Por Samuel Gregg
En cuanto a la economía, pocos están conscientes de su dimensión moral, pero como los obispos católicos manifestaron en el 2003, durante la XXIX Asamblea del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) reunida en Paraguay, se confronta un verdadero problema moral cuando a los países en desarrollo no se les permite competir en productos agrícolas, debido a los subsidios que reciben los agricultores de los países ricos.El cardenal Oscar Rodríguez Madariaga, arzobispo de Tegucigalpa, manifestó que los beneficios del libre comercio seguirán eludiendo a América Latina mientras persista el proteccionismo y los subsidios gubernamentales. Evidentemente que los únicos que se benefician son los agricultores de países desarrollados y los políticos que compran sus votos con tales subsidios. "Nuestros países, que son básicamente agrícolas, no pueden exportar con libertad”, dice el cardenal.
En ese sentido, los grandes pecadores son la Unión Europea y Estados Unidos. El historial francés es especialmente reprochable. Es irónico que la primera nación en reclamar “libertad, igualdad y fraternidad” esté a la cabeza de los países que niegan libertad económica a las naciones más pobres del mundo. Miles de millones de euros y de dólares gastan los gobiernos de la Unión Europea y de Estados Unidos para favorecer injustamente el cultivo y venta de sus productos alimenticios. Esto llega a extremos bochornosos, como cuando Washington paga a determinados agricultores por no sembrar en sus tierras, para así mantener alto los precios.
Ante esa insólita situación, no nos ha debido sorprender que durante la Cumbre de Johannesburgo en 2002, los más apasionados defensores del libre comercio fueran los países de Africa, América Latina y Asia, mientras la Unión Europea insistía en el statu quo proteccionista. Tal posición choca de frente con los golpes de pecho y frecuentes proclamas humanitarias de los presidentes y políticos europeos. Parece que los votos de los campesinos franceses y alemanes son mucho más importantes que aliviar la miseria en los países pobres.
Debemos comprender, sin embargo, que los obispos latinoamericanos no defienden el libre comercio simplemente sobre la base de eficiencia económica. Su posición proviene de la enseñanza católica respecto a la naturaleza y los fines de los bienes materiales. La Iglesia católica enseña que los bienes de la naturaleza se usarán en beneficio de toda la gente. Esto no significa que en el comienzo la gente era dueña colectivamente del mundo material ni que los bienes pertenecieran por partes iguales a cada uno. Cómo utilizar los recursos en beneficio de todos, la Iglesia deja que la gente lo decida de manera racional y Santo Tomás de Aquino fue quien mejor explicó las ventajas de la propiedad privada.
Claro que la falta de libre acceso a los mercados de los países industrializados no es el único problema económico de América Latina. La corrupción e inseguridad jurídica (problemas básicamente morales también) son inmensos obstáculos en aliviar la pobreza.
En ese sentido, los grandes pecadores son la Unión Europea y Estados Unidos. El historial francés es especialmente reprochable. Es irónico que la primera nación en reclamar “libertad, igualdad y fraternidad” esté a la cabeza de los países que niegan libertad económica a las naciones más pobres del mundo. Miles de millones de euros y de dólares gastan los gobiernos de la Unión Europea y de Estados Unidos para favorecer injustamente el cultivo y venta de sus productos alimenticios. Esto llega a extremos bochornosos, como cuando Washington paga a determinados agricultores por no sembrar en sus tierras, para así mantener alto los precios.
Ante esa insólita situación, no nos ha debido sorprender que durante la Cumbre de Johannesburgo en 2002, los más apasionados defensores del libre comercio fueran los países de Africa, América Latina y Asia, mientras la Unión Europea insistía en el statu quo proteccionista. Tal posición choca de frente con los golpes de pecho y frecuentes proclamas humanitarias de los presidentes y políticos europeos. Parece que los votos de los campesinos franceses y alemanes son mucho más importantes que aliviar la miseria en los países pobres.
Debemos comprender, sin embargo, que los obispos latinoamericanos no defienden el libre comercio simplemente sobre la base de eficiencia económica. Su posición proviene de la enseñanza católica respecto a la naturaleza y los fines de los bienes materiales. La Iglesia católica enseña que los bienes de la naturaleza se usarán en beneficio de toda la gente. Esto no significa que en el comienzo la gente era dueña colectivamente del mundo material ni que los bienes pertenecieran por partes iguales a cada uno. Cómo utilizar los recursos en beneficio de todos, la Iglesia deja que la gente lo decida de manera racional y Santo Tomás de Aquino fue quien mejor explicó las ventajas de la propiedad privada.
Claro que la falta de libre acceso a los mercados de los países industrializados no es el único problema económico de América Latina. La corrupción e inseguridad jurídica (problemas básicamente morales también) son inmensos obstáculos en aliviar la pobreza.
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