno. Tal vez sea puro oportunismo, pero se observa una reiterada y marcada tendencia a señalar errores cuando los responsables ya son cadáver. Mientras ocurren los hechos y los protagonistas están firmemente instalados en la poltrona del poder, todo es aplauso, reverencia, genuflexión y algarabía. Cuando el poderoso cae en desgracia, no pocos miran con cara de "yo no fui" y proceden alegremente a patear en el suelo a su ex admirado, como si siempre hubieran seguido en la misma línea. Hemos bautizado este vertiginoso y sorprendente zigzagueo "la manía de la autopsia".
Curiosamente, algunos de estos entusiastas del ex post facto alardean de trabajar en la prognosis como expertos en la anticipación del futuro. Admito que les tengo cierta alergia a los que se autodenominan expertos. Siempre me viene a la memoria un libro de Angel Castro Cid que se titula Organismos internacionales, expertos y otras plagas de este siglo . Pero no deja de tener ciertos visos paradojales que aquellos que afirman que conocen el futuro (seguramente para fastidio de Karl Popper), al mismo tiempo, se equivocan tanto respecto del presente.
Tomemos por caso el bochornoso espectáculo en el Congreso cuando se anunció que no se pagaría la deuda externa. Hubo una ovación de pie. Años después se anunció que se pagaría la totalidad de la deuda al Fondo Monetario Internacional (no a muchos tenedores particulares de títulos) y, otra vez, aplausos frenéticos de la galería (aunque la deuda estatal se incremente, contratándola esta vez con el ejemplar del Orinoco al doble de la tasa de interés, y para que en Caracas se proceda a un jugoso arbitraje).
Ahora que se acaba de recordar el episodio de las islas Malvinas, pocos son los que reivindican el hecho de haber estado en la Plaza de Mayo gritando "el que no salta es un inglés" y otras sandeces. El irresponsable y temerario uso de la fuerza en aquella ocasión acorraló a los pocos que nos oponíamos a semejante aventura. Incluso en una Academia Nacional seriamente se propuso expulsar a un premio Nobel extranjero de la corporación por haber manifestado que "si todos los países que consideran les corresponde cierto territorio lo invaden, el globo terráqueo será un incendio mayor del que ya es". Afortunadamente, privó la cordura y la moción no prosperó. Con toda la consideración y el respeto que merecen los caídos, los heridos y todos los que han sufrido en carne propia los horrores de la contienda bélica, una vez puesta en evidencia la aberración, parecería que fueron pocos a la plaza y fueron pocos los que apoyaron la atrabiliaria y peligrosa idea originada en la mente de un canciller que ya había propuesto su descabellado proyecto antes a otro gobierno, también de facto.
En el terreno internacional, ocurre algo semejante desde la óptica de muchos de los que habitan nuestro suelo. También en este caso parece privar la manía de la autopsia. Cuando Bush II decidió la invasión "preventiva" de Irak, que, como explicó, entre otros, Richard A. Clarke —asesor en temas de seguridad para cuatro presidentes—, ésta fue el resultado del montaje de una patraña mayúscula desviando la atención del foco terrorista, lo cual suscitó, entre nosotros, un coro de entusiastas de la expedición de marras. Ahora que el fiasco es evidente y la guerra civil se hace insoportable, los mismos agitadores se oponen con ademanes y actitudes como si siempre hubieran argumentado en la misma dirección.
Más aún: debería investigarse si esto no es una manifestación de esquizofrenia. Cuando Estados Unidos mantuvo su tradición republicana, había quienes criticaban acérrimamente a esa nación. Cuando optó por el militarismo y las ansias imperiales estimuladas por lo que ha dado en llamarse la postura neoconservadora, resulta que comienza a parecer atractiva la posición para los espíritus cavernarios. Similar es lo que ocurre con muchos nacionalistas autóctonos: se llenan de escarapelas y de himnos guerreros al tiempo que son españolistas de la peor época, es decir la de la Inquisición, la "guerra santa", Primo de Rivera y Franco, sin percibir la contradicción y sin percatarse de que los símbolos patrios aluden, precisamente, a la independencia de la metrópoli.
Sin duda que debe comprenderse que cuando hay informaciones que se mantienen en riguroso secreto, como fue el caso de la inaceptable metodología a que se recurrió para combatir el terrorismo —como el ser humano no posee la bola de cristal— el ex post facto se torna explicable. Pero también aquí hay probablemente otra manifestación de esquizofrenia: estamos viviendo la expresión más clara de hemiplejia moral de todos los tiempos. Se condena la referida metodología y se pasan por alto los crímenes atroces del terrorismo que inició la debacle.
