Por Samuel Gregg
Una de las peores tragedias de la pobreza humana es el hambre. Pocas cosas nos entristece más que ver a un niño latinoamericano, africano o asiático sufriendo de mala nutrición. Por eso es que la promesa de alimentos genéticamente mejorados entusiasma a tanta gente. La posibilidad de plantaciones resistentes a la sequía, que puedan crecer en terrenos poco fértiles y lograr cosechas mayores es el milagro que muchos deseamos.La preocupación por los pobres es un principio de la fe cristiana y no sorprende que el Vaticano esté actualmente redactando un documento que aparentemente apoyará la producción de alimentos genéticamente mejorados.
El arzobispo Renato Martino está encargado de la redacción del texto y ha declarado que personalmente no tiene ninguna objeción a los alimentos genéticamente mejorados. También dijo que “el problema del hambre tiene que ver con la conciencia de todos. Por esa razón, la Iglesia Católica le hace seguimiento con especial interés a cada desarrollo científico que ayude a solucionar los apuros que sufre la humanidad”.
El respaldo moral a los alimentos genéticamente modificados es fuerte. Desde el punto de vista de la ética cristiana, el mundo existe para ser utilizado, por los humanos, según la ley natural. Por ello, la Iglesia nunca ha considerado moralmente problemático la práctica de varios siglos de manipular genéticamente a plantas y animales a través de métodos como la polinización cruzada de una planta con otra y el cruce de animales. El Vaticano también está consciente que no hay evidencia científica de que las modificaciones genéticas de las plantas puedan dañar a la gente, a los animales ni a las plantas mismas.
Pero con o sin alimentos genéticamente mejorados, no hay razón para que haya hambre. El hambre no es causada por la naturaleza. El hambre surge principalmente por falta de derechos de propiedad, estado de derecho y libre comercio. Si no hay derechos de propiedad, el campesino no tiene incentivos para cultivar la tierra. Sin estado de derecho, no tienen ninguna seguridad que sus productos no serán robados por funcionarios corruptos, y sin libre comercio, los agricultores de los países en desarrollo no tienen chance de competir con los protegidos y subsidiados agricultores de Europa y Estados Unidos. En otras palabras, las causas fundamentales del hambre se encuentran en malas políticas instrumentadas por los hombres.
Consideremos las siguientes estadísticas. En los últimos 10 años han muerto de hambre 2 millones de norcoreanos por las políticas colectivistas de su gobierno. En los años 30, 8 millones de ucranianos murieron de hambre durante la campaña de Stalin para acabar con las fincas privadas. Las muertes masivas en Etiopía en los años 80 fueron causadas por la guerra y por las políticas del régimen marxista-leninista. Actualmente, miles confrontan una hambruna en Zimbabwe como resultado de la destrucción sistemática, por parte del dictador Mugabe, de los derechos de propiedad de los agricultores blancos de ese país, pasándole las tierras robadas a sus compinches; allá sufren la desaparición del estado de derecho y el colapso de la agricultura.
El hambre también destruye la dignidad intrínseca de la persona. La producción de alimentos genéticamente mejorados encuadra bien con la ética cristiana y puede ser parte de la solución. Pero la Iglesia no debe olvidar tampoco las causas fundamentales del hambre. De ello dependerán muchas vidas.
El arzobispo Renato Martino está encargado de la redacción del texto y ha declarado que personalmente no tiene ninguna objeción a los alimentos genéticamente mejorados. También dijo que “el problema del hambre tiene que ver con la conciencia de todos. Por esa razón, la Iglesia Católica le hace seguimiento con especial interés a cada desarrollo científico que ayude a solucionar los apuros que sufre la humanidad”.
El respaldo moral a los alimentos genéticamente modificados es fuerte. Desde el punto de vista de la ética cristiana, el mundo existe para ser utilizado, por los humanos, según la ley natural. Por ello, la Iglesia nunca ha considerado moralmente problemático la práctica de varios siglos de manipular genéticamente a plantas y animales a través de métodos como la polinización cruzada de una planta con otra y el cruce de animales. El Vaticano también está consciente que no hay evidencia científica de que las modificaciones genéticas de las plantas puedan dañar a la gente, a los animales ni a las plantas mismas.
Pero con o sin alimentos genéticamente mejorados, no hay razón para que haya hambre. El hambre no es causada por la naturaleza. El hambre surge principalmente por falta de derechos de propiedad, estado de derecho y libre comercio. Si no hay derechos de propiedad, el campesino no tiene incentivos para cultivar la tierra. Sin estado de derecho, no tienen ninguna seguridad que sus productos no serán robados por funcionarios corruptos, y sin libre comercio, los agricultores de los países en desarrollo no tienen chance de competir con los protegidos y subsidiados agricultores de Europa y Estados Unidos. En otras palabras, las causas fundamentales del hambre se encuentran en malas políticas instrumentadas por los hombres.
Consideremos las siguientes estadísticas. En los últimos 10 años han muerto de hambre 2 millones de norcoreanos por las políticas colectivistas de su gobierno. En los años 30, 8 millones de ucranianos murieron de hambre durante la campaña de Stalin para acabar con las fincas privadas. Las muertes masivas en Etiopía en los años 80 fueron causadas por la guerra y por las políticas del régimen marxista-leninista. Actualmente, miles confrontan una hambruna en Zimbabwe como resultado de la destrucción sistemática, por parte del dictador Mugabe, de los derechos de propiedad de los agricultores blancos de ese país, pasándole las tierras robadas a sus compinches; allá sufren la desaparición del estado de derecho y el colapso de la agricultura.
El hambre también destruye la dignidad intrínseca de la persona. La producción de alimentos genéticamente mejorados encuadra bien con la ética cristiana y puede ser parte de la solución. Pero la Iglesia no debe olvidar tampoco las causas fundamentales del hambre. De ello dependerán muchas vidas.
Samuel Gregg es director de investigaciones del Instituto Acton y analista de TechCentralStation.com
Grand Rapids, Michigan (AIPE)- www.aipenet.com
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