Hay otros secretos, en cambio, que no pasan desapercibidos. Por ejemplo la "sigilosa" falsificación de las estadísticas para hacer de cuenta que no hay inflación en la Argentina. En este sentido, firmé hace poco una declaración, junto con muchos otros colegas, haciendo notar el despropósito. Tal como le manifesté a quien me invitó a que incluyera mi nombre en la solicitada en cuestión, creo que es el momento de que centros de investigación y otras casas de estudio preparen las estadísticas del caso y compitan para prestar el mejor servicio posible, al efecto de contar con información creíble. Me parece que no es un argumento sostener que las cosas siempre se hicieron de otro modo. Eso resulta irrelevante. Conviene el ejercicio de despejar telarañas mentales y mostrar cierta flexibilidad, cintura y reflejos para incorporar propuestas nuevas.
En este caso, sacaría de en medio el aparato de la fuerza, al tiempo que aliviaría los bolsillos del ya muy sufrido contribuyente que se desenvuelve en una maraña de dobles y triples imposiciones que sólo enfrentan "los expertos fiscales", quienes, en un sistema razonable, resultarían liberados para encarar actividades útiles.
En momentos en los que se están destruyendo principios republicanos fundamentales, como la división horizontal de poderes, con un Congreso que abdicó de sus facultades primordiales en favor del Ejecutivo, se insiste en romper el termómetro en lugar de curar la infección. Otra vez (parece increíble la reincidencia) se imponen controles de precios con lo que se ofrece el espectáculo grotesco de ministros y secretarios de Estado verificando la cotización de los rabanitos y los pollos. Como hemos apuntado desde estas mismas columnas, siempre y en toda circunstancia el precio máximo estimula la expansión de la demanda y produce la retracción de los productores marginales, lo cual se traduce en escasez. Al mismo tiempo, como las únicas señales que tiene el mercado quedan distorsionadas por el mencionado control, los márgenes operativos cambian artificialmente su posición relativa, se retira la inversión donde en verdad se reclama y se colocan recursos donde no resultan prioritarios.
La inflación, en estos momentos, se origina en otra manía: la de mantener artificialmente alto el tipo de cambio, al efecto de satisfacer la voracidad fiscal vía las retenciones. Para lograr este cometido, la banca central emite pesos para comprar la divisa norteamericana, lo cual altera los precios relativos, lo que habitualmente se llama inflación monetaria. Cuando la expansión se considera excesiva se contrae la masa monetaria por medio de la colocación de papeles de la deuda, con lo que aumenta el endeudamiento (que era una de las quejas del actual gobierno respecto de sus predecesores, que financiaban alegremente el déficit con deuda, en el contexto de un tipo de cambio fijo, hasta que explotó la situación de la manera más espeluznante).
Estos y otros temas no se arreglan levantando la voz ni con gestos grandilocuentes ni patoteriles, sino calmada y reflexivamente. Según Erich Fromm, estos exabruptos muchas veces reflejan complejo de inferioridad. Es lo mismo cuando se observa en las conversaciones que hay quienes piensan que es posible sustituir el razonamiento y la solvencia del hilo argumental con golpes sobre la mesa, con afirmaciones extemporáneas, gruesos adjetivos calificativos y transmitiendo el mensaje en un voltaje ensordecedor y apabullante. Fromm escribe: "La autoridad racional descansa en la competencia [...] La autoridad racional no sólo permite, sino que requiere contralor y crítica por parte de quienes están sujetos a ella; es siempre temporaria y su aceptación depende de la performance. Por otra parte, la fuente de la autoridad irracional es siempre el poder sobre otros [...] La ética autoritaria niega a la gente la capacidad de distinguir lo que está bien o lo que está mal [...todo] es en función de los intereses de la autoridad [...] En este contexto, ser virtuoso significa la propia negación y la obediencia, la supresión de la individualidad, en lugar de su plena realización".
Lamentablemente en los últimos largos tiempos nuestro país viene de mal en peor. Como en toda pendiente, la ubicación de los gobiernos anteriores, por más mala que haya sido la gestión, resulta mejor que la actual. Atrás quedaron los tiempos en que la Argentina era la admiración del mundo por su progreso moral y material. Es de desear que pueda reaccionarse a tiempo, lo cual sólo podrá hacerse si todos ponemos nuestro granito de arena y no si actuamos como si estuviéramos en una enorme platea de autistas mirando de lejos lo que ocurre en el escenario. Esa es una buena receta para que el escenario se desplome junto con la platea.


Alberto Benegas Lynch es académico asociado del Cato Institute y Presidente de la Sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias de Argentina.

Este artículo fue originalmente publicado en La Nación (Argentina) el 9 de mayo de 2007 www.lanacion.com.ar

No hay comentarios.: